Capítulo 24

1768 Words
Un nombre en la sombra Leonardo Cada mañana empezaba con el sonido suave de Valeria hablando con los bebés. Aún no habían nacido, pero ella les hablaba como si ya estuvieran corriendo por el jardín, como si pudieran entender cada palabra. A veces me quedaba en silencio en el marco de la puerta, observándola, tocar su vientre, susurrar promesas que no siempre podía oír… y otras veces simplemente entraba y la abrazaba por la espalda, besando su hombro desnudo. La normalidad, por fin, se había instalado en nuestras vidas. Una normalidad frágil, sí, como una pieza de porcelana pegada con esmero. Pero también una que nos pertenecía, que habíamos elegido. Dormíamos juntos. Desayunábamos juntos. Leía para ella cada noche, o la escuchaba contarme lo que los bebés hacían en su cuerpo. Me permitía el lujo de acariciar su vientre durante horas, de hablarles como si ya fueran parte del mundo. Nos reíamos. Discutíamos por tonterías. Cocinábamos. Ella me decía que jamás me imaginó pelando papas con tanta ternura. No necesitaba más que eso. Hasta que el teléfono sonó. Fue una llamada desde la central de seguridad en Estados Unidos. Una línea segura, un tono urgente. Mi jefe de operaciones personales, Jorge, no era de llamarme si no era necesario. —Leonardo —dijo sin rodeos—. Encontramos una coincidencia parcial en uno de los análisis cruzados que solicitaste. El tipo de ADN del vaso de la habitación del hotel de Londres coincide en un 60 % con un perfil que está en la lista de alerta de Interpol. Me quedé inmóvil. —¿Nombre? —Todavía no hay uno claro. Pero se mueve con alias. Estuvo en la boda de una figura rusa conocida en Ibiza hace un año, también en Dubai, y en París. Tiene nexos con figuras poco confiables. Suficiente como para que no sea alguien común. El aire se me fue de los pulmones como un golpe seco. —¿Y está buscándola? —No lo sabemos. Pero si es quien creemos que es… no fue un encuentro casual. Estaba en esa fiesta por algo. Colgué con un sabor amargo en la garganta. Mis manos temblaban. No por celos, no por inseguridad. Por miedo. Un miedo que no me había permitido mostrarle a Valeria en voz alta. Ella no recordaba su rostro. No recordaba su nombre. Apenas sensaciones. Pero si ese hombre había planeado acercarse a ella… ¿Qué quería? Me encerré en el despacho. Llamé a Héctor y Caleb. Tardaron poco en llegar. Estaban preparados para todo desde que nuestra vida volvió a cruzarse. —Necesito adelantar el matrimonio —les dije, directo—. Y necesito que me ayuden a convencerla. Héctor frunció el ceño. —¿Pasó algo? Pregunto impacienté. —Posiblemente. Tal vez nada. Pero no quiero arriesgarme. Hay rastros, detalles, que indican que ese hombre no fue un accidente. Y si alguien más intenta acercarse… quiero que tenga mi nombre. Quiero que los bebés también lo tengan. Caleb se cruzó de brazos. —¿Ella lo sabe? —No. No quiero asustarla aún. Pero si logramos que acepte casarse esta misma semana… podré mover fichas legales y asegurar protección sin tener que explicarle todo. Héctor asintió. —Ella te va a decir que sí. Solo no le mientas. —No lo haré. Solo… necesito tiempo para atar los cabos sueltos. Después de que se fueron, abrí la carpeta del correo y con las imágenes difusas del hombre. Una silueta en la fiesta. Un rostro sin nitidez. Vestía un traje de diseñador y una copa de champán en la mano. Se movía con confianza, como si perteneciera y por lo mismo. Nadie lo cuestionó. Nadie se acercó demasiado. Tal vez fue solo un encuentro casual. Tal vez Valeria solamente fue… una víctima más de una noche de vulnerabilidad. Pero algo no encajaba. Alguien así no se cruzaba por azar. Y si era parte de los círculos oscuros que conocía bien, entonces no dejaría a Valeria fuera de su mira tan fácilmente. Esa noche, mientras ella dormía abrazada a una almohada, su pelo revuelto como un océano cálido, me prometí que no dejaría que nada ni nadie volviera a tocarla. Ni siquiera su pasado. Ni siquiera la incertidumbre. La dulce espera seguía. La casa olía a té de menta y galletas recién hechas. Valeria reía con las bromas de Camila, se sentaba en el sofá grande con los pies en alto, y me pedía que le leyera artículos sobre bebés mientras acariciaba su vientre. Todo era tan puro… tan irreal comparado con la vida que llevábamos antes. Pero yo sabía lo que se avecinaba. Ya había activado al equipo legal para preparar la unión civil, lista para legalizarla esa misma semana. Había reservado una locación discreta, elegante y segura. No sería la boda soñada, pero sería el escudo que necesitábamos, bueno, que ella necesitaba. Valeria, mi mujer. Valeria Black. Y los bebés, serían nuestros. Y esa sombra del pasado… fuera de nuestras vidas para siempre. Por amor y por resguardo. Leonardo La noche anterior a pedirle que se casara conmigo, no dormí. Ella estaba profundamente dormida a mi lado, con su vientre elevado por los