—¿Estáis seguros? —cuestionó Everard más que asombrado; el rey Alexander y la reina Emilia delante de él le miraban con una sonrisa orgullosa y unos aires de entusiasmo.
—Sabemos que conoces muy bien el camino al Oeste, hacia los Zafiro —comenzó a decir la mujer mirando de reojo a su marido y luego volvió la mitad hacia Everard con una sonrisa muy alegre—. También sabemos que que esto se debe a algo personal...
—Pensamos que quizá te pondría feliz si te pedíamos este favor —terminó de decir Alexander—. No sólo sabemos que tienes ganas de ir a reencontrarte con Margaret y Eugene, sino que además sabemos que aquello que acabas de hacer merece mucho más crédito del que parece.
—Contradecir a un cura es un tema muy serio, pero es aún más serio contradecirnos a nosotros —asintió Emilia delante del joven guardia—. Estamos agradecidos y muy orgulloso de tu lealtad al trono, y eso debe de premiarse notablemente —opinó la reina.
—Apuesto a que te pone ansioso ir al reino de los Zafiro con todo el viaje asegurado por nosotros dos.
—¡Pe-pe-pero claro que sí! ¡vaya! —chilló de alegría Everard-¡claro que me pone ansioso! Pero... no es sólo por dicha razón que iré a ver a Margaret, ¿verdad?
Alexander miró a la reina Emilia y tomó su mano como asegurándole a través de su mirada un gran «digamosle, todo está bien».
—La verdad, joven Everard, es que ambos estamos convencidos de que la presencia de un código de Hierro en el sistema no es ningún error ni casualidad —comenzó a decir Emilia—. No te sabríamos decir el por qué Margaret no nos lo ha notificado aún, y es por ello que necesitamos que alguien vaya pronto en nuestro nombre.
—No se trata de nada peligroso, aunque de todos modos como guardia un simple viaje a tu infancia no debe representar peligro alguno, ¿no es así? —le preguntó el rey y el chico asintió a modo de respuesta. Pues así es... sólo queremos que preguntes a Margaret por lo que ocurre en el sistema, sin presionar ni acusar, y vuelvas a casa.
—¿Estás dispuesto a hacer este gran favor? —cuestionó Emilia con el mentón en alto—. Yo te aseguro, muchacho, serás bien recompensado si eres astuto y nos traes respuestas —dijo, y era honesta.
Everard asintió una vez más entre emocionado y ansioso.
—Será todo un honor, majestades.
°°°
La reina Margaret amplió una pantalla holográfica frente a ella,a luz azul del sistema reflejó en su rostro, todo esto mientras Ruth observaba con curiosidad la pantalla > que estaba frente a sus narices.
—Vaya —balbuceó la jovencita de ojos oscuros-, eso sí que es impresionante —dijo—. ¿Todos los soberanos usan estas... cosas? -preguntó casi que con entusiasmo a la vez que sostenía su brazo vendado y herido.
—Sí, así es —le contestó la reina de los Zafiros mientras parecía enviar un mensaje a través de la pantalla; en cuanto se detuvo un segundo a ver la cara de Ruth la mujer notó que está se encontraba profundamente embelesada.
—Eso que haces es increíble —dijo la de cabello crespo uniendo sus manos con sus inquietos dedos—, bastante increíble...
Margaret le miró extrañada.
—¿Nunca habías visto una? —le preguntó, y fue curioso que lo hiciera en medio de una habitación que estaba iluminada con velones.
Ruth negó con la cabeza sin dejar de ver el holograma que reflectaba el educado mensaje de Margaret; destino: «>.
—Eso es extraño... ¿será que vienes de un de un pueblo intermediario? —eso en definitiva había sido una pregunta capciosa.
Ruth estuvo a punto de responder, pero Eugene le interrumpió en el momento que se apareció:
—Su majestad —llamó la atención de la reina, parecía apresurado, Everard está aquí —le informó.
—Estaba a punto de contactar con los reyes Ópalo -Margaret se sacudió el vestido y apagó la pantalla holográfica frente a ella; el joven Everard, que estaba sentado no muy lejos de ella, asintió creyéndole. Y no en vano.
