Antes de verla.
Leonardo.
El avión descendía sobre el gris del cielo británico cuando sentí que mi alma flotaba por encima del océano. El trayecto, aunque largo, se me hizo eterno. Cada minuto contaba. Cada segundo sin verla era una punzada más al pecho. No dormí. No comí. No pensé en otra cosa que en ella… y en ellos.
Mis hijos.
Había repetido esa palabra mil veces en mi mente y aún me costaba creerla. Hijos. Plural. Dos vidas creciendo dentro de Valeria. Nuestros hijos. Y yo… había estado ausente. Sin saberlo. Sin merecerlo. Pero deseándolo con cada célula de mi cuerpo.
El jet tocó pista y mis manos se cerraron con fuerza. Me incorporé como impulsado por una fuerza invisible, con la adrenalina, zumbando en mis venas. Me dirigía hacia la escalera cuando lo vi. De pie. Con el ceño fruncido y la mirada clavada en mí.
Héctor.
No, Caleb. No un asistente. No un guardaespaldas. Él. El mayor. Su protector. Él que sabía que su hermana había llorado sola, lejos del mundo. Y ahora… venía a juzgar si yo era digno.
—Héctor —dije, con voz firme, extendiéndole la mano.
Él la observó durante un segundo que pareció eterno. Luego la estrechó, con firmeza, pero sin afecto.
—Leonardo —respondió seco—. Tenemos que hablar.
Me sentí de nuevo en juicio. Como en aquella vez, cuando me arrodillaré frente a ellos en la casa de los abuelos de Valeria. Ahora, era él. Los ojos del hermano mayor. El custodio de su corazón.
Subimos al coche en silencio. Solo el sonido del motor nos acompañaba. El paisaje británico desfilaba por la ventanilla, pero no lo veía. Solo esperaba.
Hasta que, finalmente, habló.
—Ella… no es la misma. Lo miré.
—¿Qué quieres decir?
—Han sido siete meses, Leonardo. Siete meses sola. Siete meses sin saber si podía confiar en su propia sombra. Cuando la encontramos, no solo estaba embarazada… estaba rota. Vacía. Y, aun así, siguió adelante.
Sentí que cada palabra me golpeaba el pecho como una piedra.
—No lo sabía —susurré.
—Lo sé —dijo, casi con pesar—. Pero eso no cambia lo que pasó. Tu silencio la lastimó, tu ausencia la desgarró y tus mentiras la mataron en vida.
Me pasé una mano por la cara.
—Yo… la busqué. Moví el cielo y la tierra. Pero ella desapareció.
—Porque alguien la ayudó a desaparecer —añadió, clavando la mirada en la carretera—. Y cuando supimos eso, ya era tarde.
—¿Está bien ahora?
—Tiene miedo, tiene dudas. No sabes cómo enfrentarte. Ni qué harás al saber lo que vas a saber.
Fruncí el ceño.
—¿Qué voy a saber?
Héctor tardó en responder. Apretó el volante con fuerza.
—Valeria está muy embarazada, lo sabes, verdad, y que los bebés están por llegar en cualquier momento. Y hay algo más, Leonardo. Algo que tienes que saber antes de verla. Algo que ni Caleb quiso decirte por teléfono, pero lo mencionó y no sabe si escuchaste todo o no quisiste escuchar.
Me enderecé.
—Dímelo.
Héctor estacionó a un lado del camino. Nos quedamos en completo silencio, solo con el sonido del viento golpeando el auto.
—Valeria no está segura de si los bebés son tuyos.
El aire se fue de mis pulmones como si me hubieran dado un puñetazo.
—¿Cómo…?
—La noche antes de dejarlo todo, fue su despedida. Estaba vulnerable, herida… y, por lo que contó, bebió demasiado. Cree que estuvo con alguien. Pero no recuerda su rostro, ni sabe su nombre. Solo sabe que fue un error. Que se siente culpable. Asqueada.
Lo miré, con los labios secos.
—¿Y tú le crees?
—Yo conozco a mi hermana —respondió sin titubear—. Sé quién es. Y sé también cuánto la marcó eso. No ha dejado de torturarse desde entonces. Pero nunca quiso ocultártelo. Solo quería tener certeza antes de arruinarte la vida con una verdad incompleta.
Cerré los ojos. El alma se me partió en dos.
Mis hijos… nuestros hijos… ¿O quizás no?
Una guerra de emociones me sacudió por dentro: rabia, tristeza, amor, miedo, comprensión… todo al mismo tiempo. Y, sin embargo, al abrir los ojos, solo sentí una cosa: convicción.
—No me importa, Héctor —dije, sin vacilar—. Sean o no sean míos por sangre, esos bebés son parte de ella. Y yo… no voy a abandonarlos. Ni a ella.
Héctor me miró. Por primera vez, lo vi bajar la guardia. Sus ojos, duros al principio, se suavizaron.
—Entonces tienes que demostrarlo. Porque ella… no va a soportar una segunda herida.
Asentí, con convicción.
—No vine a dudar, Héctor. Vine a quedarme.
Arrancó el auto. Volvimos al camino.
