Donde termina el dolor.
Leonardo.
No sé si eran las estrellas allá afuera, o el leve murmullo del viento chocando contra los cristales… pero había algo sagrado en esa noche. Algo que no se podía explicar con palabras. Algo que solo sientes con la piel, con el alma, con cada latido.
Ella estaba aquí, frente a mí.
No en mis recuerdos. No en mis pesadillas.
Estaba ahí. Frente a mí. Con su bata color crema, el cabello recogido de forma descuidada, la piel iluminada por la tenue luz del dormitorio. Tan real que me dolía mirarla.
—¿Estás seguro de que quieres quedarte esta noche? —me preguntó con un hilo de voz.
—Estoy seguro de que no me quiero ir nunca más de tu lado, mi pequeña, Val.
Valeria bajó la mirada y sonrió con timidez con esa sonrisa suya… juró que podría haber detenido guerras.
Se acercó lentamente.
Yo estaba de pie junto a la ventana, sin saber si era digno de tocarla, si era correcto, siquiera respirar el mismo aire. Pero ella… ella no dudó. Me abrazó desde atrás, rodeando mi cintura con sus brazos. Y en ese instante supe que todo lo que había vivido, todo el dolor, la rabia, el infierno… todo valía la pena por sentirla así.
—Estoy nerviosa —susurró contra mi espalda—. Como si fuera la primera vez nuevamente.
Me giré lentamente y la tomé de la cintura y nuestros ojos se encontraron.
—También lo es para mí. Porque ya no somos los mismos. Porque esta vez, te tengo sabiendo lo que es perderte.
Sus dedos temblaron sobre mi pecho, desabotonando mi camisa con torpeza, como si tuviera miedo de que desapareciera si se apresuraba demasiado. Yo solo observaba, dejándola marcar el ritmo, dejándola decidir cómo, cuándo, hasta dónde.
Cuando terminó, apoyó sus manos abiertas sobre mi piel. Cerró sus ojos y respiró hondo.
—Extrañé esto —dijo apenas—. Sentirte, saber que eres real y que estás a mi lado.
—Y yo extrañé ser tuyo. Porque sin ti… no soy nadie, mi Val.
La guie hacia la cama, no con urgencia, sino que con devoción.
Ella se sentó en el borde y yo me arrodillé frente a ella. Apoyé mi frente contra su vientre. Ese vientre que guardaba dos vidas, dos posibilidades, dos milagros. Mis manos lo rodearon con infinito cuidado.
—Gracias —dije ahogándome—. Por no rendirte, por protegerlos, por llegar hasta aquí.
—¿Y si no son tuyos? —preguntó, apenas en un susurro, pero con un ligero temblor en su mentón.
La miré a los ojos y, con mayor convicción que jamás he tenido, le respondí.
—Entonces serán míos por elección. Porque te amo. Porque los amas. Porque son parte de ti. Y eso me basta.
Sus labios buscaron los míos. Y el beso fue distinto a todos los anteriores. No hubo hambre, No hubo fuego descontrolado, solo hubo ternura y un silencio que dijo más que mil palabras y un reencuentro. Sus manos acariciaron mi rostro, mi cuello, mi espalda. Como si quisiera memorizarme. ¡Como si necesitara convencerse de que no era un sueño!
Esa noche no hicimos el amor como lo hacíamos antes, con fuego y descontrol.
No hubo jadeos desesperados, ni urgencia por desnudarnos, ni pasión ciega.
Esa noche nos desnudamos con calma, con ternura y nos abrazamos con el alma.
Cada caricia era una disculpa. Cada beso, una promesa.
Nos miramos, nos tocamos, nos hablamos sin palabras. Y cuando la tuve entre mis brazos, desnuda, con su cuerpo tan suave y su mirada tan llena de amor y de miedo a la vez, supe que jamás amaría a otra mujer como la amaba a ella.
Nos hicimos el amor como quien reconstruye una casa en ruinas, con nuevos cimientos y mayor seguridad.
Ladrillo por ladrillo, lágrima por lágrima, piel con piel y corazón con corazón.
Y cuando el placer nos encontró, no gritamos. No rompimos el silencio. Solo nos miramos, Solo lloramos por el acto mismo donde entregamos no solo el corazón, sino que entregamos el alma. Y nos aferramos al otro como si el mundo fuera a terminar y únicamente nosotros supiéramos que el amor es lo único que puede salvarnos.
