Permanezco inmóvil como una estatua, frío, desorientado, completamente paralizado mientras ella continúa firmemente abrazada a mí, estrechándome con intensidad, aplicando tal presión sobre mi torso que mis pulmones luchan por capturar el aire.
La calidez de su cuerpo contra el mío despierta sensaciones que hace tiempo no sentía.
—Bex, me estás asfixiando —consigo articular, sintiendo cómo cada célula de mi cuerpo reacciona involuntariamente a su cercanía, a ese aroma familiar que tantas veces había intentado olvidar.
—Oh, lo siento —se disculpa con una voz suave y melodiosa, mientras afloja ligeramente su agarre, pero manteniéndose cerca.
No se aparta, solo reacomoda su rostro, deslizando su nariz por mi cuello en un movimiento íntimo, provocando una descarga eléctrica que recorre mi abdomen hasta alcanzar rincones que no deben despertar.
El elevador comienza a moverse con un suave tirón mecánico, rompiendo el hechizo que nos envuelve, pero ella persiste aferrada a mí, como una perezosa que se abraza a la seguridad de su árbol.
Sus manos se entrelazan firmemente en mi espalda, creando un lazo que me resulta pleno y asfixiante, en partes iguales.
Inhalo profundamente, luchando por controlar la avalancha de sensaciones y el calor abrasador que su abrazo despierta en mi interior, intentando mantener la compostura, buscando recuperar el control sobre mis emociones desbocadas.
Con voz neutra, logro articular.
—Bex, ya está funcionando —observo cómo su agarre se afloja, como si mis palabras hubieran roto un encantamiento invisible, y comienza a distanciarse.
Sus mejillas adoptan un delicado tono rosado que me transporta a tiempos más inocentes, cuando el rubor en su rostro era frecuente y yo me deleitaba provocándolo.
Me mira con vergüenza, aparentemente recién consciente de que ha permanecido abrazándome durante segundos o quizás minutos que se han estirado como horas en mi percepción.
—Disculpará, señor presidente, por mi atrevimiento, le prometo que no volverá a suceder.
La puerta del ascensor se desliza silenciosamente.
Ella da un paso hacia la atrás, se gira para irse, pero algo instintivo dentro de mí se rebela; en un movimiento impulsivo, después de años de autocontrol, mi mano se cierra alrededor de su cintura, apegándola de espaldas nuevamente a mi cuerpo.
Un gemido suave y casi imperceptible escapa de sus labios, mezclando sorpresa.
—¿Crees que puedes tocarme e irte como si nada? —susurro junto a su oído, permitiendo que mi aliento acaricie la sensible piel de su cuello.
Cuando gira su rostro en mi dirección, nuestros ojos se encuentran en una colisión. Me pierdo en su mirada, en esos ojos que tantas veces me observaron con adoración.
—¿Qué… más quiere que haga, señor presidente? ¿Qué me vuelva a disculpar por tocarlo? ¿O me reportará por eso? —su voz está cargada de un sarcasmo, me devuelve abruptamente a la realidad de nuestra situación.
Ruedo los ojos con frustración y la suelto con un leve empujón que pretende ser indiferente, pero que traiciona mi turbación interior.
A continuación, arreglo mi traje y salgo con paso firme del ascensor, pronunciando.
—No vuelvas a tomarme como tu ancla de salvavidas, porque no lo soy.
Siento intensamente su mirada clavada en mi espalda mientras avanzo, una sensación casi física que me quema, pero me obligo a no detenerme, a no girar para constatar el efecto de mis palabras en su expresión.
Continúo caminando con determinación hasta alcanzar la entrada principal del edificio, donde encuentro a mi madre, cuya presencia me desconcierta.
—¿Qué haces aquí? —pregunto, mientras miro hacia atrás, comprobando que Bex ya no se encuentra en la puerta del ascensor.
Supongo con cierta amargura que probablemente se ha dirigido a almorzar con su hija.
—Vine a traerte algo de comer —responde mi madre con esa sonrisa cálida.
—Te dije que iría.
—Pues ayer dijiste lo mismo, y no apareciste en ningún momento.
—Ahora sí iba a ir.
—Bueno, francamente no te creí, así que tomé la iniciativa de traerte la comida, y aprovechar la ocasión para visitar a Brisa —concluye con una sonrisa que despierta mi curiosidad.
