James decidió ir de nuevo a la biblioteca, tenía un sentimiento de vacío en el corazón, se encontraba en una encrucijada entre el enojo, la tristeza, la indignación y la desolación que le causaba la actual situación. Enojo, por lo obstinado que era el Marqués de Wrightwood, estaba casi convencido de que el hombre creía que se debía hacer lo que él quisiera y cuando él lo quisiera, debido a su posición como marqués, un puesto por encima de los condes del reino; tristeza, por la vida que ha tenido Cassandra y los acontecimientos alrededor de su matrimonio que no estaba nada bien, ella merecía una vida mejor; indignación, porque aun a esas alturas no podía creer que Edward lo hubiera provocado hasta tal grado que terminaron enzarzados en una pelea, sentía un aberrante estremecimiento cada que recordaba que se había dejado arrastrar en una actividad poco caballeresca, porque no estaban peleando por el honor de Cassandra, no, el marqués estaba dolido y sencillamente quería descargar su ira de alguna manera y allí estuvo él, para complacerlo; Desolación, ya que no sabía qué sería de Cassandra, el asunto estaba lejos de ser solucionado y la preocupación por la dama le jugaba en contra.
Él sería capaz de llevársela lejos, de salvarla si así ella lo quería. James era un caballero, por encima de eso, le tenía cariño, y no lo pensaría dos veces si eso implicaba proteger a su amiga de las garras de su mal nacido esposo. Al parecer los matrimonios jóvenes no solían encaminarse en agradables direcciones, todo lo contrario, la inmadurez de los involucrados sólo traía malas consecuencias que pesarían en sus pensamientos por el resto de sus miserables vidas, él era el vivo ejemplo, pero no podía detenerse a pensar en Penélope, ella no era el personaje principal en esa ocasión. Con suerte, el esposo de Cassandra fallecería joven, pero eso no era probable, ya que pudo comprobar su buen estado de salud mientras era apaleado sin piedad. No obstante, estaba contento con su desempeño, para ser alguien que evitaba los problemas a toda costa, se mantenía en buena forma, así que agradeció en voz baja a todos sus hermanos y las peleas que mantuvieron desde la niñez hasta la adolescencia.
¿Y por qué no amparar a Cassandra? Podría llegar a un acuerdo con el marqués, él volvería a casarse y no los vería de nuevo en su vida. No era necesario que Cassandra pisara de nuevo Londres bajo ningún motivo.
El meollo de la cuestión sería si realmente Cassandra aceptaría su propuesta, muy indecente cabe destacar, perdería sus derechos como dama y como Marquesa de Wrightwood, sería mal vista ante los ojos de la crema y la nata de la alta sociedad, si no se decía que había muerto todos la tomarían como una descarada, fresca y descocada, tal vez su familia no la aceptaría y no podría llevar su apellido con orgullo, sin mencionar la exclusión a la que los Hughes serían sometidos. Por otro lado, James añadiría algo más a su lista de situaciones escandalosas, sería el malo de la historia, una vez más, y no podría volver a pisar la capital ni visitar a su familia, de igual forma mancharía el buen nombre de la familia Graham y de los antiguos Condes de Blakewells.
¿Valía la pena?
Estaba creando un mundo de posibilidades en su cabeza sin necesidad, ni siquiera le había preguntado a la dama en cuestión si verdaderamente quería ser rescatada.
Sólo había una forma de averiguarlo.
Vistió un traje sencillo y botas de montar, no tenía ayuda de cámara, puesto que en el campo no tenía la necesidad de vestir elegantemente para asistir a ninguna velada, y él mismo podía vestir sus ropas de diario, ni siquiera usaba el anillo Blakewells (una joya dorada con el emblema del condado y brillantes piedras azules) desde que se fue a vivir a ese pueblo, no se precisaba, y tras arreglarse fue en busca de la Marquesa de Wrightwood, para salir de dudas y saber a ciencia cierta, hacia dónde los llevarían sus decisiones. James no estaba muy seguro de lo que había pensado horas atrás, no quería ser el tercero en discordia y era consciente del revuelo que eso acarrearía, pero estaba dispuesto a hacer la propuesta, pues Cassandra merecía una vida plena y llena de felicidad. Si bien la vida en el exilio podría ser turbia, tal vez conseguirían la dicha en mutua compañía.