—Tal y como ellos dijeron, sólo estabas esperando a estar segura de que esta joven que ha surgido de la nada realmente es lo que parece ser —comprendió Everard con exactitud, no era un tontuelo y acataba rápido lo que oía.
—De la nada... —murmuró la reina extrañada—. De verdad incluso parece que simplemente ha salido de la tierra, cubierta de ella, manchada de sangre de batalla sin haber peleado... ¿cómo demonios es posible? —se preguntó sin entender la situación.
—Tal vez si iba con los Rubíes. Escuché que ellos arrasaron con el centro de comunicaciones... ¿es cierto?
—Sí... —contestó Margaret tan dolida como al principio. Oh, como se arrepentía de aquello. ¡Se arrepentía muchísimo!
—Vi que estaba herida, su hombro —comentó Everard—; parece grave... tuvo que haber estado involucrada de alguna forma, majestad.
—Esa herida en el hombro es la herida de un flechazo.
—Ujum.
—Fue Eugene.
—Con un demonio... —se quejó el guardia de los Ópalo cubriéndose el rostro. Casi que la vergüenza era suya, pero seguido de esto, se rió—: El bueno de Eugene, ¡Ja, ja!
—Sí, ¡el bueno de Eugene! —y a Margaret se le contagió la risa sin poder evitarlo; no sería primera vez que aquél muchacho de cabello n***o cometía una locura.
Siempre había sido así, desde chico.
—Entonces... ¿la niña si es una ex-pueblerina de la anterior nación de Hierro? —preguntó Everard casi con emoción.
—Elena parece estar muy segura —dijo la soberana de los Zafiro—. No le dijimos nada a Ruth, pero Elena estuvo viendo disimuladamente la marca de su número de acceso... y según ella parece auténtica —contó—. Las pruebas son irrefutables.
—¿Ruth? —cuestionó Everard.
—Ella ha elegido ese nombre... es un tema complicado —dijo Margaret.
—¿Así de complicado?
—Así de complicado.
—¿Qué es lo que Elena piensa al respecto? —preguntó el muchacho.
—No lo demuestra, pero yo sé muy bien que está realmente feliz, de verdad lo está -respondió y Everard le sonrió—. Ella quiere llevársela al noroeste... pero aún no puedo dejarla irse. Tengo esperanzas en que en algún momento recuerde algún detalle del centro de comunicación.
—Comprendo tus intenciones —dijo el Ópalo—, pero verás, creo que deberías dejarla irse. Esto es tema de los suyos, aunque sólo quede Elena. Es responsabilidad de los Hierro. Bueno... las Hierro corrigió.
—Ezequiel me dijo algo similar —dijo la reina—. Él dijo algo como «déjala empezar de nuevo». ¿Crees que tenga una idea de que fue lo que pasó?
—No lo creo, majestad. Ezequiel es un hombre muy confiable, no se precipite —opinó el de la armadura lila.
—¡No, no, no! No le estoy acusando -comenzó a explicar Margaret-. Lo que creo es que es demasiado listo y a lo mejor tiene una idea que no comparte precisamente por la misma razón que yo no he compartido esto con el rey Alexander y la reina Emilia, porque no está seguro.
—Ah, comprendo su punto, reina Margaret.
—Al otro lado, en la otra habitación, hay un guardia de los Rubies —contó.
Everard se levantó de su silla con espanto.
—¡¿Cómo dice?!
—Eugene y otros están cuidando de las puertas y de los ventanales, vuelve a poner su arma de vuelta en su sitio, Everard —sugirió Margaret; el nombrado se exaltó y notó que sin darse cuenta había desenfundado su espada, la cual tenía un lustroso Ópalo al centro del mango.
—Lo lamento y se compuso, ordenado.
