Sacrificio por un bien ajeno

1647 Words
A veces, la felicidad que uno disfruta no es propia, se debe a alguien más. Cuando ese es el caso, sólo es cuestión de tiempo para que vengan a cobrar aquella inadvertida deuda… Es un día como otro en la casa Martínez, pronto volverán los tres hijos de la familia de la escuela y también el padre. Por ello, Estela, la reina del hogar, siempre trabajando sin descansar, prepara ya la mesa para su amada familia. Pone tanta diligencia ubicando las servilletas, los cubiertos, etc. que pareciera acomodar a conciencia cada día de su vida. Aunque cuando era más joven, Estela no tenía planeado hacerse madre tan rápido como cumpliera los diecinueve años, no. Originalmente tenía el modesto sueño de ser la químico farmacéutico que diese con la vacuna contra el cáncer. No obstante, en la vida siempre hay deslices, y Estela se encontró con el suyo a las puertas de la universidad: drogada por sus ilusiones, pisó una cáscara de plátano, lo que, a su vez, propició que fuera a dar a los brazos de su actual esposo, Jaime Martínez. Cabe acotar que Jaime es un genio, por lo que, pese a que es un año menor que Estela, iba a ser uno de sus catedráticos en la facultad de medicina. Estela, por su parte, era una brillante estudiante, pero el intelecto de ambos no bastó para contener la pasión que se desató entre ellos apenas se conocieron. Aunque, al menos, tuvieron la sensatez de terminar su relación académica a los dos meses de conocerse, antes de que se notase el embarazo de la alumna. Y así fue como Estela, aun contra la voluntad de sus padres, se casó con su ex catedrático. La estudiante dejó su noble misión de erradicar el cáncer a cambio de una empresa no menos encomiable, criar a sus hijos para hacer de ellos personas de bien, que sirvan a sus prójimos. En fin, luego de la breve recapitulación, dan las siete de la noche y automáticamente arriban los tres grandes proyectos de los Martínez. Los muchachos registran su entrada con un beso en la mejilla de su madre. —Hola, mamá —saluda el mayor, de diecisiete años. Parece como si a Luis, el primogénito, le hubieran colocado cada uno de los rasgos faciales de su madre, cabello castaño, ojos claros, nariz y barbilla fina. A decir verdad, el chico resultó bastante apuesto. —¿Qué hay de cenar? —investiga pronto el segundo, de catorce años. Lucas es el rechoncho de la pandilla y aunque se parece mucho a Jaime, su padre, nadie se explica cómo entre la familia de mazorcas apareció aquella sandía. —Lávate las manos antes de pensar en cenar —recuerda Estela con una sonrisa que ya anticipaba las palabras de su voraz descendiente. —¡Mamá! —abraza el más cariñoso de los tres, de doce agostos. —Jorgito —Estela llena de afecto las mejillas del último de su camada. Seguidamente, se apersona el más viejo de sus chicos, Jaime, quien parece haber olvidado toda efusividad en el trabajo. El tipo, ahora encargado de un laboratorio, no saluda. Va directo a su recámara a quitarse la ropa de trabajo junto con el estrés. Los hijos parecen no darse cuenta de que un extraño ha venido en lugar de papá, pero Estela sí lo nota. Aun así, la paciente mujer no se inquieta, pues comprende los múltiples compromisos que carga su marido. Ya habrá tiempo para arreglar aquellos pendientes luego, pues cuenta con el margen de sus impecables atenciones a su esposo. Tras servir la comida para los chicos, la hacendosa señora se dirige a su taciturno marido… «Por lo que veo, nunca faltan los berrinches en esta casa…». Entonces se encuentra con que el señor químico está inmerso en una ducha. —Cariño, los niños ya se encuentran cenando. Vamos a acompañarlos —sabiamente, le recuerda que es el único momento del día en el que toda la familia se reúne y comparte. Estela, aunque pretende diligencia, en realidad, está ciega y sorda para darse cuenta de la obscura bandada de reproches en contra suya que revolotea a su lado como caóticos murciélagos. —Enseguida voy —contesta Jaime bajo sus cataratas. —De acuerdo —la esposa opta por no enredarse en los cambiantes ánimos de su cónyuge y regresa al comedor a atender a sus príncipes. Pobre Estela; se ha desentendido de que… «Ni siquiera se asomó a verme. Creo que ya no cuento como hombre ante sus ojos. De no ser porque la que sí me ama me lo hubiera pedido, yo no volvería más a esta casa…». Suspira Jaime más fastidio que culpa. ~ Media hora después. —Mami, ¿papá no vendrá? —Jorgito se preocupa—. Es que ayer me prometió que