Capítulo 11

1082 Words
Fantasmas de mar Caleb. Nunca me gustó la playa. No me gusta el sol abrasador, la sal pegada en la piel ni esa sensación de estar en un lugar donde todo parece ir más lento. Pero ahí estaba yo, en un pequeño poblado costero con nombre olvidable y un mar gris que no invitaba a nada, con el corazón cargado de expectativas que no me atrevía a nombrar. Todo por una foto. Una maldita y borrosa imagen de una mujer entrando a una panadería con el cabello recogido, un abrigo gastado y los hombros encorvados como quien carga más de lo que puede. Podía ser cualquiera. Pero también podía ser Valeria. Y eso bastaba. — ¿Está muy lejos la cabaña? —pregunté al conductor del taxi, un hombre de edad incierta y mirada cansada. —Unos quince minutos por ese camino de tierra. No es temporada alta, así que estará vacío por ahí. Asentí sin decir nada más. Llevaba una mochila con ropa suficiente para unos días, una foto de Valeria doblada en el bolsillo trasero del pantalón, y una mezcla de esperanza y miedo que no me dejaba respirar. Héctor quería venir, pero insistí en hacerlo solo. No porque él no pudiera con esto… sino porque yo necesitaba hacerlo por mí. Siempre fui el menor. El que escuchaba desde las escaleras las peleas de mis padres por mis idioteces a las que siempre Valeria les veía el lado bueno. El que veía a Valeria encerrarse en el baño por horas después de que mamá le decía que era un fracaso y el por qué no podía ser como su pequeña niña. El que reconocía los pedazos de los gritos sin entender del todo lo que había roto. El que no hizo nada cuando ella se fue. Esa es la verdad. Ella se fue. Y yo no hice nada, a pesar de haber sido el ultimo que la vio. Así que ahora, al menos, podía intentar encontrarla. La cabaña era sencilla. Pintura desconchada, cortinas de flores envejecidas por el sol, y un pequeño porche donde una maceta de lavanda muerta lentamente nos recibía. La mujer que la alquilaba se llamaba Clara. Tenía el cabello rizado y gris, y una mirada que escaneaba más de lo que preguntaba. ¿Puedo ayudarte? —dijo sin salir del marco de la puerta. Le mostré la foto. No dije nada. Solo extendí el papel como quien entrega una parte de sí. Ella la tomó, la miró y luego me miró a mí. —Sí… se parece mucho a una chica que alquiló aquí por unas semanas. Callada. Siempre con un libro en la mano. Compraba pan en la mañana y regresaba antes del atardecer. Mi corazón dio un salto torpe en el pecho. —¿Sabe cómo se llamaba? —Puso en el registro el nombre de "Eva Suárez", pero esos nombres suelen ser falsos, ¿no? Gente que no quiere ser encontrada. —¿Cuándo estuvo aquí? —Hace casi un mes. Se fue una madrugada sin avisar. No dejó más que una taza rota en el fregadero y una nota de agradecimiento. —¿Puedo… ver la nota? La mujer dudó. Pero algo en mi mirada debía convencerla. Entró. Volvió con una hoja doblada por la mitad, escrita a mano con una caligrafía prolija. "Gracias por el refugio. El mar no me sanó, pero me sostuvo. No es mi lugar, pero fue un buen descanso. —Eva" Mi pulso se agitó. Esa voz en papel… ¿Era ella? ¿Era mi hermana? ¿Era una coincidencia? —Tú crees que era ella? —pregunté en voz baja, casi infantil. La mujer me observó largo rato. —Creo que era alguien que no quería ser encontrado. Y tú... tú pareces alguien que no quiere aceptar eso. Me quedé en silencio. Al día siguiente, recorrí el pueblo. Caminé por el malecón, entre a cada tienda pequeña con la foto en mano. Algunos la reconocieron, otros no. Uno dijo haberla visto llorando en la playa una noche. Otro que parecía una turista chilena que venía cada año. Cada pista era una daga y una venta al mismo tiempo. Una ilusión. Una posibilidad. Pasé tres días en ese lugar. Me alojé en la misma cabaña, dormí en la misma cama en la que ella podría haber dormido. Miré el mar por las mismas ventanas. Me senté en el mismo porche. Cada noche esperaba ver su silueta cruzar la calle. Cada amanecer abría la puerta esperando que su sombra quedara impresa en la arena. Pero no. El cuarto día, conocí a la verdad. Se llamaba Lucía. La vi salir de una librería con un sombrero y el cabello recogido. Tenía el mismo andar. La misma altura. Algo en sus gestos, en su manera de sujetar el libro entre los brazos… —¡Valeria! —grité, como un acto reflejo. Ella se giró. Y no era. Se parecía, sí. Pero sus ojos no eran los de mi hermana. No tenían la furia. Ni el cansancio. Ni la luz que se esconde como un fósforo a punto de apagarse. Me acerqué de todas formas, con el corazón encogido. —Disculpa… creí que eras alguien que estoy buscando. Mi hermana. Lucía sonrió con tristeza. —No eres el primero. Parece que tengo una cara común. —No… no es eso. Es solo que… hay tanto que no dije. Y tanto que quiero reparar. Ella no me dijo nada. Me miró como quien reconoce el dolor. Y eso fue suficiente. Volví a la cabaña esa noche. No dormí. Empaqué con las manos temblorosas. Con decepción en mi alma y lágrimas en mis ojos. y una decepción, pero más que dejarme sin fuerzas me dio más certeza y valor para seguir buscándola. No era ella. No esta vez. Pero la estoy buscando. Y cada lugar donde no está, me acerca un poco más a donde sí. Antes de irme, dejé una nota bajo la maceta seca del porche. Una tontería quizás. Pero sentí que debía hacerlo. "Si alguna vez regresas, Val… estuve aquí. Te buscamos Caleb y Héctor. Subí al taxi sin mirar atrás. El mar seguía siendo gris. La arena seguía ajena. Y yo seguía sin que me gustara la playa. Pero por ella, iría mil veces más. Aunque solo encontrara fantasmas. Aunque el camino fuera solo de ida. Aunque todo doliera. Porque soy Caleb. Y soy su hermano. Y no pienso dejar que el mundo me convenza de olvidarla. Nunca.
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