—Me ha dicho algo... alarmante que no sé si creer. Pero opino yo que ya que estás aquí, tan amablemente, debo decírtelo para que se lo comuniques a tus reyes, lo reyes de la nación de los Ópalo —comenzó a decir la mujer de cabello n***o—. Este hombre, Zacarías de hace llamar, me ha dicho que Ágata perdió la cabeza y ha desatado un desastre incluso con los más leales a su reina, todo porque quiere declarar una guerra —le contó.
—¿Una guerra contra quienes? —Everard le miraba atentamente casi sin pestañear.
—Todos —contestó Margaret—, una guerra contra todos. Ezequiel y Elena cuidarán de la niña comuniques a tus reyes, to reyes de la nación de los Ópalo —comenzó a decir la mujer de cabello n***o—. Este hombre, Zacarías de hace llamar, me ha dicho que Ágata perdió la cabeza y ha desatado un desastre incluso con los más leales a su reina, todo porque quiere declarar una guerra —le contó.
—¿Una guerra contra quienes? —Everard le miraba atentamente casi sin pestañear.
—Todos —contestó Margaret—, una guerra contra todos. Ezequiel y Elena cuidarán de la niña mientras él esté aquí, evento el cual no creo que sea tan accidental, incluso si no mintiera, sería difícil salir del reino de los Rubíes y andar ileso. Ni у un rasguño. ¿Tú qué opinas?
—Bastante imposible, tiene usted toda la razón, majestad.
—Enviaré el mensaje a el rey Alexander y la reina Emilia, pero vuelve a casa y hazle saber mejor de la situación respondiendo a sus preguntas ordenó Margaret—. Yo mantendré el orden aquí, valiente joven. No te preocupes por mí o por Eugene, que sé bien que lo haces en el fondo. Estaremos bien le tranquilizó.
Y una vez dicho eso, Everard asintió agradecido por las palabras dulces de la reina y se puso en marcha, rumbo a su hogar.
°°°
—Comenzaré a explicarte cómo son las cosas allá de donde yo vengo —dijo Elena la herrera—. Sería bueno que supieras más o menos a dónde irás o cómo es el clima por aquellos lares. Verás, allá en el Noroeste todo está cubierto de nieve y hay trozos de madera y metal por todas partes; metal gris, es decir mucho hierro —contó la mujer mientras Ruth le seguía pacientemente por los senderos del jardín real del palacio.
—¿Entonces todo es así como me lo dices? —pregunto la joven de piel oscura. ¿Este código que tengo marcado en mi brazo proviene de un lugar que ya no existe más debido a una guerra terrible? —y esta bajó la mirada bastante apenada por haber hecho una pregunta con respecto a una situación tan brusca frente alguien que parecía haber visto y atravesado todo, con horrores.
—Sí, así es contestó Elena dándole la espalda, y aunque se que dó en silencio por un momento, luego se giró en dirección a Ruth y le sonrió con madurez—. Entonces, como te iba diciendo continuó—: allá no es tundra como aquí, aquí las cosas están cubiertas de flores, solo neva algunas veces y todo parece muy fructífero, incluído el bosque que rodea la capital.
»Pero en el Noroeste es diferente, no puedo mentirte. A dónde te invito no es así; no es colorido, es blanco y con un enorme cielo gris —agregó Elena—. No trato de hacerlo parecer triste simplemente así es. Lo era incluso cuando solía ser un lugar muy, muy alegre.
—¿Y qué fue... lo que pasó? —Ruth hizo la pregunta delicada, la muy intocable pregunta para una persona afligida. Sin embargo, había que destacar que la joven de cabello crespo había hecho la dicha pregunta con muchísimo respeto.
—Mi hermana Ágata arrasó con todo.
Ruth le observó con los labios entreabiertos.
—¿Tu hermana...? —cuestionó.
Elena detuvo su paso y tomó a Ruth de los hombros, teniendo mucho cuidado con su hombro herido. Le sonrió con nostalgia y le dijo amablemente:
—Hay muchas cosas que quiero contarte sobre nuestro hogar, pero verás, no puedo hacerlo porque aquí los muros podrían tener oídos.
Eugene que sé escondía en una esquina no muy lejos, frunció el ceño, pillado y con un sentimiento sospechoso.
