NO SE PUEDEN EVITAR LOS ACERCAMIENTOS

2422 Words
Al llegar a la mansión, Lucien salió del auto sin perder tiempo. Primero fue al asiento trasero y con delicadeza sacó a Ángel de su sillita de bebé. Luego rodeó el vehículo para abrir la puerta donde estaba sentada Elise. —Vamos, es tarde —dijo él. Ella no se movió de inmediato. Se quedó observándolo en silencio, conmovida por la ternura con la que sostenía a su hijo. Qué afortunado era Phillippe de tener un padre como Lucien. —Señor, sinceramente no entiendo qué hago aquí en este momento. Me siento muy incómoda con usted —murmuró Elise. —Mire, Elise —respondió Lucien, con la voz endureciéndose—. Usted trabaja en mi casa y es la persona encargada de cuidar a mi hijo. Si no fuera así, seguramente estaría con su amiga, esa mala influencia, bailando con desconocidos, mientras su hijo queda desatendido entre extraños… Su enojo se hacía evidente, tanto en su tono como en sus gestos. —Aurore no es una mala influencia —replicó Elise con dificultad—. Solo me estaba ayudando con Ángel, eso es todo. Bajó del auto tambaleándose. El mundo le daba vueltas. Necesitaba recostarse, aunque fuera un momento. —Señor, permítame ayudarle con Ángel —dijo, haciendo un esfuerzo por mantener el equilibrio. —No se preocupe, ahora me encargo yo de los niños —dijo Lucien con firmeza, pero sin dureza—. Usted dúchese y acuéstese a descansar. Si quiere comer algo, avíseme y le diré a Greis que le prepare algo. Es mejor tener el estómago lleno para evitar el malestar. Elise sonrió mientras lo seguía por el pasillo. Qué bien se veía Lucien así: seguro, protector, con ese porte de padre y esposo ejemplar. Ahora entendía por qué era considerado el viudo más codiciado de la ciudad. Lucien abrió la puerta de la mansión. Por suerte era sábado, y sus hermanos no estaban en casa. Greis ya había acostado a Phillippe, así que solo ellos dos seguían despiertos. —Señor, ya ha hecho demasiado por mí. Me iré al cuarto de servicio que está libre —dijo Elise, algo incómoda. —No, quédese en la habitación de invitados, la que está al lado de la mía —respondió él sin mirarla. —No hace falta, de verdad… En ese momento, Ángel comenzó a llorar. Lucien lo tomó con cuidado en brazos, sacó un biberón de la pañalera y se dirigió a la cocina. Elise lo siguió en silencio, atónita. En menos de diez minutos, él ya tenía el tetero listo, moviéndose con la soltura de alguien que lo había hecho mil veces. Ella lo observaba, incrédula. —Gracias, señor Lucien… pero de verdad no es necesario todo esto. Estoy bien. Un poco mareada, sí, pero no estoy ebria. Puedo cuidar a mi hijo perfectamente. —¿Y qué tiene de malo que yo lo haga? —preguntó él con calma. —Es que… no es su responsabilidad. Me da vergüenza que esté haciendo todo esto por mí —murmuró ella, sonrojada, bajando la mirada. —Elise… está bien, no se preocupe. Vamos a acostar a Ángel. Que duerma con usted esta noche. Luego, dúchese y descanse un poco. La suavidad en su voz la desconcertó. Era Lucien Rochefort, su jefe, el hombre estricto, reservado… y guapo. Y sin embargo, en ese momento la trataba con una ternura que la hacía sentir cuidada, como si ella le importara… como si, por un instante, no fueran solo empleada y patrón, sino algo más. —Señor, yo… —ella lo mira, ruborizada. Él sostiene a Ángel con un brazo y, con el otro, le extiende la mano a Elise para ayudarla a subir las escaleras con él. En la mente de Lucien, se cruzan destellos de un pasado que creía sepultado: recuerdos de hacer exactamente eso con su esposa, tomándola de la mano, guiándola. Aquella simple acción ahora le removía sentimientos dormidos: ternura, pero también una pasión que no había sentido en mucho tiempo. Elise, aún sorprendida, se deja llevar. Agradece en silencio ese gesto que, sin saberlo él, le alivia el alma. Ella también estaba atravesando un duelo, aunque distinto. No eran dolores comparables, pero ambos compartían una misma sombra: la de la pérdida. Al llegar a la habitación, Lucien la observa con una mirada distinta. Acuesta a Ángel en la cama con delicadeza, sin apartar los ojos de Elise. Ella siente el peso de esa mirada; no es invasiva, pero la envuelve. El silencio entre los dos no es incómodo, pero a Elise le inquieta. Desea que alguien diga algo, que ese momento suspendido termine de romperse. —Señor, creo que voy a darme una ducha —dice, con un hilo de voz. Necesitaba estar sola. Sentía el estómago revuelto, y no sabía si era por los nervios de la situación o por los efectos del ponche que había tomado horas