La expresión de Edrick era una máscara de acero. Sus ojos oscuros no reflejaban nada más que frialdad. —Cuide su vocabulario, Aisha. Levántese, nos vamos —ordenó, con una firmeza que no admitía réplica. Aisha soltó una carcajada amarga. No sabía si era efecto del alcohol, del cansancio o del alma rota que cargaba. Quizá un poco de todo. —¿Relájate, hombre! ¿Por qué actúas como un anciano? No soy una niña, y tú no eres mi tutor —dijo con burla—. ¿Tan inútil parezco que no puedo cuidarme sola? Su voz se quebró al final, dejando al descubierto lo que su sarcasmo intentaba ocultar: la herida abierta que cargaba desde hacía años. —Estoy harta de que todos crean que tienen derecho a decidir por mí. ¿Tan frágil me ven? ¿Tan insignificante soy para ustedes? ¿Debo simplemente aceptar, olvidar