Seguido de esto, Margaret se puso de pie frente a todos los presentes y comenzó a hablar con voz firme y autoritaria:
—Elena, llévate a Ruth al Noroeste. Eugene, tú muchacho irás con ellas a dar apoyo e informarme —ordenó la elegante mujer de cabello n***o y zapatos con colibríes de zafiro—. Será un viaje largo, por favor id con mucho cuidado.
—¿A qué se debe esto? —preguntó Eugene con curiosidad; el guardia sabía muy bien que los planes de su reina eran otros—, ¿por qué este repentino cambio?
—Porque sí —respondió Margaret dándole un fuerte coscorrón. «¡Auch!», chilló Eugene por esto; ¡quien diría que una mujer de su edad pudiera pegar tan fuerte!
—Me gustaría saber la verdadera razón —salió a decir Elena esta vez, más está injustamente no se ganó un coscorrón, sino una respuesta.
—Porque creo que es lo mejor para ella, y sé que no sólo yo lo creo —respondió—. Es lo mejor, y punto. ¿No lo crees Ezequiel?
—Absolutamente —contestó este acomodando el medallón azul profundo que le colgaba del cuello—. Ruth podrá aprender más sobre si misma estando allá contigo. Elena. Hazme caso —y el canoso hombre guiñó el ojo.
Elena se espantó. ¿Acaso él sabía que...? ¡Ja! ¡no! No había forma de que este hombre lo supiera, aunque Margaret mucha veces había insinuando que Ezequiel era extrañamente acertivo en muchas situaciones.
—Pues está bien —opinó Eugene ajeno a los pensamientos de la herrera—; iremos al Noroeste entonces.
Una vez declarada esa decisión, Ruth tomó una bolsa de cuero desgastado y comenzó a poner dentro de ella comida para el gran viaje que le aguardaba a ella y a sus valientes acompañantes. En su partida, junto con Elena y Eugene, Margaret se despedía del grupo moviendo su mano de un alado a otro como una tradicional mujer del m*****o real. De ida, Ruth sólo podía pensar en que se iba lejos, muy lejos.
¿Eso era bueno? ¿eso era malo? No lo sabía, lo que sí sabía es que el mundo no parecía tener sentido para ella en ese momento. De hecho, no había tenido sentido en ningún momento desde que despertó.
Conocer sus raíces... ¿realmente ella había vivido en un lugar próspero con piezas de hierro? ¿habría sido una herrera capaz como la mujer a su lado? Seguramente era una don nadie con aires de grandeza antes de olvidarlo todo. Por alguna razón Ruth comenzaba a sentirse demasiado grande, demasiado importante sin saber el por qué. ¿Recuerdos? ¿intuiciones? ¿qué seguía? ¿una epifanía? Quién sabe.
Cada vez sentía más confianza de su entorno, como si su actitud cambiara repentinamente al recuerdo de ella misma siendo muy importante. Qué tontería.
—Por el amor de Dios, Eugene —la voz de Elena sacó a Ruth de su ilusión. ¿Por qué demonios traes a esa cosa contigo? ¿qué diablos?
—¿Qué? —preguntó Eugene jugando con el hurón entre sus manos; bonita bola de pelos escurridiza, parecía llevarse muy bien con cualquiera que le tomara en brazos—. ¡Ah! Por el animal... no te metas en mis asuntos, mujer.
—Infantil.
—¡Bah! ¡déjame en paz! —se quejó Eugene y Ruth no pudo evitar reírse. El joven guardia se giró en dirección a la morena y le sonrió de vuelta antes de decir—: ¡Anda, es la primera vez que ries desde que llegaste!
—Tú me trajiste —corrigió Ruth con risa. ¿Qué le pasaba? No podía parar de reír.
Tal vez no tenía nada que ver con Eugene.
Tal vez tenía que ver con ese sentimiento de crisis de identidad propia.
Porque su nombre como todos sabían, no era Ruth.