El pueblo comenzaba a aparecer en el horizonte. Henley-on-Thames. Tan sereno. Tan distinto al caos en el que habíamos vivido. Una postal tranquila para un corazón que había sobrevivido al naufragio.
En pocos minutos estaríamos frente a la casona.
Donde ella me esperaba.
Donde mi futuro comenzaba… o terminaba.
Y yo, Leonardo Black, por primera vez en la vida, no tenía miedo de perderlo todo. Porque ya había comprendido que, sin ella, sin ellos, no tenía nada.
Antes de llegar, Héctor me toma del brazo… mira a todos lados y habla.
— Que ella no sepa que te conté todo, solo quería que supieras por si te arrepentías de todo, decidías no verla y terminar todo de una sola vez.
Ahí estaba ella.
Leonardo.
La casona apareció ante mí como un espejismo. Alta, elegante, rodeada por árboles que susurraban con el viento. No era un lugar cualquiera. Era un refugio, un santuario, Y en su interior… estaba ella.
Mi Valeria.
El auto se detuvo. El silencio que siguió fue ensordecedor. No podía moverme. Mis manos, ya que temblaban junto con mis piernas también. Era absurdo: había enfrentado inversores despiadados, enemigos peligrosos, escándalos mediáticos… y jamás temblé como en ese instante.
Porque esta vez no era cuestión de dinero. Esta vez era cuestión de alma.
Héctor me miró sin decir nada, hasta que toma mi brazo y me da sus razones del porque me contó todo, sin la autorización de Val. Su forma de darme permiso. Bajé. Sentí el crujido de la grava bajo mis zapatos, como si el suelo murmurara: «estás a punto de enfrentar tu verdad».
Avancé hacia la entrada, toqué la puerta.
Ingresé a la casa y vi a una chica junto a Caleb y cada uno tenía un bebé en sus brazos.
La misma chica camina unos metros y la llama. Todo mi mundo se mueve, solo estoy a unos cuantos metros de mi mujer.
Ella ya estaba ahí al principio del pasillo.
De pie.
Con una camisa que apenas cubría esa hermosa curva de su vientre, con su cabello que se le deslizaba por sus hombros, y con los ojos… esos ojos que tantas veces me habían devuelto a la vida… fijos en los míos.
Se me fue el aire.
Valeria. Mi Valeria.
La que había amado desde la primera sonrisa. La que me enseñó lo que era desear un hogar. La que se me escapó entre los dedos por un error que jamás podré perdonarme. Estaba allí. Más hermosa que nunca. Con una fuerza que podía sentirse en el aire. Una diosa frágil y al mismo tiempo invencible.
Ella no se movió. Solo me miraba.
Yo tampoco me acerqué de inmediato. Necesitaba grabarme su imagen. El brillo de su pelo al sol. Las sombras debajo de sus ojos. El modo en que sus manos se posaban sobre su vientre, como protegiendo el milagro que crecía en ella.
Dio un paso. Vacilante.
—Leo…
Su voz, Dios, esa voz.
Tan suave. Tan herida. Tan llena de todo lo que no se había dicho.
No respondí con palabras. Solo me acerqué, lento y Cuidadoso. Como quien se acerca a una reliquia sagrada. Mis ojos ardiendo. Mi corazón latiendo como una explosión contenida.
Cuando estuve a solo unos pasos, me detuve.
La vi temblar y yo también lo estaba.
Extendí una mano. No para tocarla, sino para que ella decidiera si podía. Sí, me quería cerca. Si aún era bienvenido en su mundo.
Y entonces, supe que sí.
Porque ella también extendió la suya.
El contacto fue leve, casi inexistente, pero bastó.
En un segundo, ya la tenía entre mis brazos. Su cuerpo, tan frágil como una hoja, se aferró al mío. Sus manos me buscaron como si se hubieran extraviado todo este tiempo. Y yo… me quebré.
—Perdóname —susurré contra su cuello—. Perdóname por no haber estado. Por no haberte protegido. Por no encontrarte antes…
Ella lloraba. Yo también.
Sus lágrimas empaparon mi abrigo. Las mías cayeron sobre su cabello y hombros.
No hablamos, No podíamos emitir palabras.
Pero nuestros cuerpos sí. Ellos decían todo.
Nos decían: te extrañé, te soñé, te necesitaba.
Y cuando se separó apenas para mirarme a los ojos, vi la pregunta. La duda. El miedo.
Pero antes de que hablara, negué.
—No importa lo que sea. No importa, estoy aquí y no me voy a ir.
Ella apretó los labios y tragó saliva.
—Leonardo… hay cosas que necesitas saber y yo…
—Después —dije, con voz firme pero suave—. Dímelo todo, pero primero, déjame verlos.
Valeria parpadeó.
—¿Ver…?
Así que me arrodillé frente a ella y mis manos tocaron su vientre. Esa curva perfecta donde latía la esperanza. Besé su piel cubierta por la ropa, y cerré los ojos.
—Hola, mis pequeños —murmuré, con voz rota—. Soy papá, Llegué un poco tarde, pero ya estoy aquí, Y los amo más de lo que jamás sabrán.
Cuando levanté la vista, ella ya no lloraba, solo sonreía.
Y en ese instante… supe que, pase lo que pase, ella sigue siendo mía. Y yo, de ella. Para siempre.