đź’Ľ CapĂtulo 2
Punto de vista de Alexander
No me gustan los cambios.
Tampoco las caras nuevas.
Cada vez que alguien entra a esta empresa con una sonrisa demasiado grande y un “gracias por la oportunidad”, ya sé que voy a tener que perder el tiempo en evaluaciones, reportes, disculpas… o despidos.
Por eso, cuando Andrea me dijo que la nueva asistente ya estaba instalada, solo asentĂ sin levantar la vista del informe que tenĂa entre manos.
No necesitaba verla.
No necesitaba conocerla.
Solo necesitaba que hiciera su trabajo y no estorbara.
La gente cree que tener poder es sinĂłnimo de comodidad.
Pero no hay nada más falso.
Tener poder significa que no puedes fallar.
No puedes vacilar.
Y no puedes confiar en nadie.
Ni siquiera en ti mismo.
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Entré a mi oficina a las 9:24.
Andrea habĂa dejado la puerta entornada, lo cual me molestĂł.
Detesto las puertas a medias. O están abiertas, o están cerradas.
Como las personas.
Como los compromisos.
Como las decisiones.
Mi oficina estaba exactamente como la dejé anoche: ordenada, precisa, impersonal.
Me gusta que el espacio trabaje para mĂ, no al revĂ©s.
No tengo fotos familiares, ni plantas, ni objetos inĂştiles en el escritorio.
Solo lo necesario.
Y aĂşn asĂ, todo se ve costoso. Elegante. Intimidante.
Como yo.
O eso dicen.
Pasé frente al vidrio que separa mi oficina de la externa.
AhĂ estaba ella.
La nueva.
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PensĂ© que no me importarĂa.
PensĂ© que solo serĂa otra más.
Pero cuando la vi… algo se encendió.
No fue su rostro. Aunque era bonito.
Ni su cuerpo, aunque se notaba bajo ese blazer barato.
Fue su reacciĂłn.
Me vio y se levantĂł de golpe.
Torpe, nerviosa. GolpeĂł la rodilla con el escritorio.
Y aĂşn asĂ, no desviĂł la mirada.
Eso me detuvo.
Por un segundo.
Por menos de un segundo.
La mayorĂa baja la vista. Se encoge. Balbucea.
Ella no.
TenĂa miedo, sĂ. Lo vi en su respiraciĂłn agitada, en cĂłmo apretaba los labios.
Pero tambiĂ©n tenĂa fuego.
Ese tipo de energĂa que te da ganas de acercarte un poco más, aunque no tenga sentido.
Y eso me jodiĂł.
Porque no me gusta sentir nada que no pueda controlar.
—¿Usted es la nueva? —preguntĂ©, sabiendo que ya conocĂa la respuesta.
—SĂ, señor. Elena MarĂn. Es un placer…
No le di la mano.
No le sonreĂ.
Solo la miré. Directo.
Como se mira a un desafĂo.
—Espero que sepas lo que estás haciendo. No tengo tiempo para entrenarte. Ni para errores.
Y me fui.
TenĂa miles de cosas por resolver.
Cierres financieros. Reuniones con socios.
Un almuerzo con el vicepresidente de una empresa francesa que busca absorbernos.
Pero durante todo el dĂa, no dejĂ© de pensar en ella.
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A la hora del almuerzo, entré a mi despacho con una bandeja en mano. No como en restaurantes. No salgo con nadie del trabajo. No comparto tiempo innecesario.
La gente se confunde cuando cree que comer con alguien es un acto neutro.
Comer es Ăntimo.
Y yo no dejo que nadie entre a mis espacios Ăntimos.
—Alexander —entró Andrea sin tocar.
Esa es la única persona que puede hacerlo. Porque me conoce desde hace más de quince años.
—Dime.
—La nueva es eficiente. Rápida. OrdenĂł toda tu agenda para la prĂłxima semana. Incluso identificĂł que habĂa una reuniĂłn agendada dos veces por error.
—¿Y?
—Solo te lo digo porque… bueno. No pensĂ© que funcionarĂa tan bien.
No dije nada.
No quiero que Andrea crea que necesito saber más.
No quiero que nadie piense que estoy prestando atenciĂłn.
Pero lo estoy haciendo.
Más de lo que deberĂa.
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A las 5:32 p. m., salĂ de una reuniĂłn pesada.
Dos socios discutiendo por porcentajes de acciones. TonterĂas.
El dinero vuelve estĂşpida a la gente.
Y yo he aprendido a ver detrás de las sonrisas falsas.
Cuando entrĂ© a la oficina, la encontrĂ© otra vez ahĂ.
Elena.
Con el cabello suelto ahora.
Con las mangas de la blusa enrolladas hasta los codos.
Con los ojos fijos en la pantalla, pero el ceño ligeramente fruncido.
Concentrada.
Demasiado concentrada.
Y no me vio entrar.
La observé.
Diez segundos.
Veinte.
Treinta.
Y cuando notĂł mi presencia, alzĂł la cabeza de golpe.
—Perdón… no lo vi… —dijo, un poco apurada, bajando el volumen del computador.
—¿Qué estás revisando?
—El informe de gastos del área de innovación. Hay algo extraño en los valores del mes anterior. Una compra repetida con doble facturación. Estoy cotejando con los comprobantes.
La mayorĂa de asistentes no se mete en eso.
La mayorĂa no se arriesga a revisar informes financieros.
—¿Te lo pidieron? —pregunté, cruzando los brazos.
—No. Solo lo noté y me pareció raro. Puedo estar equivocada…
No lo estaba.
Yo sabĂa de esa irregularidad. Era una prueba para evaluar la auditorĂa interna.
Y ella lo habĂa visto.
En su primer dĂa.
Interesante.
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Me quedé en silencio unos segundos.
Su respiración se volvió más rápida.
Su mirada bajĂł, por primera vez.
Estaba nerviosa.
Pero se estaba esforzando en no parecerlo.
—Andrea tiene razón —dije al fin, sin cambiar el tono—. Eres eficiente.
Ella levantĂł la vista, sorprendida.
—Gracias, señor.
Me di media vuelta.
Iba a regresar a mi oficina.
Pero justo antes de entrar, me detuve.
No sé por qué lo hice.
Tal vez fue un impulso.
O tal vez me estoy jodiendo poco a poco.
—No trabajes más de lo necesario. —Dije sin girarme—. Nadie lo va a agradecer.
Y cerrĂ© la puerta tras de mĂ.
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Esa noche no dormĂ.
No por ella.
Eso es lo que me repito.
No por ella.
Pero la verdad es que, cuando estaba en la ducha, con el agua ardiendo sobre mi espalda, recordé su voz.
Su forma de moverse.
El detalle de cĂłmo mordĂa el lápiz mientras revisaba el informe.
Y sentĂ una punzada.
No de deseo.
No aĂşn.
Fue otra cosa.
Fue intriga.
Y eso, en mi mundo, es más peligroso que el deseo.
Porque el deseo se controla.
Pero la intriga…
te consume sin que te des cuenta.
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Al dĂa siguiente, lleguĂ© temprano.
Más temprano de lo normal.
Solo para ver si ella ya estaba.
Y ahĂ estaba.
Con café en mano.
Con una carpeta bajo el brazo.
Y con la misma expresiĂłn decidida que me desconcierta.
Y antes de entrar, me quedé mirando el reflejo en el vidrio.
Y pensé:
“Esto no es buena idea.”
Pero también pensé:
“Ya no puedo evitarlo.”