atrás. —Sí, claro, Elise. Discúlpeme… No sé qué me pasó. Los dejo solos. Si mañana desea marcharse, lo entenderé, pero si quiere quedarse a desayunar, también será bienvenida —Lucien hablaba, pero de pronto se detuvo. El rostro de Elise se tornó completamente pálido. Sus mejillas se inflamaron y comenzó a llevarse las manos al rostro, haciendo gestos de incomodidad, como si el malestar estuviera a punto de superarla por completo. —Elise… ¿está bien? —preguntó Lucien, acercándose con rapidez, preocupado. —¡Señor! ¡Bluagh! ¡Quiero vomitar…! —Elise apenas logra advertirlo cuando unas intensas náuseas la doblegan. Lucien se queda paralizado, sin saber cómo reaccionar, y en el instante en que ella intenta correr al baño, ya es demasiado tarde. Un torrente de vómito brota de su boca, cayendo directamente sobre el pantalón de su traje y sus impecables zapatos. —¡ELISE! —exclama Lucien, sobresaltado—. ¡Mierda! Mujer, ¿pero qué te pasa? ¿Estás bien? Elise se queda congelada, incapaz de articular palabra. Su rostro, que un segundo antes estaba lívido, ahora se tiñe de un rojo encendido, mezcla de vergüenza y desconcierto. —Discúlpeme, señor… No pude evitarlo. Por favor, perdóneme —balbucea, completamente abrumada. Sin saber dónde meterse, corre al baño en busca de unas toallas. En su desconcierto, regresa junto a él y, sin pensarlo demasiado, comienza a limpiarlo con torpes movimientos. Lucien no se mueve, la deja hacer. Pero el simple roce de sus manos contra su ropa empapada lo descoloca. No era el momento, pero no podía evitarlo: ¿cuántos años habían pasado desde que una mujer lo había tocado, aunque fuera así, en medio de una situación tan absurda? —Elise, ya está bien, tranquila. Ya mismo lo resolvemos —dice con voz firme pero calmada, mientras la toma suavemente del brazo, deteniéndola. —Señor, de verdad… no quise hacerlo… Me siento tan avergonzada… yo… —ella tiembla, apretando la toalla entre los dedos, sin poder sostenerle la mirada. —Voy a darme una ducha. Haz lo mismo, por favor. Y si no es molestia… —su tono se vuelve más sereno—. Necesito que limpies la habitación. Greis seguramente ya está dormida, y no sería justo ponerle ese trabajo a esta hora. Elise asiente en silencio, deseando poder desaparecer. No sabía si era la vergüenza o el cansancio lo que le oprimía el pecho, pero en ese momento, más que nunca, necesitaba un respiro. —Sí, claro que sí, señor —respondió Elise apresurada, aunque no tenía la menor idea de hacia dónde ir. Sus movimientos eran erráticos, y los nervios la hacían tropezar con su propia sombra. Lucien la observaba desde la puerta, esbozando una leve sonrisa. A pesar del caos, había algo encantador en su torpeza; le parecía dulce, espontánea… y terriblemente hermosa. —Vamos —dijo él con suavidad—. Busquemos juntos algo para limpiar este desastre. Ambos bajaron por las escaleras hacia la zona de servicio. Lucien la ayudó a reunir lo necesario: toallas, desinfectante, un balde con agua caliente. En menos de quince minutos, entre los dos lograron dejar la habitación en orden. Hablaron poco, casi nada, pero el silencio no fue incómodo. Incluso después de la vergüenza que acababa de vivir, Elise comenzó a sentirse más cómoda, más ligera… como si algo entre ellos hubiese cambiado. —Bueno —dijo Lucien al terminar—. Ahora sí, necesitamos una ducha urgente —y la miró directamente a los ojos. —Sí… este… yo… —Elise tartamudeó, todavía nerviosa, sin saber cómo reaccionar. —¿Y si nos bañamos juntos? —soltó Lucien de pronto, sin filtro. Apenas terminó de decirlo, se dio cuenta de lo que había hecho. Su corazón dio un vuelco. —¿Qué? No le escuché bien —dijo Elise, aunque en realidad lo había oído perfectamente. —Que si nos bañamos juntos —repitió, con una mezcla de osadía y arrepentimiento. ¿¡Qué demonios estoy haciendo!?, pensó, mientras un calor subía por su cuello. —¿Señor… usted bebió alcohol? Ambos compartían una conexión sutil, llena de miradas y silencios, como si quisieran decir más pero el momento les impidiera hacerlo. Lo que había entre ellos parecía casi imposible. —¿Vamos a la piscina? —propuso Lucien, con un brillo en los ojos. —No tengo traje de baño, y además ya es de noche —respondió Elise, tratando de razonar. —Pero hace un momento dijo que sí —replicó él con una sonrisa—. Mañana es domingo, los niños duermen. Si quiere, le traigo un traje de baño de mi esposa, tal vez le quede bien. Solo será una hora y luego descansamos. Además —señaló un monitor— podemos vigilar a Ángel desde aquí. Elise sonrió, divertida. —Qué cosas tienen ustedes los ricos, siempre