INQUEBRANTABLE

1976 Words
—Señorita Elise, debe permanecer hospitalizada hasta que sus heridas cicatricen por completo. No podemos darle de alta sin una recuperación adecuada —insistió el médico con seriedad. —No, doctor. Me voy por voluntad propia. Mi hijo será trasladado a un hogar de paso y no puedo permitirlo. Se lo ruego, firme mi salida. Haré lo que sea necesario, pero necesito irme con él. —Es una decisión muy peligrosa. Sus quemaduras son de segundo grado, y su estado requiere atención médica constante. No puedo autorizar algo así —respondió él, preocupado. —Doctor, por favor… si no me deja salir, Ángel se irá con desconocidos. No podría vivir con esa culpa. Le prometo que regresaré los días que sean necesarios para las curaciones. —Lo lamento, Elise. No puedo asumir esa responsabilidad. Con su permiso —dijo finalmente, dándose la vuelta y dejándola sola con la desesperación. Elise llevaba ya una semana internada. Las heridas complicaron su recuperación y requerían más tiempo en el hospital. Sin embargo, Ángel ya estaba listo para ser dado de alta. Al no tener a nadie más que se hiciera cargo de él, las autoridades consideraban enviarlo a un hogar de paso. Elise sabía que no podía permitirlo. Sin el alta médica, no tenía forma legal de mantener a su hijo consigo, así que, sin más opción, tomó una decisión drástica. Esperó con paciencia el cambio de turno del personal, preparó discretamente una pequeña maleta con sus pertenencias, y con un profundo dolor en el cuerpo, pero aún más en el alma, se escabulló del hospital. Sus brazos, aún adoloridos por las quemaduras, no le permitían sostener completamente a Ángel, pero el amor fue más fuerte que cualquier limitación. Con los pocos dólares que aún tenía en su cuenta, alquiló un modesto apartamento en el centro de la ciudad, lejos de todo lo que conocía. Dispuesta a empezar desde cero, enfrentó su nueva realidad: la imagen reflejada en el espejo ya no era la misma. Su piel, marcada por cicatrices que cubrían gran parte de sus brazos y pecho, le generaba vergüenza y un profundo pesar. La depresión la envolvía poco a poco. Jamás imaginó verse en una situación tan vulnerable, tan sola. Y aunque dos hombres le habían ofrecido su apoyo incondicional, Elise no podía aceptarlo. Sentía que hacerlo sería rendirse… y no estaba lista para ceder. Así transcurrían los días. Elise lloraba casi a diario, no solo por el dolor punzante que le provocaban las quemaduras, sino también por la angustia de ver cómo el dinero se esfumaba poco a poco. Una vez más, como si fuera un ciclo repetido en su vida, las necesidades comenzaban a golpear la puerta. Sin otra salida, sabía que debía volver a trabajar, aun en una ciudad tan inmensa como indiferente, donde ser madre soltera cerraba más puertas de las que abría. —Bueno, mi amor… llegó el momento. Mamá tiene que volver a trabajar, o no tendremos qué comer —le dijo a Ángel con una sonrisa temblorosa, mientras acariciaba la mejilla de su bebé. Aunque él aún era muy pequeño, su risa era el bálsamo que le daba fuerzas para continuar. Era su motor, su consuelo, su todo. Con manos temblorosas, Elise vendó sus brazos con cuidado y se colocó una gorra que le ocultara parcialmente el rostro. Lo hacía para cubrir las cicatrices que le recordaban cada día lo que había vivido. Desde aquel incendio en el supermercado, su mundo había dado un giro completo: su cuerpo ya no era el mismo, pero también su alma estaba transformándose. Debía demostrarse a sí misma que era capaz de salir adelante, sin importar cuán dura se volviera la vida. Sin dudarlo más, regresó al semáforo donde solía vender flores. Allí, como una ráfaga de su