hoy jugaríamos fútbol luego de comer. Pese a lo que había dicho, Jaime aún no se digna a presentarse en el comedor. Lo que hace que Estela se compunja por Jorgito, el único que se ha quedado después de la cena, mientras que sus hermanos ya se alistan para dormir. —No te apures, mi cielo. Tu padre ha de estar muy ocupado ahora, pero si mañana no juega contigo yo tomaré su lugar —se compromete Estela. —¿Y tú sabes jugar? —desconfía el pequeño. Entonces la señora se echa a reír con ironía. —Desde luego que sé. De hecho, si no fuera por mí tu papá ni siquiera conocería el balón —presume la dama, recordando también su atlética adolescencia. —¿De verdad? —se emociona Jorgito—. ¡Ya verás como te venceré! —Eso está por verse. Por lo pronto, ve a dormir que un buen futbolista necesita mucho reposo —despide a su hijo con un beso. En definitiva, pocas son las mamás como Estela, las cuales saben resolver cada detalle de la vida de sus niños. Sin más, recoge la mesa, lava los platos, deja preparados los uniformes escolares junto con la ropa del marido para el día de mañana. También verifica contar con lo necesario para el desayuno. Aunque al final, ya que no ha cenado por esperar al ingrato de Jaime, el hambre la obliga a hacer una pausa en las penumbras de la ahora dormitada cocina. Mientras come una manzana verde, se pregunta cómo encarar el último pendiente del día, su ausente marido… «¿Qué tendrá que no quiso cenar?». Finalmente, cuelga el mandil junto a su título de ama de casa, para convertirse en una soñadora más que va hacia su lecho. Así que sube las escaleras rumbo a su alcoba con pasos tan pesados como su cansancio. Supone que Jaime ya duerme, por lo que abre la puerta cuidadosamente, mas es sorprendida por la música suave que emana de la recámara y el seductor aroma de las velas ardiendo en pasión. —¿Querido? —sondea en voz baja. —¿Desde cuándo nos acostamos sin acostarnos? Hoy quiero dormir contigo sin dormir —propone Jaime, mientras le ofrece una copa. Estela acepta la copa llena de un último intento y se sienta al borde de la cama. —¿Así que por esto me dejaste plantada en la cena? —observa su alrededor lleno de pétalos de rosa—. Tengo que admitir que me has sorprendido, ya que, a decir verdad, no eres un sujeto muy romántico que se diga. Entonces se bebe el vino como si fuera nada y sin esperar respuesta de su amante se tumba en la cama, con el desinterés de un cadáver respecto a lo que los gusanos han de hacer de él. Jaime no se ha dado cuenta del agotamiento de su mujer ni se ha percatado que ahora hace de buitre picoteando los pies de un “muerto”. —Me había olvidado de la suavidad de tus plantas —confiesa él entre amorosos besos. Y a su vez, sus oídos preguntan por los gemidos que ella le presentó la primera vez que se entregaron. Mas en cambio, cual indeseable figura paterna que aparece en lugar de su hija ante la serenata del pretendiente, toscos ronquidos responden. Tal contestación cercena la inspiración del necesitado Jaime. La madre de sus hijos ha dejado huérfana su pasión. —¿Y se supone que tú eres mi mujer? —se relame los bigotes con fastidio. No le queda más que tomar su lugar en el nido del olvido, en donde la que lo ha rechazado aun le da la espalda para, a su vez, echar pierna sobre el reposo. Aun así, el mendigo se conforma con las migajas y encuentra excitante hacerle el amor a su esposa sin tocarla… No obstante, desde los intestinos de Estela sopla una cruel y apestosa burla, como diciendo «Qué patético, un tigre hambriento incapaz de comerse la oveja que tiene a su alcance», lo cual termina sofocando toda pasión en su defraudado marido. Antes de acostarse, Estela ha dejado todo listo para mañana, pero, otra vez, olvidó que ella es una mujer y su esposo un hombre. Entonces Jaime se hastía de ser como aquellos árboles que se queman a sí mismos con tal de no morir de frío Pese a su genio, el químico fracasa por enésima vez al querer dar con la fórmula para que el amor de su esposa vuelva a hacer ignición. Lo próximo es que Jaime se pone de pie, toma su teléfono y acude a cierto contacto registrado con una cruz… —¿Bueno? … Hice lo que me dijiste: le recé versos al oído y besos a sus pies; pero ¿sabes con qué me respondió? Con melodiosos ronquidos y una perfumada flatulencia. Estoy harto… Necesito verte ahora. «No hablaré de eso ahora que estoy en el convento…». La llamada es descontinuada desde el otro lado. ***
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