—Le está dando una crisis nerviosa —dijo Elena con una expresión neutra, como si no fuera la gran cosa. Pero Eugene todo desesperado al oír la palabra «crisis» el de la crisis fue él.
—¿Una crisis? ¿de risa? ¿es grave? ¿qué hacemos? —se apresuró a preguntar cómo un lunático. ¡Margaret me va a matar si a esta niña le pasa algo! —chilló soltando al hurón en libertad y agarrándose el cabello.
—Relájate, sólo está confundida. Hay que darle algo de espacio y paz, ¿de acuerdo? Nada de comentarios pesados y nada de peleas frente a ella —sugirió Elena.
—Os oigo, pff —rió Ruth apoyándose sobre sus propias rodillas. ¿Realmente estaba teniendo una crisis?
Era una especie de risa... pero desagradable. No quería seguir riendo realmente.
Eugene miró a la joven con mucha preocupación, más la herrera siguió el paso hacia su camino y le hizo saber que no había de qué preocuparse.
—Andando, estará bien.
Ruth caminó a un lado del corcel de Eugene y a su otro lado, estaba la yegua de Elena, que se llamaba Flecha. Los tres habían comenzado con la caminata, en el fondo sentían que no tenían demasiada prisa. Después de todo, la llegada de Ruth no tenía una hora estricta, ya que no había nadie esperándolos en las ruinas de la ex-nación de Hierro. ¿No es así?
Durante su camino a través de un sendero de tierra, Ruth de repente se había convertido en una preguntona. «¿Por qué las cosas son así? ¿por qué las cosas son asá?», un montón de dudas sobre temas básicos sobre la historia de las naciones, los cristales, los soberanos y los conflictos.
—Es que no lo entiendo... ¿por qué alguien vendería su trono a cambio de un chivo? ¿acaso ese rey estaba loco? —continuó la muchacha—; ¿es que acaso no había mejores opciones?
—No —respondió Eugene con una mueca de fastidio, seco y cortante—. No, no y ¡no! ¡ya deja de hablar tanto! ¿qué diablos?
—¡Cierra la boca, tiene dudas, hay que aclararselas! —contradijo Elena con el celo fruncido y su pequeña nariz arrugada; siempre tan rabiosa.
—¿Qué es eso? —otra pregunta más de parte de Ruth.
El pelinegro respiró profundo, se tranquilizó y con toda la paciencia del mundo le preguntó de vuelta:
—¿Qué cosa, dulce Fabiola? —y cambió su nombre, estaba hecho de pura odiosidad este hombre.
—E-eso de allá —señaló la joven morena con voz temblorosa y ojos bien espantados; Eugene se puso alerta y miró a donde esta lo hacía buscando qué cosa.
Elena entreabrió sus labios confundida. Delante del camino había una gran carreta atrasada por quién sabe qué.
—Oh no... —balbuceó la herrera sin saber si acercarse al escenario o si perder la valentía y dar un paso atrás.
—Eso no se ve como un accidente común. Ni siquiera hay gente ahí... —susurró Eugene para sí mismo.
Los tres presentes en aquél camino rodeado por el frondoso bosque de los Zafiro caminaron lentamente al sitio del accidente... por desgracia (o tal vez por suerte) no había nadie ahí. Sólo ellos y la carreta destrozada en medio del camino.
—Oh no... —balbuceó la herrera sin saber si acercarse al escenario o si perder la valentía y dar un paso atrás.
—Eso no se ve como un accidente común. Ni siquiera hay gente ahí... —susurró Eugene para sí mismo.
Los tres presentes en aquél camino rodeado por el frondoso bosque de los Zafiro caminaron lentamente al sitio del accidente... por desgracia (o tal vez por suerte) no había nadie ahí. Sólo ellos y la carreta destrozada en medio del camino. Qué extraño era aquello.
—¡Alto! —gritó una mujer sobre una pequeña colina no muy a lo lejos. Estaba llevaba un perchero de bronce u su ropa era de un verde muy oscuro. Su cabello corto y n***o se movió en cuanto está saltó de la colina hacia adelante y les dijo—: ¡apartense! ¡estamos esperando a la capitana!