Aunque ¿Quién era él como para prometer tal cosa? ¿Una vida llena de felicidad? Tal vez era más plausible proponer una vida tranquila, con paz y armonía. Pues de los dos años que había pasado en compañía de Cassandra no recordaba haber discutido con la dama más allá de los usuales menesteres, conversaban y se trataban con respecto, ambos oían las ideas y propuestas del otro, no se hablaban de mala gana ni aunque estuvieran atravesando por un mal día, era una cordialidad llena de sencillez y franqueza.
Su carruaje había sufrido un accidente y debían reemplazar una de las ruedas. La tarde estaba soleada, el clima era agradable, sus lesiones ya no dolían demasiado y tuvo el ánimo de irse caminando en dirección a Campbell Manor. Las hojas de los árboles se movían suavemente haciendo un ruido vivaz, como consecuencia de la tenue brisa que refrescaba el ambiente, el sonido se mezclaba con el cantar de las aves y mientras caminaba bajo la sombra cerró los ojos un momento, respiró profundamente y exhaló con un gran suspiro, sentía algún tipo de nostalgia y el sendero le hacía recordar su vida de casado, su matrimonio con Penélope, Lady Blakewells, ella le había enseñado que la vida había que vivirla, sin pensar mucho en las consecuencias, a James le hacía gracia la personalidad de su esposa, puesto que su físico daba la impresión errónea de lo que ella realmente llevaba dentro, él la describía como un «alma libre».
Negó con la cabeza efusivamente en repetidas ocasiones y abrió los ojos, le dio un pequeño escalofrío que le recorrió la espalda, aún seguía aprendiendo a no pensar tanto en ella, una cosa era recordarla y otra muy diferente torturarse con su memoria, ya no debía hacer lo segundo, no se lo podía permitir. Y por supuesto que siempre la recordaría, pues, su principal tarea era que John supiera de su madre, quién había sido y los valores que ella quería inculcarle a su hijo, a quien esperaba con ansias.
Para cuando llegó a la puerta de la mansión lo recibió el joven mayordomo y le dio la fulminante noticia de que los Marqueses de Wrightwood habían partido hace no más de una hora.
‒ ¿A dónde? ¿Por qué? ‒ preguntó atónito. Era claro que sus señores no debían dar explicaciones, pero la pregunta le brotó de los labios sin pensar mucho en ello.
‒ No lo sé, milord, pero todo esto es muy extraño si me permite decirlo ‒ respondió el joven estupefacto.
‒ ¡Es una locura! ‒ chilló una joven sirvienta entrando en el vestíbulo ‒. Ese hombre no dejó que acompañara a mi señora ‒ se quejó, tenía las manos a los lados en jarra, apoyando los puños cerrados sobre las caderas a cada lado.
‒ ¿Por qué no? ‒ preguntó curioso, algo no andaba bien.
‒ Soy su doncella, pero el marqués mandó a llamar a otra muchacha para tomar mi lugar, una de sus sirvientas, por supuesto. ¡Y están de camino a Londres! Yo debería estar de camino a la capital ‒ resopló audiblemente.
Los sirvientes de Cassandra eran jóvenes y tendían a olvidar cómo comportarse frente a personas de la clase alta, James ya los conocía y lo dejaba pasar, pero si el Marqués se había dado cuenta de aquello era clara la razón por la cual había tomado la decisión de no llevar a ninguno de ellos a la capital.
‒ No permitió que la marquesa tomara a ninguno de sus propios sirvientes ‒ añadió el mayordomo.
‒ No sé lo que trama su señoría pero no parece nada bueno ‒ continuó la doncella ‒. Mi señora quiso ir a hacerle una visita a usted antes de partir pero el marqués, muy iracundo, no se lo permitió. Supongo que quería despedirse.