pasado, se encontró con su vieja amiga Aurore. Al verla, Aurore corrió hacia ella y la abrazó con fuerza. —¡Dios mío! ¿Qué haces aquí, muchacha? ¿Qué te ha pasado? —exclamó, conmovida al ver el estado de Elise. Su voz se quebró y los ojos se le llenaron de lágrimas. La imagen de su amiga, tan cambiada, casi irreconocible, le desgarró el alma. —Hola, Aurore… no me mires así. ¿Por qué lloras? —preguntó Elise con una media sonrisa, tratando de restarle peso a su dolor, aunque por dentro sentía cómo se le rompía el corazón. —Llegué a pensar que habías encontrado un mejor futuro que el mío… que habías tomado una buena decisión quedándote en la casa de ese hombre rico, o al menos con el empleo en el supermercado. ¡Dios mío, Elise! ¿Qué fue lo que te pasó? —preguntó Aurore con una mezcla de sorpresa y dolor. —Es una historia larga —respondió Elise con un suspiro—. Pero lo cierto es que ya no hay hombre rico, ni supermercado, ni promesas de estabilidad. Solo quedo yo… una mujer nueva, llena de cicatrices, y sin nadie que pague por lo que me hicieron. —No me lo digas… ¡no puede ser! ¿Eras tú? ¿Tú eras la mujer que rescataron viva del incendio del super? ¡Elise, eras tú! ¿Cómo no me di cuenta? ¡Pudimos ayudarte! ¡Soy una mala amiga! —No digas eso, Aurore. Fue un accidente… aunque sí, fue provocado. Pero ya sabes cómo es esto: para gente como yo, la justicia rara vez llega. Solo me queda aceptar lo que pasó y seguir sanando. Las heridas aún están frescas, pero debo seguir trabajando. —Este lugar no es para ti, y mucho menos para Ángel. Tenemos que hacer algo, no puedes seguir así. Me parte el alma verte en esta situación… —Ya, Aurore… voy a estar bien, solo que hoy me duelen más las heridas. Pero dime, ¿sabes si hay cupos en el jardín comunitario? Me gustaría inscribir a Ángel allí. Este no es un ambiente para él. —No estoy segura si hay espacio, pero hablaré con la encargada. Haré lo posible. —Gracias, Aurore. Por suerte, en apenas dos días, Ángel fue admitido en un centro comunitario que ofrecía cuidado gratuito a hijos de madres sin recursos. Aquello fue un gran alivio para Elise, pero su propio estado de salud se deterioraba. Las quemaduras requerían atención médica constante, antibióticos y cremas que no podía costear. El dolor aumentaba con los días, y cada mañana se le hacía más difícil salir de la cama. Una mañana particularmente dura, Elise dejó a su hijo en el jardín mientras temblaba de fiebre. Aun así, se dirigió a su puesto de venta con la esperanza de que un par de pastillas calmarían el malestar. —Elise, amiga… hoy estás demasiado inflamada. Creo que deberías ir a urgencias —le dijo Aurore con preocupación al verla llegar. —No te preocupes, Aurore. Es normal por las heridas, ya tomé algo para el dolor y la fiebre. Estoy bien… puedo con esto. —No, no puedo quedarme tranquila… además, esta mañana vino alguien preguntando por ti. —¿Por mí? ¿Quién? —El señor Rochefort. Le dije que estabas trabajando y que pronto llegarías. Así que no debe tardar en volver. —¿Por qué le dijiste eso? —preguntó Elise con incomodidad. —Porque se nota que realmente le importas, sea cual sea su motivo. Deberías al menos escucharlo, darle la oportunidad de ayudarte —respondió Aurore con sinceridad. —No lo creo. Me echó de su casa cuando más necesitaba que confiara en mí… y permitió que su hermano me hiciera daño. —¡Elise! Eso ya quedó atrás. Tienes que soltar el pasado, comenzar desde cero. Dale la oportunidad de explicarse, de decirte qué quiere ahora. —No lo sé, Aurore… de verdad no lo sé. Cada vez que pienso en lo que viví por su culpa, siento que el corazón se me rompe en pedazos. No puedo olvidarlo así de