—¡No, tú alto! —vociferó Eugene a la defensiva, ¡identificate! ¡número de acceso! —exigió y Ruth a su lado sufrió un déjà vu—. ¡Eres tú quien debe esperar a las autoridades, este es territorio de los Zafiro! ¡y desde aquí puedo notar que tú no eres una de nosotros!
La tensión aumentó.
El cuerpo de Ruth se paralizó al estar en medio de aquella situación. Eugene estaba listo para sacar su espada mientras que aquella mujer desconocida con pendientes de cristal verde tomaba la misma posición que el pelinegro. Una riña complicada y nadie parecía tener la ventaja. Horrendo.
—¡Identificate! —exigió el guardia real en el nombre de su reino.
—¡Usted identifíquese, lunático! —gritó la mujer que no parecía querer cooperar con ningunos de los que tenía frente a ella.
—¡Sabes cuál es la ley! —le advirtió Eugene manteniendo a Ruth trás él mientras Elena se mantenía alerta a un lado del muchacho-¡si no te identificas no sólo le estaría faltando el respeto a toda la nación de los Zafiro, sino a todas las naciones que han respetado la ley de identificación por años! ¿realmente quiere hacer algo así? —cuestionó en su dirección.
La mujer amenazante pronto cambió su expresión a una más lógica y pensativa; aunque odiara admitirlo, el hombre que le hablaba tenía razón y le estaba advirtiendo de un problema muy serio que podría costarle la vida de llegar a los oídos de los reyes Ópalo.
—E, nueve, seis, dos —respondió la mujer queriendo salvarse el pellejo. «E-962»—. Estábamos de paso, pero uno de nuestros compañeros enloqueció y comenzó a destruir el carruaje.
La mujer respiró profundo y terminó diciendo:
—Este compañero dijo que estaba del lado de Ágata, la reina de los Rubíes, y que también había Zafiros de su lado.
Ruth rodeó la carreta destruida con una gran curiosidad. No se hacía la idea de cómo algo tan catastrófico podría haber sido hecho por un hombre traicionero y desquiciado. Casi que parecía que estaba rota a la mitad, pero aquella mujer Esmeralda había explicado que el guardia traidor era muy hábil con la espada y que este se había tomado su tiempo en dar tanto espadazos como le fueran posibles, amenazando a sus compañeros con sufrir el mismo destino si no se apartaban y le daban espacio para hacerlo.
La joven se escabulló al centro de la carreta mientras Eugene y Elena hablaban con la extraña que parecía de buena fe; dentro se la.carreta había equipaje desordenado y una botellas rotas, por lo que tuvo cuidado de no cortarse las rodillas con los vidrios que habían en ella. De la nada, Ruth vio este inusual objeto brillante (que casi que parpadeaba llamando su atención) y se encontraba en medio de el escondite bajo uno de los asientos, como un cajón para objetos valiosos que no debían perderse durante el viaje.
Ruth tomó la pequeña piedra verde entre sus manos y se escandalizó cuando esta parpadeó más rápido entre sus dedos, los cuales aún seguían en procedo de sanarse de los cortes que se había hecho en la cueva. De este cristal salió la imagen holográfica de una fotografía de su rostro, una pantalla holográfica similar a la que la reina Margaret solía expandir frente a ella mensajes de suma importancia.
—¡Eugene! —chilló Ruth espantada, tan asustada que al intentar salir apresurada del carruaje de golpeó la cabeza y soltó la esmeralda que había tomado por accidente— ¡Ah!
El muchacho escuchando el llamado de auxilio se sobresaltó y corrió velozmente en dirección a Ruth. ¡Qué horror! ¿qué le había pasado? Y que llega, llega casi más pálido de lo que ya era en sí, y nota que la niña está sentada en medio de la carreta, castigada por la curiosidad que le había picado y que está simplemente se sostenía la cabeza, porque se había golpeado.
Molesto, Eugene alza una ceja y se cruza de brazos soltando una regañina.