gemelos que esperábamos. Su respiración era tranquila, como si el mundo se hubiera detenido solo para protegerla. Y, sin embargo, yo sentía que el reloj avanzaba con una violencia muda. No podía esperar más. Si todo lo que Jorge había dicho era cierto… si ese hombre, ese fantasma, tenía conexiones con lo que yo pensaba… entonces debía actuar ahora. No podía correr el riesgo de que algo los tocara. Ni a ella. Ni a los bebés. Ni siquiera a su sombra. Pero más allá de todo eso… quería hacerlo. Quería llamarla esposa. Quería que llevara mi apellido sin más preguntas, sin más dudas. Quería que supiera, que el mundo supiera, que esa mujer era mi destino, incluso si las estrellas habían querido separarnos. A la mañana siguiente, preparé el desayuno. Lo llevé a la habitación en una bandeja que ella adoraba, la de mármol blanco con asas doradas. Me miró con una sonrisa perezosa cuando entré. —¿Qué hiciste ahora? —bromeó—. ¿Rompiste otra de mis macetas favoritas? —No está vez. Hoy vine a pedir perdón por otras cosas… y a hacer una pregunta muy importante. Dejé la bandeja sobre la mesa de noche. En la bandeja, junto a las tazas de café con leche, descansaba una pequeña caja azul oscuro. Valeria parpadeó. Su rostro cambió de expresión lentamente. Primero desconcierto. Luego sorpresa. Luego… esa mezcla única de miedo y ternura que solo ella sabía mostrar. Me arrodillé. Sí, otra vez. Pero esta vez no por culpa, ni por súplica, ni por desesperación. —Valeria —dije, tragando la emoción que me apretaba el pecho—. No hay nada que quiera más que despertar cada día con ustedes. No por obligación. No por nombre. ¡Por amor! Por lo que somos y Por lo que vamos a ser. Tomé su mano, temblorosa, como si tuviera miedo de romperla. —Quiero que seas mi esposa. Que nuestros hijos nazcan sabiendo que sus padres eligieron estar juntos, sin importar lo que haya pasado, sin importar lo que venga. Quiero darte un lugar legal, sí, pero sobre todo darte un lugar eterno en mi vida. Ella no dijo nada al principio. Sus ojos brillaban, llenos de lágrimas, de esas que no sabes si son de alegría, miedo o ambas cosas. —¿Estás seguro? —susurró—. ¿Incluso si hay un 50 % de posibilidades de que no sean tuyos? Levanté su mano y la llevé a mi boca. —Te amo. A ti, A ellos y porque los amo ya son mis hijos, Valeria. Porque son parte de ti y no hay más que pensar. Quiero ser su padre desde el alma, no solo desde un resultado de sangre. Ella soltó un sollozo suave para luego asentir. Y murmuró con una voz rota. —Sí… sí, Leonardo. Nos casamos dos días después. Fue una ceremonia sencilla en el jardín de una casona de eventos. Camila decoró los arcos con flores blancas que recogió del vivero cercano. Los hermanos de Valeria fueron nuestros testigos. Caleb llevaba un saco que parecía más de negocios que de boda, pero sus ojos brillaban con orgullo. Héctor no dejó de sonreír ni un segundo. Valeria vestía un sencillo vestido blanco de lino, suelto, que acariciaba su figura materna con ternura. Estaba hermosa más que nunca y parecía luz pura. Nos dijimos los votos mirándonos a los ojos. Sin adornos. Sin discursos teatrales. Solo verdad. Cuando el juez dijo “puede besar a la novia”, lo hice con una lentitud casi reverente. Como si besarla en ese momento fuera sellar, no un papel, sino el destino de nuestras almas. Esa noche, cuando estábamos solos en nuestra habitación —nuestra habitación como marido y mujer—, supe que ya no podía esperar más. Tenía que contarle. Me senté a su lado, tomándola de la mano. —Hay algo que no te he contado aún, amor. Ella me miró con esa calma que solo las mujeres fuertes tienen. No había miedo en sus ojos. Solo la necesidad de saber. —¿Es sobre él? —preguntó en voz baja. Asentí. —Recibí una llamada desde Estados Unidos. Mi equipo de seguridad cruzó datos. Parece que el hombre con el que estuviste esa noche en Estados Unidos … No estaba ahí por casualidad. Aún no tenemos nombre, pero hay rastros de que ha estado en fiestas de alto perfil. Tiene vínculos con círculos que están en la mira de Interpol. Vi cómo la sangre se le fue del rostro. —¿Qué… qué quiere decir eso? —No lo sabemos aún. Puede que fueras un objetivo, Valeria. O puede que no. Pero no voy a esperar a que aparezca de nuevo. No mientras estés embarazada. No mientras estés bajo mi techo. No mientras respire. Ella se quedó en silencio largo rato. Después soltó un suspiro. —Por eso querías casarte pronto. —También por eso —le respondí con la verdad. Se inclinó y apoyó su frente en mi pecho. —¿Y ahora qué? —Ahora me toca a mí hacer lo que sé hacer. Proteger lo que amo Y tú… vivir. Ser feliz. Ser mamá y descansar. Ella no respondió. Solo me abrazó más fuerte. Y en ese abrazo, entendí que todo había valido la pena. Incluso la espera e Incluso el dolor. Porque al final… ella estaba conmigo Y nuestros hijos… estaban seguros.
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