Dormimos juntos, enredados el uno con el otro, mi mano sobre su vientre y su respiración sobre mi pecho.
Por primera vez en muchos meses… descansamos.
Porque ya no éramos solamente dos personas que se amaban.
Éramos un hogar que volvía a arder en medio del invierno.
La señal.
Valeria
Desperté antes que él y la luz del amanecer se colaban entre las cortinas de lino, envolviendo la habitación en un tono suave, dorado, casi celestial. Estaba en casa, lo sabía. No por los muros ni por el techo antiguo de la casona, sino porque Leonardo respiraba a mi lado. Porque por fin, después de tanto tiempo, su brazo seguía rodeando mi cintura, incluso dormido, como si su cuerpo necesitara recordarme que no volvería a soltarme.
Apoyé mi cabeza sobre su pecho. Su corazón latía lento, profundo… real.
Me quedé así unos minutos, memorizando ese sonido, ese calor. Hasta que sentí algo más. Algo diferente. Algo interno.
Una presión leve. Un cosquilleo. Un empujón duro, fuerte … Desde dentro de mí.
—¿Eh? —susurré en voz baja, apartándome apenas. Volví a sentirlo. Esta vez, más claro. Un golpecito suave, como una burbuja explotando en el lugar justo.
Me quedé completamente quieta.
Y entonces volvió a pasar, mis bebes estaban dando patadas fuertes y decididas.
Los movimientos pasaban de Delicados a duros y firmes. Como si esos dos pequeños milagros dentro mío supieran que su padre estaba ahí. ¡Como si, por fin, también ellos lo sintieran! Como si quisieran decirle hola.
—Leo… —dije, en un susurro, sin querer romper la magia del momento.
Él abrió los ojos, lento y confundido. Pero sonrió al verme tan cerca. Me acarició la mejilla con esas manos grandes que siempre me hicieron sentir protegida.
—¿Ya es de día? —murmuró.
—Sí… pero eso no importa ahora —tomé su mano, guiándola hacia mi vientre—. Quiero que sientas esto.
Él frunció el ceño, todavía adormilado, pero obedeció. Apoyó su mano sobre mi piel, aún tibia bajo la fina tela del camisón, y esperamos.
Un segundo, dos y ahí estaban.
¡Tac!
El movimiento fue claro, casi travieso. Leonardo se incorporó un poco, con sus ojos bien abiertos, y el aliento contenido. Y entonces, otro empujoncito más fuerte. Como si los bebés se hubieran puesto de acuerdo para saludarlo.
—¿Eso fue…? —preguntó, incrédulo.
Asentí, con lágrimas ya acumulándose en mis ojos.
—Están despiertos, Leo, los sientes, ¿verdad?
Él no respondió. No podía. Solo apretó los labios y bajó la cabeza, dejando un beso largo, lleno de emoción, justo ahí en mi vientre, como si quisiera agradecerles, como si les hablara en silencio.
—Hijos… —murmuró contra mi piel—. Papá, está acá. Ya no me voy a ir.
Yo no pude contenerme más. Las lágrimas cayeron silenciosas, tibias. No de tristeza, sino de una felicidad tan intensa que dolía.
Lo miré, y en su rostro vi al hombre que amé desde el principio. Vi su redención, su ternura, su lucha. Vi al padre de mis hijos… fueran o no suyos por sangre.
Y entonces él subió nuevamente hasta mí, acariciándome la mejilla.
—Esto lo cambia todo, ¿sabes? —dijo con la voz rota—. Ya no tengo miedo. Ya no hay dudas. Te amo, los amo Y los voy a cuidar a ustedes hasta el último día de mi vida.
—Yo también te amo —susurré—. Y ellos… ellos lo sienten.
Nos abrazamos fuertemente. Ya no con pasión, sino con certeza. La certeza de que el peor invierno había pasado. Que lo peor ya estaba detrás.
Bueno, eso creían.
Y que la vida, por fin, comenzaba a abrirse camino.
Porque esa señal… ese primer golpecito, de nuestros bebés… fue mucho más que un movimiento. Fue una promesa.
Una promesa de que todo valdría la pena.
Una promesa de que el amor siempre; siempre encuentra el camino de regreso a casa.