—¿Brisa? ¿Cuál Brisa? —Mi madre amplía su sonrisa.
—¿No conoces aún a Brisa? Te la presentare —ofrece.
—No madre, no estoy en disposición de conocer a nadie —respondo, intentando cortar de raíz cualquier intento de emboscarme en alguna situación sentimental con alguien.
—Te aseguro que te va a encantar —declara con convicción mientras se engancha de mi brazo y comienza a dirigirme hacia el pasillo que conduce a la guardería de la cervecería.
—¿Qué propósito tiene que vayamos allí? —inquiero con sospecha mientras ella continúa avanzando, ignorando mi resistencia pasiva.
Una intuición me golpea la mente: Brisa debe ser la hija de Bexley, y es a ella a quien mi madre pretende presentarme.
Mi madre siempre mantuvo una relación cercana y cordial con Bex, incluso cuando nuestra amistad se desmoronaba. No me sorprendería en descubrir que durante todos estos años de mi ausencia, ellas hubieran continuado manteniendo contacto, y que mi progenitora hubiera desarrollado un vínculo afectivo con la pequeña hija de Bexley. Esa niña nacida de una relación que destrozó mis ilusiones.
Ya posicionados bajo el umbral, me detengo abruptamente y mi madre me suelta, para recibir con los brazos abiertos a una pequeña que, al divisarla desde la distancia, se separa de Bexley para correr hacia mi madre.
—¡Abuela Lana! —exclama la pequeña mientras se lanza a los brazos de mi madre, quien la recibe de la misma forma.
Esta escena confirma que no es la primera vez que mi progenitora visita este lugar.
—Abuela Lana, te he extrañado muchísimo —declara la chiquilla mientras se aferra al cuello de mi madre con adorable devoción.
¿Abuela? La palabra resuena en mi mente. ¿Por qué esta niña llama “abuela” a mi madre?
Levanto la mirada y la conecto con la de Bex, quien me sostiene la mirada con una intensidad inquietante, obligándome a ser yo quien rompa ese contacto visual.
—¿Por qué no habías venido a visitarme últimamente, abuela? —pregunta la niña.
—Me he sentido un poco indispuesta, y por ello no he podido venir a verte, pequeña —responde con dulzura, mientras la niña desvía momentáneamente su atención hacia mí, examinándome con curiosidad.
—¿Quién es este señor tan serio? Lo vi ayer aquí, y hoy aparece contigo —pregunta directamente, provocando una sonrisa involuntaria en mi rostro.
Mi madre, con una sonrisa que no augura nada procede a presentarme.
—Él es mi hijo, Camilo. ¿Recuerdas todas esas historias que te he contado sobre él? —pregunta con complicidad.
—¡Sí, lo recuerdo! Y también recuerdo que Bex tiene muchísimas fotografías suyas.
Mi corazón se impacta. ¿Ella guarda fotografías mías? Aparto la mirada de la niña para posarla sobre Bex, quien desvía la suya apenas nuestros ojos hacen contacto.
—Abuela Lana, tu hijo es realmente muy guapo —declara la niña. Su halago provoca que un ligero rubor tiña mis mejillas, pero apenas logro esbozar una media sonrisa en respuesta.
—Agradezco tu cumplido, pequeña —respondo con formalidad excesiva que hace sonreír a mi madre.
—Abuela Lana, ¿por qué no vamos donde mi hermana? Tu hijo es su amigo también podría venir a comer con nosotras —lo que dice la pequeña me obliga a mirar a mi madre con expresión de confusión, mientras ella asiente sonriendo a la pequeña.
—Sí, cariño, vamos donde tú hermana —toma la mano de la pequeña y se aleja tranquilamente, dejándome paralizado, sumido en un estado de confusión absoluta que nubla mis pensamientos.
¿Hermana de esta niña? ¿Cómo es posible que tenga una hermana si Bex estaba embarazada? Yo la vi saliendo del hospital aquella tarde, y vi el registro del médico.
Ella estaba embarazada de ese individuo, precisamente esa revelación fue la que provocó que su padre sufriera aquel infarto cuando, cegado por los celos y el resentimiento, le comuniqué que su adorada hija, la que me estaba ofreciendo como esposa, estaba esperando un hijo de otro hombre y que, yo no me casaría jamás con ella.