**ADRIANA**
Desde aquel día, Tomás ya no me mira igual. Lo sé. Lo siento.
No necesito decirme nada más. Bastó con esa mirada —esa mezcla de sorpresa y culpa— para entender que lo que había salido de mis labios nunca debió haber cruzado el límite de mi corazón. Pero ya era tarde. Las palabras, una vez pronunciadas, tienen vida propia. Y las mías, cargadas de una verdad incómoda y torpe, lo empujaron lejos de mí.
Ahora, cuando camino por el pasillo y escucho sus pasos acercándose, él gira. Cambia de dirección, finge una llamada o se detiene a revisar algo en su teléfono como si el mundo entero lo reclamara en ese instante. Y yo… yo solo bajo la mirada, finjo que tampoco lo vi, que no me duele, que no estoy rota.
Pero estoy rota.
No porque me haya rechazado, sino porque lo perdí. No como amor imposible, sino como hermano, como refugio, como presencia constante. Antes me buscaba con los ojos, con sonrisas silenciosas, con palabras sin importancia que me hacían sentir menos sola. Ahora soy un fantasma en nuestra casa, un murmullo que incomoda. Y duele… más de lo que pensé que dolería.
Sé que está mal. Sé que el amor que siento no tiene lugar en esta familia, ni en los códigos de lo que se espera de nosotros. Pero ¿cómo se le ordena al corazón que olvide lo que lo hizo latir con más fuerza por primera vez?
Yo no elegí sentir esto. No busqué este torbellino que me arrastra cada vez que lo veo en el jardín, concentrado en sus planos, con el sol, tocándole la piel como si lo bendijera. No quise enamorarme de su risa, ni de su forma de preocuparse por mí cuando estaba enferma, ni de cómo pronunciaba mi nombre cuando estaba molesto pero aún dulce.
Y, sin embargo, aquí estoy. Mirándolo de lejos. Recibiendo silencios como respuesta. Pagando el precio por atreverme a sentir lo que no debía.
A veces me pregunto si algún día volverá a hablarme como antes, aunque sea solo para decirme que todo está bien, que no me odia. Pero sé que incluso si lo hace, ya no será lo mismo. La grieta está ahí. Y fui yo quien la abrió.
Lo extraño. Lo extraño tanto que hasta respirar se siente como una traición. Sigo caminando sin rumbo por el pasillo de la secundaria, arrastrando los pies como si pesaran toneladas, con la mirada perdida en un punto inexistente. Todo me parece borroso. El murmullo de los estudiantes a mi alrededor no me alcanza… hasta que una voz familiar rompe el letargo.
—¡Oye, amiga! ¿Qué te pasa? Caminas como un zombi.
Parpadeó. Tardo un segundo en procesar de dónde viene la voz. Me detengo.
—¿Maya? No te vi…
—Te vengo gritando desde que saliste del aula. Literalmente. Casi te atropello.
—¿En serio? ¡Lo siento!
—No me mienta, Adri. ¿Qué te atormenta?
—Nada. Estoy bien, de verdad. Solo que se acercan los exámenes finales y… bueno, no he comenzado a estudiar.
Maya me mira de reojo, con esa expresión que usa cuando no le convence ni una palabra de lo que digo. Cruza los brazos y se planta frente a mí, impidiéndome avanzar.
—Te conozco desde hace años. Los exámenes nunca te han bajado los ánimos ni te convierten en zombi emocional. ¿No confías en mí?
Sus palabras me atraviesan como una verdad que no quiero admitir. Bajo la mirada. Jugué con el borde de la manga de mi suéter. Siento cómo las emociones se me amontonan en la garganta, peleando por salir.
—No es que no confíe… solo que… es complicado.
—Si no me lo cuentas, voy a dejar de ser tú best friend y le hablaré a otra para reemplazarme.
La miro con horror fingido. —¡No te atreverías!
—Oh, sí que lo haría. Ya la imagino: «a otra, ven, cuéntame tus secretos de maquillaje y tus estrategias para destruir vidas ajenas» —dice con tono burlón, agitando una mano como si fuera una diva.
No puedo evitar sonreír un poco. Maya siempre sabe cómo romper mis muros.
—Está bien… pero si le cuentas a alguien más, te sacaré la lengua cada vez que te vea. Incluso en tu boda.
—¡Uy, qué miedo! Ya veo al sacerdote preguntando si alguien se opone y tú sacándome la lengua desde la banca de atrás.
Ambas reímos suavemente. El silencio que sigue es breve, pero se siente diferente. Más cálido. Más seguro.
