El día transcurrió en el talle con tranquilidad r, un hangar vasto, metálico y frío donde los autos de carrera de Adrián descansaban como bestias mecánicas enjauladas. El aire estaba impregnado de gasolina, aceite y caucho, una mezcla embriagadora que tenía el poder de acelerar el pulso de cualquiera que se adentrara en aquel santuario del motor.
Aisha lo observaba todo a través del lente de su cámara, intentando capturar la esencia viva del lugar. Los hombres se movían con precisión quirúrgica, sus overoles grises con el logo Carlson Motor bordado en azul rey en pecho y espalda. Había una armonía silenciosa en sus movimientos, una sinfonía de destreza mecánica.
Adrián le presentó a cada m*****o de su equipo con una mezcla de orgullo y camaradería. Nombres que se confundían con rostros, y que Aisha apenas alcanzaba a retener. Las promotoras, con sus sonrisas ensayadas y miradas descaradas, pululaban cerca de Adrián como polillas alrededor de una lámpara. Él, por su parte, no les rehuía. Respondía con roces sutiles y palmadas cómplices, detalles que a Aisha no le pasaban desapercibidos. Sentía esa punzada amarga en el pecho, ese recordatorio constante de lo efímero que podía ser el afecto masculino.
Pero eligió el trabajo. Se concentró en su cámara, buscando la belleza entre la grasa, el metal y la concentración en los rostros. La pasión que se respiraba en el taller era contagiosa. Aisha, quien hasta ese momento había considerado las carreras una frivolidad masculina, comenzó a comprender el arte detrás del ruido. Adrián no jugaba: vivía, respiraba y ardía por ese mundo.
—¿Tienes hambre? Porque yo no aguanto un minuto más sin comer —preguntó Adrián, sacándola de su enfoque.
El atardecer se avecinaba y las nubes pesadas dibujaban sombras inquietantes en el cielo. El hambre le mordía el estómago con fiereza; no había probado bocado desde el desayuno.
—Soy capaz de comer haggis debajo de un puente —murmuró con una mueca de asco.
Adrián soltó una carcajada sonora, sabiendo cuánto detestaba ella ese plato típico escocés.
—Te llevaré a comer el mejor pollo frito de Escocia —prometió, guiándola hacia su auto.
Condujo por calles que Aisha no reconocía, alejándose del centro urbano. Llegaron a una tienda pequeña, con apenas cuatro mesas, donde una mujer robusta freía pollo empanizado en un bol de aceite burbujeante. El lugar era modesto, pero tenía ese calor de hogar que no se puede fingir.
Adrián fue recibido con familiaridad, como si perteneciera al lugar. Aisha comió con avidez, disfrutando cada bocado del pollo crujiente y jugoso. Pero el dolor en su dedo herido volvió a manifestarse con fuerza. Las sandalias planas que llevaba no ayudaban; sus pies comenzaban a entumecerse por el frío.
—Es hora de regresar, tengo frío —dijo, interrumpiendo la charla de Adrián con los dueños del local.
—Voy a pagar la cuenta —respondió él, sacando la billetera—. Ah, y otra cosa: correré en el circuito de Engliston. Quiero que vayas y tomes muchas fotos. Solo tendré gloria en estas carreras, y no quiero olvidar nada.
Había orgullo en su voz, fuego en su mirada. Aisha sonrió con dulzura.
—Estaré en primera fila, te lo prometo.
—Voy por el auto. La lluvia se acerca; espérame en la tienda de revistas —indicó.
La primera gota cayó en su frente como una advertencia. Aisha se apresuró, sacando el teléfono para enviarle un mensaje a Amanda. Pero el destino tenía otros planes: una de sus sandalias se rompió justo en medio de la calle.
—¡Rayos! ¿Dónde compré estas porquerías? —murmuró, frustrada.
Un claxon la sobresaltó. Un auto oscuro se detuvo junto a ella. Detrás de los vidrios polarizados, una mano masculina con un reloj dorado se alzó, indicándole que se apartara. Obedeció, temblando de rabia y frío.
—Aisha, súbete. Te estás empapando —llamó Adrián desde su Bugatti Veyron.
Subió al coche con alivio. Adrián la miró con una mezcla de burla y ternura.
—Te lo dije, esas cosas con correas de hilo de plata te iban a dejar en vergüenza.
—Cállate, pájaro de mal agüero —respondió, golpeando su hombro entre risas.
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A la mañana siguiente, el dolor en su dedo la acompañó hasta la cafetería frente a su estudio. Anhelaba un café con crema como si pudiera anestesiar el malestar. Pero la ciudad tenía otra broma para ella. Al cruzar la calle, un adolescente en patineta pasó como una ráfaga y barrió con sus pies, haciendo que el café doble de Janet se estrellara contra su camisa blanca y su abrigo azul.
—¡Me lleva el diablo! ¡Maldita suerte! —gritó, mientras el ardor en su dedo se multiplicaba.
—¡Lo siento! —exclamó el chico, desvaneciéndose en su patineta como un espectro.
—¡Pues no lo hagas porque te odio! —gritó Aisha, furiosa, mientras entraba al estudio, echando el vaso a la basura.
—Janet, llama al spa. Demandaré a la manicurista, hazlo ahora. Esa idiota... —murmuró, dirigiéndose a su oficina.
Se sentó con dificultad, quitándose las botas con esfuerzo. El calcetín estaba manchado de sangre. Pero cuando intentó retirarlo, el teléfono sonó.
—Hola... No sé cuántas veces te he llamado. Necesitamos hablar... —era la voz de Smith, temblorosa, familiar.
Aisha se quedó en silencio, pero entonces escuchó algo más. Una voz femenina, dulce y posesiva, susurró al fondo:
—Conce, lo prometiste. Nada de trabajo, solo amor para tu reina...
—¡Silencio, estoy al teléfono! —replicó él, irritado.
Aisha sintió un puñal caliente atravesarle el pecho. La furia la cegó. Se llevó el teléfono al oído, con el corazón galopando en el pecho.
—Cariño, ¿eres tú? Hablemos... —dijo Smith con una voz suave y estúpida.
El sonido de una puerta cerrándose activó la rabia que contenía.
—¡Mira, idiota! ¡Deja de llamar y de llenar mi contestador con tus malditos mensajes! —gritó, arrojando el teléfono contra la pared.
Su respiración era agitada, el pecho subía y bajaba como una tormenta a punto de estallar. Entonces, un carraspeo masculino interrumpió su furia. Janet estaba en la puerta... y no estaba sola.
Junto a ella, tres hombres. Uno de ellos, imponente, con el rostro de un depredador en calma, era el señor Carson.
Aisha lo miró, sintiendo cómo todo se silenciaba a su alrededor. Su presencia tenía algo magnético, peligroso. Era como si el aire cambiara solo con su proximidad.