fácil. —Pues no vas a tener más tiempo para pensarlo, porque… mira, ya llegó. Elise sintió cómo el corazón se le detenía por un segundo al verlo descender del auto. Lucien Rochefort seguía siendo impactante. Impecablemente vestido, con el cabello perfectamente arreglado y ese aroma inconfundible que parecía llenar todo a su paso, solo hacía que ella se sintiera aún más consciente de su apariencia actual. Se sintió pequeña, vulnerable. Lucien la miró y sintió un nudo atorarse en su garganta. Elise estaba más delgada, con la piel visiblemente dañada por las quemaduras, y con una tristeza en los ojos que no recordaba haber visto jamás. —¡Elise! Te he buscado durante mucho tiempo —dijo él, acercándose con cautela mientras Aurore se alejaba para dejarlos solos. —Señor Lucien… ¿qué hace usted aquí? —Vine a buscarte. Quiero saber cómo estás, cómo está Ángel… cómo están enfrentando todo esto. Elise, lo siento de verdad. Nunca imaginé que las secuelas del incendio serían tan graves. —¿Y por qué se lamenta? ¿Acaso usted tuvo algo que ver con lo que pasó? Si sabe algo… dígamelo, por favor. Necesito saber quién fue capaz de destrozar mi vida de esa manera. —No, no lo sé… pero te juro que estoy moviendo todo lo que está en mis manos para descubrir quién fue el desgraciado que te hizo esto. Y mientras tanto, quiero estar aquí para ti, ayudarte en lo que necesites. No soporto verte así. —No tiene por qué verme, señor Lucien… —murmuró Elise con voz quebrada—. Esta es la persona en la que me he convertido. Tal vez me vea como un monstruo… mi piel está marcada, herida. Aunque mi rostro se salvó, mi cuerpo no. Perdí la belleza que alguna vez tuve. Estoy cubierta de cicatrices… y quien me hizo esto sigue libre, caminando por ahí, riéndose de mí. Sus palabras brotaban cargadas de dolor y rabia, emociones que normalmente no albergaba en su corazón, pero que ahora la invadían por completo. —Elise… —Lucien se acercó con suavidad, con el impulso de abrazarla, de demostrarle que no estaba sola. Pero antes de poder hacer algo, Elise, débil y con fiebre por la infección en sus heridas, se desplomó en sus brazos. Un par de horas después… —¿Dónde estoy? —preguntó Elise con un hilo de voz, confundida, mientras las luces del techo le nublaban la vista. —Tranquila… estás en el hospital —respondió Lucien, sentado a su lado, tomándole la mano con cuidado. Pero Elise se soltó con brusquedad. —¿Qué hospital? ¡No! Tengo que ir por Ángel al jardín, por favor, déjenme salir. —Elise, cálmate. Aurore está con él, se quedará cuidándolo mientras tú estás aquí. Por favor, descansa. Tienes una infección grave… —No puedo enfermarme, Lucien. Tengo que trabajar, necesito alimentar a mi hijo. —Ahora lo más importante es que te quedes aquí —dijo él, con tono firme pero sereno—. Tu brazo izquierdo está muy comprometido por las quemaduras. Si no recibes el tratamiento necesario… podrías perderlo. Y eso, Elise, no es una opción. Al escuchar esas palabras, el mundo de Elise pareció derrumbarse por completo. Las lágrimas amenazaron con salir, un grito se le atragantó en la garganta. No podía creer que la vida le siguiera arrebatando tanto. —No me diga eso… por favor… necesito ver a mi hijo —susurró, casi suplicando. —Elise, escúchame. Ahora más que nunca necesitas ser fuerte. Yo estoy aquí contigo. Te lo juro… no permitiré que vuelvas a pasar por esto sola, ni que nadie te vuelva a lastimar. Lucien hablaba desde lo más profundo de su alma. Su voz temblaba por la intensidad de sus sentimientos. Sin embargo, había algo que aún no sabía… algo que pronto llegaría y pondría todo su mundo de cabeza.
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