—¡¿Quieres matarme de un infarto?! —le preguntó el pelinegro, y Ruth entre apenada y aún alerta, negó frenética.
—¡No! ¡es que...! —comenzó a vociferar, pero justo en ese momento la pantalla volvió a ampliarse.
La situación se explicó sola en ese momento, puesto que delante de ambos el holograma mostró una foto de Ruth, con su número de acceso, y un mensaje de búsqueda de parte de un tercero.
Eugene le hizo una señal de silencio a la morena, esto mientras Elena seguís conversando cona extraña de antes.
Debían ser discretos. Algo muy malo estaba sucediendo.
Eugene salió lentamente de la carreta y extendió su mano en dirección a Ruth, ayudándola amablemente a salir de ahí sin volver a golpearse la cabeza. ¿Por qué razón aquellas personas (si es que de verdad esa mujer Esmeralda venía acompañada) estarían buscando a la joven de cabello crespo? Así lo mostraba el mensaje de la pantalla holográfica que Eugene se había encargado de ocultar de nuevo, guardando la esmeralda defectuosa en uno de los bolsillos de su bolso de cuero, junto con el hurón que parecía ser demasiado obediente como para salirse de ahí.
La muchacha sintió miedo. ¿Para qué la buscaban exactamente? ¿sería obra de esa mujer malvada de la que todos hablaban, la reina de los Rubies? La despiadada mujer que buscó acabar con toda la nación de Hierro... y que logró conseguirlo con harta furia.
¿Se había enterado de que ella estaba ahí, en el reino de los Zafiro? ¿la estaría buscando para asegurarse de que su fechoría si estuviera completa? ¿buscaba matarle o deshacerse de ella?
¿Por eso estaba en la cueva?
Ruth no podía parar de darle vueltas y aún más vueltas al asunto; mientras caminaba fuera de la carreta no pudo evitar mantener la cabeza baja, como si quisiera ocultarse de la extraña extranjera. Sus manos vendadas estaban frías de los nervios y esto lo notó el guardia real que la sostenía, porque, ¿qué tal si esa mujer decidía llevársela lejos directo a su muerte? ¡no podía dejarse llevar!
—Entonces, señorita, ¿su compañero ha salido corriendo en qué dirección exactamente? —preguntó Eugene manteniendo a Ruth cerca suyo sin soltarle de la mano—. Apreciaríamos muchísimo su colaboración para encontrarle y averiguar qué quiso decir conque hay Zafiros del lado de la reina Ágata —disimuló el pelinegro y luego continuó—: tal vez nos diga algo útil, porque eso es un interés común en nosotros, ¿no? —cuestionó en su dirección.
—Por supuesto —contestó la mujer Esmeralda—. Yo soy Louise, y soy la mano derecha de la representante de los arqueros reales de la nación de Esmeralda, quien se llama Rebeca —explicó señalando hacia donde se había ido aquél soldado traidor en busca del resto de las ratas del reino—. Lamento las molestias y mis gritos, deben entender la situación y el estrés que me causó todo este embrollo —dijo con honestidad.
—Comprendemos perfectamente, tú y tus compañeros de confianza no tenéis de que preocuparos —soltó Elena con amabilidad; ¡pues claro! Cómo no iba a ser cálida, si es que ella no tenía idea de lo que Ruth había encontrado y visto.
—Vaya... una persona con un número de acceso que lleva a la identidad de Hierro —murmuró la mujer de verde frente a la herrera, que no se percataba—. Debió ser muy duro...
—Lo fue.
—Elena, Ruth y yo volveremos al palacio —dijo Eugene con voz firme, interrumpiendo el tema de la guerra; la nombrada le miró confundida, pero pronto tomó el mensaje...
La extranjera a su lado no era tan dulce como parecía.
—Oh, claro, claro —aceptó Elena tensándose al instante-. Al palacio entonces...
—¿Al palacio? —cuestionó la arquera Esmeralda, ¿es que acaso no venís de allí? Parecía que iban en dirección a la frontera con. Noroeste... ¿o que no? —insistió sonriente.
Ruth tragó saliva y guardó silencio.