‒ Es cierto, milord, su señoría quería partir cuanto antes y sin demora alguna ‒ estuvo de acuerdo el mayordomo.
‒ Ya veo, bien, muchas gracias por la información ‒ exclamó, porque ¿qué más podría decir?
‒ ¿Irá en su búsqueda, verdad? ‒ preguntó la doncella uniendo ambas manos a la altura de la barbilla.
‒ ¿Disculpe? ‒ exclamó algo desorientado, y no entendió muy bien a lo que la muchacha se refería.
‒ ¡Debe salvar a mi señora! ‒ dijo exaltada con una mirada lastimera.
‒ Me temo que eso no me compete ‒ mencionó por el simple hecho de decir algo.
El conde medio inclinó la cabeza para despedirse, no quería estar más allí, se sentía intranquilo y decidió regresar a casa antes de que comenzara el atardecer. Sin Cassandra allí no había razón para ahondar más en el asunto. Estaba algo preocupado y la curiosidad lo carcomía.
¿Qué harían en Londres cuando la sociedad tenía años sin ver a Cassandra? No parecía la mejor manera de volver a la capital y los términos en los que se encontraban los marqueses eran aún más misteriosos.
¿Realmente le correspondía ir a buscarla? ¿Cassandra se encontraba en peligro y debía salvarla?
¡No sabía en qué concentrarse! Sus pensamientos se arremolinaban uno tras el otro y se movían rápidamente dentro de su mente, tanto así que, un pequeño dolor de cabeza comenzó a punzarle en las sienes, se las frotó con ambas manos. Ya estaba entrando a su morada cuando el mayordomo, que tenía años trabajando allí y vino incluido con la mansión, le ofreció la carta que llevaba en la bandeja de plata.
‒ Ha llegado correspondencia urgente para usted, milord, desde Londres ‒ anunció.
‒ Gracias, Jeffrey ‒ tomó la carta y se encaminó a su despacho, pero seguía frotando una de sus sienes ‒. Ah, y dile a la señora Jeffrey que me prepare uno de sus famosos tónicos para los dolores de cabeza ‒ agregó levantando la mano que sostenía la misiva ‒, el que mejor sabor tenga, lo agradecería un montón.
‒ Así será, Lord Blakewells ‒ el mayordomo se fue en busca de su esposa, quien era la cocinera y él se fue a su refugio dentro del despacho.
La estancia era diferente a las habituales habitaciones masculinas, que tendían a ser oscuras y rústicas, esta era todo lo contrario. Las paredes eran de un amarillo pálido, mientras que las columnas estaban pintadas de un blanco perlado que hacia resaltar los decorados en dorado, las cortinas marfil iban desde el techo hasta el suelo, cubriendo las ventanas que tenían vista al jardín trasero, la madera del juego de muebles era beige y los cojines estaban tapizados con un estampado floral muy sutil en colores tierra, el escritorio era de pino barnizado en un tono caramelo, el lugar poseía una licorera y también, una pequeña librería donde tenía archivados los libros de cuentas de las propiedades que llevaba como Conde de Blakewells, pues aunque ya no se consideraba parte activa de la alta sociedad debía continuar cumpliendo con sus deberes, con el propósito de que John heredera propiedades en óptimas condiciones y estuviera lo más alejado posible de ser un lord en quiebra.
Nada les aterraba más a los «Lores B» que esa posibilidad, pues el padre de Marcus lo había dejado en un escenario bastante deplorable, hundido en deudas hasta la coronilla, una situación a la que ninguno quería llegar, además, su madre se los advertía desde que empezaban la escuela, debido a eso las finanzas de todos estaban en manos de Benedict hasta el momento de que cada uno fuera lo suficientemente responsable para hacerse cargo de sus propiedades y negocios. Hasta el momento sólo cuatro de ellos eran los afortunados: Benedict, Vizconde Biraynolds; Marcus, Marqués de Blackwood; James, Conde de Blakewells; y, recientemente se había unido al grupo, Sebastian, Duque de Baskerville.