—Odorv, sé que estás ahí… sé que me estás escuchando—
Inhalé profundo y me alejé. Mis pasos pesados se amortiguaban en la alfombra, pero eran lo suficientemente fuertes para avisarle que me iba.
—¡No te alejes! ¡No te vayas! No puedes… ¡no puedes hacer esto! ¡Maldita sea! Quiero…—
Dejé el resto de sus palabras atrás cuando doblé la esquina que conducía afuera. Doriav estaba junto al coche, apoyado en la puerta, con una máscara de indiferencia pegada al rostro. La brisa agitaba sus oscuros mechones y arqueó una ceja mientras bajaba las escaleras.
—¿Difícil? —.
—Más bien duro—.
—Ella lo entenderá después—.
Sobresaltado, lo miré con el ceño fruncido. —¿Qué entenderá? —.
—Que la encerraste porque realmente te importa—.
Lo ignoré. Era extraño; escuchar esas palabras de Doriav resultaba