Suspiro. Me detengo. Y por fin, digo lo que no había tenido el valor de pronunciar.
—Es Tomás.
—¿Tu hermano? ¿Qué hizo? ¿Te peleaste con él?
—No. No me peleé. Yo… le dije lo que siento.
—¿Qué sientes?
—Lo que no debería sentir por él. Amor. Deseo. Todo eso es lo que está mal y que no puedo apagar aunque lo intente.
—Adriana… —susurra Maya, tomándome suavemente del brazo. Sus ojos no tienen juicio, solo preocupación—. ¿Y él?
—Me evita. Desde entonces me esquiva como si tuviera una enfermedad contagiosa. Ni siquiera me mira. Cambia de dirección si me ve venir. Y yo… lo extraño tanto que a veces me cuesta respirar.
Maya me abraza sin decir nada. Solo eso. Y en ese momento, ese abrazo se siente como el único lugar en que siento paz.
Al llegar a casa, me recibe el olor familiar a jazmines frescos que mi madre siempre coloca en el jarrón azul de la entrada. Es una costumbre suya, una de esas pequeñas cosas que dan la ilusión de que todo está en orden. De que el hogar sigue siendo ese lugar cálido e inmutable donde nada duele.
Su voz resuena desde el comedor, alegre, casi cantarina.
—¡Adri, cariño! Justo a tiempo para la cena —dice con entusiasmo—. ¡Tenemos sorpresa!
Su sonrisa debería alegrarme. Debería. Pero no lo hace. Porque al girar apenas la cabeza, mis ojos se tropiezan con lo que no quería ver. Dos maletas. Grandes, pesadas, perfectamente alineadas junto al sofá, como soldados listos para marchar. Y de pronto, todo se vuelve más silencioso, más denso.
Mi corazón da un brinco seco en el pecho. Lo siento contra mis costillas, como si buscara escapar de una verdad que ya sabía. Él se va. Mis piernas avanzan por inercia, pero mi cuerpo está tenso, como si cada paso doliera. Me acerco al centro de la sala, fingiendo calma, aunque por dentro estoy hecha trizas.
Un nudo me oprime la garganta, y la sensación es la misma que la de una copa de cristal caminando al borde de una mesa en pleno temblor. Entonces lo escucho. Los pasos firmes y conocidos bajando por las escaleras. Y ahí está. Tomás. El mismo de siempre… pero no. Está más serio, más sombrío, como si cada peldaño que pisa fuera un adiós. A su lado, mi padre lo acompaña con un gesto paternal, el brazo echado sobre su hombro como si fuera su héroe personal. Como si no estuviera enviándolo lejos, como si nada doliera.
—Hija, has llegado a tiempo para despedirte de tu hermano —dice mi padre, con una sonrisa orgullosa, sin notar el desgarro que acaba de provocar con esas palabras.
Mi madre aparece detrás de él, secándose las manos con un paño de cocina, y su mirada va de Tomás a mí, llena de emoción. Solo yo parezco saber que esto no es un viaje cualquiera. Que no es una simple despedida. Es un escape. Es una fractura.
Mis ojos se clavan en los suyos, en los de Tomás. Y por un instante, los dos sabemos.
Sabemos. Que esto no sea por la beca de verano. Ni por la oportunidad profesional.
Ni por las montañas de Ávila que tanto le gustan. Es por mí. Por lo que le dije. Por lo que siente y no puede permitir.
Tomás me sostiene la mirada un segundo. Solo uno. Pero fue suficiente para que todo vuelva: el temblor en sus manos cuando me alejó aquella noche, el tono quebrado de su voz cuando dijo que no debía, y el silencio que lo envolvió desde entonces.
—Hola, Adri —dice por fin, con la voz grave, contenida, como si cada sílaba pesara toneladas.
—Hola —respondo, intentando que no se me note la grieta que acaba de abrirse de nuevo en mi pecho.
Mis padres, ignorando lo que pasa entre nosotros, siguen hablando, comentando lo rápido que pasó el tiempo, lo orgullosos que están. Las palabras flotan a mi alrededor como burbujas vacías. No puedo concentrarme. Solo lo miro a él. A Tomás. Con su mochila al hombro y el rostro de quien se va con algo sin resolver.
Y lo único que quiero es gritarle: “No te vayas. No me dejes sola con esto.”
Pero solo aprieto los labios. Me obligo a no llorar. Pero en esta historia, llorar frente a él… sería otra forma de quedarme atrás.