con todo bajo control. Lucien rió suavemente. —No es control, es previsión. ¿Entonces, piscina? Ella dudó un instante y finalmente asintió, con una sonrisa que no pudo ocultar. —Piscina. —No todo, Elise —respondió Lucien con una sonrisa—. Solo el cuidado de mi hijo… y ahora también del tuyo. En pocos minutos ya estaban en la piscina. La mansión de Lucien era impresionante, y aquella piscina interior parecía sacada de una película. Completamente climatizada, con una decoración cálida que más invitaba a una cita romántica que a un simple chapuzón. —Señor, no conocía esta parte de la casa —dijo Elise, admirada. —Es uno de mis lugares favoritos, y también de Phillippe —contestó él—. Hace tiempo que no la usamos, pero siempre la mantenemos impecable. Elise llevaba una bata sobre el traje de baño; Lucien no la había visto antes, pero con un gesto sutil ella se la quitó, revelando un bikini de dos piezas. Él no pudo evitar mirarla. Cualquiera diría que hacía poco había tenido un bebé, y menos aún que no se había sometido a cirugía alguna. Sus senos, un poco más llenos por la maternidad, lucían perfectos, y aunque su abdomen mostraba algunas estrías, no perdía ni un ápice de belleza. Lo que más llamó la atención de Lucien fue ese tono de piel blanco, suave y sin imperfecciones. Él tampoco desentonaba. Su cuerpo tonificado y sus músculos marcados contrastaban con la piel clara de Elise. Sus gruesos muslos y nalgas firmes hicieron que ella perdiera momentáneamente la compostura. —Este… ¿puedo entrar? —rompió Elise el silencio, saliendo de su trance. —Claro que sí —respondió Elise, y al mismo tiempo, ambos se lanzaron al agua. Se encontraron justo en el centro de la piscina, sus cuerpos rozándose con una naturalidad inesperada. Jugaron entre risas y salpicaduras, como si se conocieran desde siempre. El agua suavizaba cada movimiento, haciendo que los contactos fueran cada vez más frecuentes. Aunque Elise ignoraba qué traería el futuro, por ahora solo disfrutaba el momento. —¿Ya te sientes mejor? —Lucien se colocó frente a ella, con el agua deslizándose por sus rostros, apenas separados por unos centímetros. —Sí, señor, mucho mejor —respondió ella, sus ojos brillando con una mezcla de gratitud y algo más profundo. Lucien comenzó a acercar lentamente su rostro al de Elise. Ella sintió una explosión de emociones en el estómago, y aunque los nervios la desbordaban, cerró los ojos, consciente de lo que podría venir. Pero entonces una voz áspera y burlona rompió el instante. —¿Y qué tenemos aquí? —ironizó Olivier mientras aplaudía con sarcasmo—. Mi hermanito perfecto, con la niñera. Lucien apretó los labios, sin responder, clavando en él una mirada fría y desafiante. —¿Qué haces aquí? —preguntó con voz firme. Elise quedó paralizada, el recuerdo del enfrentamiento con Olivier volvió de golpe. Al ver su ojo morado, supo que lo peor aún estaba por venir. Sin embargo, Lucien parecía ajeno, sin hacer alusión alguna al incidente. —Aquí vivo, hermanito —respondió ella, cubriéndose con los brazos la parte del cuerpo que el agua no ocultaba. —Elise, si quieres, sube al cuarto —le dijo Lucien con suavidad, sin importar la presencia de su hermano—. Yo me encargo. Hablaremos mañana. Ella salió de la piscina apresuradamente, tomando la bata para cubrirse. Los ojos de Olivier no dejaban de seguirla, cargados de un deseo oscuro y nada amigable. —¡Lucien! —llamó Olivier con voz burlona—. Hermano, la niñera está para comérsela, no puedo negarlo. Pero dime, ¿en serio piensas mezclarte con esa ramera? Lucien lo interrumpió, firme y serio. —Ten cuidado con lo que dices. Y no, claro que no. No es lo que crees, no todos somos como tú. Olivier soltó una carcajada llena de desprecio. —¿Me tomas por idiota, Lucien? Pero bueno, te entiendo. Esa mujer está para chuparse los dedos. Solo te advierto algo: si ella me da la oportunidad, te juro que seré yo quien la conquiste. Así que no te duermas, hermanito. Con esas palabras, Olivier salió del área de la piscina, dejando a Lucien solo, maldiciendo en silencio. La incomodidad que sentía tras ese momento con Elise lo descolocaba por completo. Por un lado, ella era la niñera de su hijo; por otro, parecía que, sin darse cuenta, intentaba rescatar el amor perdido con su esposa fallecida. Esa noche no pasó nada más. Cada uno se refugió en su cuarto, pensando el uno en el otro. Confundidos, cansados y, sobre todo, llenos de sentimientos. A Elise le gustaba Lucien, pero él aún no sabía qué sentía realmente.
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