El sábado se desplegó ante Aisha como un lienzo en blanco, una invitación tácita a escapar de la rutina que comenzaba a enredarse en su alma como hiedra persistente. La ciudad aún le era ajena, un mapa lleno de rutas sin trazar y secretos por descubrir. Amanda, su prima y confidente desde la infancia, propuso una expedición por Edimburgo, y Aisha aceptó con la emoción de quien ansía sentirse viva otra vez. Desde su llegada a Escocia, Amanda había sido mucho más que una guía: era su brújula emocional, su ancla, su hogar en un rincón del mundo que aún no sentía del todo suyo.
Con la cámara colgada al cuello y los ojos encendidos por la curiosidad, Aisha se lanzó a las calles empedradas, sedienta de capturar la esencia de la ciudad. Cada rincón parecía contar una historia.
La Ciudad Vieja, con sus callejones angostos, adoquines gastados y edificios de piedra cubierta de musgo, la envolvió en una atmósfera que olía a leyendas y a ecos de otras vidas. En contraste, la Ciudad Nueva se alzaba refinada, con su arquitectura georgiana y jardines que parecían pintados con pinceles invisibles. Todo a su alrededor poseía una elegancia tranquila, una belleza serena que la cámara de Aisha se esforzaba por atrapar.
A lo lejos, el Castillo de Edimburgo se recortaba contra el cielo gris como un centinela de piedra. Majestuoso e inmutable, parecía custodiar la ciudad y sus secretos. Ella lo miró largo rato, como si pudiera ver a través de sus muros antiguos los suspiros de reyes y las coronaciones de otros tiempos.
—¿Y si subimos hasta Arthur’s Seat? —propuso Amanda mientras tomaba la delantera con paso ágil.
—¿Vamos a escalar una colina con este clima escocés tan… temperamental? —bromeó Aisha, pero ya estaba siguiendo a su prima con una sonrisa.
Mientras ascendían, Amanda le narraba historias de clanes escoceses, de amores imposibles y guerras libradas en nombre del honor. Aisha, sin embargo, se perdía en el visor de su cámara. Fotografió colinas acariciadas por el viento, ruinas cubiertas de niebla, y rostros de hombres que parecían esculpidos por el tiempo: piel pálida, mandíbulas firmes, ojos que destilaban siglos.
Incluso el aire parecía vibrar con historias que no se atrevían a morir. Se preguntó si en algún momento la nostalgia dejaría de dolerle tanto.
Ya al atardecer, cuando el cielo comenzaba a pintarse de tonos dorados y púrpuras, Amanda se detuvo frente a un restaurante al aire libre, cuyas mesas ofrecían una vista privilegiada de la ciudad.
—¿Y si cenamos aquí? —preguntó Aisha, sin soltar su cámara.
Amanda la tomó de la mano con una sonrisa divertida y la condujo hacia una mesa redonda, estratégicamente ubicada junto al borde del mirador.
—Por supuesto, pero ni se te ocurra pedirme haggis —dijo con una mueca mientras señalaba discretamente una mesa vecina donde un turista valiente enfrentaba un plato humeante.
—Ni muerta probaría esa cosa —contestó Aisha, frunciendo la nariz al imaginar la mezcla de vísceras y especias.
—Prefiero evitar un episodio de "Pesadilla en el restaurante" —añadió con una risa mientras encuadraba con su cámara el gesto horrorizado de Amanda.
Amanda le revolvió el cabello con ternura.
—Tendrás que comer algo, aunque sea un poco. Estás demasiado delgada. Aunque no te preocupes, sigues siendo hermosa, como siempre. Pero... ¿no crees que ya es hora de que te abras de nuevo al amor? O, al menos, a una noche interesante.
Aisha soltó una carcajada, mirando al cielo como si buscara allí una respuesta.
—¿Amor? Me conformo con pollo. Pollo hay en todas partes, ¿no?
Amanda soltó un suspiro dramático y hojeó el menú.
—Como quieras, señora corazón de hielo.
Mientras Amanda discutía con el camarero sobre cuál whisky tenía menos "sabor a bosque", Aisha desvió la mirada hacia las mesas cercanas, su instinto de fotógrafa en alerta, buscando emociones, capturas espontáneas, belleza inadvertida. Y fue entonces cuando lo vio.
Estaba sentado a tres mesas de distancia.
Un hombre de presencia contundente, imposible de ignorar. Vestía un traje oscuro que parecía hecho a medida, con líneas que delineaban sin disimulo su espalda ancha y su porte imponente. Tenía la barba perfectamente recortada en forma de candado, y su cabello, ligeramente ondeado, parecía domesticado por manos expertas. Lo más hipnótico, sin embargo, eran sus ojos: un enigma cromático entre el azul profundo y el verde tormentoso. Había algo en su mirada que parecía capaz de desmontar armaduras emocionales.
Sobre la mesa, tres portafolios abiertos y un par de copas de cristal dejaban claro que no era una cena casual. Pero él no miraba documentos ni hablaba por teléfono. Solo observaba la ciudad, con una intensidad que casi parecía... dolorosa.
Aisha no pudo resistirse.
Su dedo pulsó el obturador una, dos, tres veces. Quería congelar aquel momento. No por capricho artístico, sino por necesidad.
—¡Aisha! —espetó Amanda, cubriendo el lente con la mano—. Deja de acosar al pobre hombre y concéntrate en tu salmón.
—Lo siento —murmuró, bajando la cámara—. Me dejé llevar.
Amanda se inclinó sobre la mesa, bajando la voz a un susurro.
—Ese es Edrik Carlson.
—¿Quién?
—El magnate del whisky. Uno de los hombres más ricos y peligrosamente encantadores de Escocia. Y, según la mitad de las mujeres de este país, también el más inaccesible.
—¿Y la otra mitad?
—Ya pasaron por su cama y salieron con el corazón en ruinas.
Aisha giró lentamente la cabeza, volviendo a mirar al hombre que ahora hablaba con un camarero sin dejar de sostener su copa.
—¿Tan peligroso es?
Amanda asintió.
—Más de lo que imaginas. No te dejes llevar por su cara de portada de revista. Edrik Carlson es un experto en convertir a mujeres como tú en fotografías borrosas del pasado.
Las palabras de Amanda se hundieron como piedra en el estanque de sus pensamientos. Pero, por más que quiso centrarse en su plato, los ojos de Carlson seguían ahí, clavados en su mente, como si los hubiera esculpido la misma lente de su cámara.
Quizás por ese mismo nerviosismo, Amanda llamó al camarero con una sonrisa traviesa.
—Una botella de Carlson, por favor. Mi prima necesita ahogar sus penas con el whisky de su nuevo amor platónico.
—¡Amanda!
—¿Qué? Ya que lo vas a mirar como si fuera un poema viviente, al menos brindo por ti.
Cada sorbo ardía como verdad no dicha, como recuerdo no sanado. Aisha tragó la culpa, la nostalgia, y la punzada de atracción que no quería admitir.
Cuando salieron del restaurante, la noche las envolvió con su aire frío y limpio. La luna bañaba las calles de plata, y Edimburgo adquiría un matiz que la hacía parecer una ciudad encantada. Las sombras proyectadas por los edificios de piedra se estiraban como brazos que guardaban secretos centenarios. El sonido lejano de una gaita añadió una nota melancólica al momento.
Caminaban en silencio.
Aisha se sentía distinta, como si algo hubiera comenzado a moverse en su interior. Una pequeña grieta en la coraza. Un presentimiento. Una chispa.
Y en su cámara, ya guardada, dormía una imagen que aún no sabía que marcaría el inicio de todo.