Estaba terminando de responder un par de correos cuando sentí una presencia detrás de mí. No tuve que girar para saber quién era. El perfume era inconfundible, demasiado caro para no reconocerlo, demasiado cargado para un martes cualquiera.
—Buenos días, Moreau— la voz de Nathaniel Brooks sonaba como siempre: educada, encantadora, y con ese tono de juego que no terminaba de disimular.
Levanté la vista con una sonrisa cordial, aunque forzada.
—Buenos días, señor Brooks.—
—Nathaniel, por favor— dijo mientras se apoyaba de lado en mi escritorio, sin preocuparse por el espacio personal
—No estamos en una junta formal, ¿o sí?—
Me limité a mirarlo sin responder a esa provocación. Él lo notó, claro. Porque sonrió.
—¿Mucho trabajo?—
—Como siempre. La señorita Brooks tiene una agenda apreta
