LA PASION LE GANA A LA RAZON

1473 Words
**TOMAS**  Entré lentamente a mi dormitorio, sintiendo el peso del momento sobre mis hombros. Con un suave clic, cerré la puerta tras de mí, aislándome del resto del mundo y de la reciente conmoción. Me desplomé pesadamente sobre la cama, sintiendo el colchón ceder bajo mi peso. No podía creer lo que acababa de ocurrir, lo que Adriana se había atrevido a hacer. Mi mente daba vueltas, intentando procesar la audacia de sus acciones. Podía, quizás, encontrar dentro de mí la capacidad de aceptar su inesperada confesión, escuchar sus palabras y tratar de comprender sus sentimientos. Pero, ¡besarme! Eso era completamente diferente, una locura que sobrepasaba todos los límites de lo que consideraba aceptable. Esta situación no debe, bajo ninguna circunstancia, repetirse. Debo asegurarme de que quede claro que esto fue un error, un impulso momentáneo. Aunque Adriana sea mi hermana adoptiva, aunque compartamos un vínculo familiar, mi amor por ella, el afecto que siento, no puede, ni debe, transformarse en algo romántico. Ese tipo de relación está fuera de toda posibilidad para mí. No puedo permitir que esa idea arraigue en mi mente ni en la suya. El silencio de la habitación era ensordecedor, roto solo por el latido frenético de mi propio corazón. La incredulidad persistía, como una mancha que se negaba a ser borrada. Un beso… Adriana, mi hermana, besándome. Repasé la escena en mi cabeza una y otra vez, intentando encontrarle algún sentido, alguna lógica, alguna explicación que no me dejara, sintiéndome así, descolocado y profundamente incómodo. Necesito hablar con ella, y cuanto antes mejor. No puedo dejar que esta confusión se alargue, que se convierta en un problema mayor. Debo ser firme, pero también delicado. No quiero herirla, pero la claridad es esencial. Necesito que entienda, de una vez por todas, que mis sentimientos hacia ella son puramente fraternales. Me levanté de la cama con una determinación renovada, aunque teñida de un ligero temor. ¿Cómo iba a abordar este tema? ¿Cómo iba a encontrar las palabras adecuadas para expresar mi sentir sin lastimarla? El camino que tenía por delante no era fácil, pero era necesario. En juego estaba la estabilidad de nuestra relación, la paz de nuestra casa, mi propia cordura. Respiré hondo, intentando calmar mis nervios, y me dirigí hacia la puerta. Debía enfrentarme a la situación, por difícil que fuera. Adriana merecía que la sacase de esa confusión, y yo necesitaba calmar mi deseo. Estaba por salir cuando ella estaba de pie frente a mi puerta. Su mirada, y verla en pijama corta, mi amigo reaccionó, donde nunca lo había hecho con ella. Esto estaba mal. —Tomás, yo… —Hablaremos mañana. —mi amigo crecía, debía evitar que ella se diera cuenta. —Espera. —detuvo mi accion de cerrar la puerta, senti que estaba perdiendo el control—Tomás, lo que dije es cierto... De verdad, no entiendo cómo sucedió. En un instante, me encontré tomándola del brazo, una acción impulsiva que no había planeado. La jalé suavemente, pero con firmeza, conduciéndola hacia mi habitación. Una vez dentro, la empujé contra la pared. No con violencia, pero lo suficientemente fuerte como para que sintiera el impacto. La miré a los ojos, sintiendo una frustración creciente. —Eres una mocosa ignorante —le espeté, dejando que las palabras salieran con un tono más áspero de lo que pretendía. Sentí una caricia, un roce ligero y eléctrico en la piel de mi cuello. Un beso fugaz, rápido como un destello, que me hizo estremecer. —Solo sé que quiero ser tuya —susurró, con una voz que temblaba ligeramente. La desesperación y la vulnerabilidad en sus palabras me desconcertaron. —Adriana, no digas tonterías —respondí, intentando recuperar la compostura. Su cercanía, el aliento cálido en mi piel, me estaban desestabilizando. De repente, sus manos se alzaron y sujetaron mis mejillas. El contacto directo, la intensidad de su mirada fija en la mía, hicieron que algo en mi interior se rompiera. Ahí, en ese instante, perdí completamente el control. Ya no fui dueño de mis acciones. La besé. No fue un beso suave ni delicado, ni siquiera un intento de seducción. Fue un beso salvaje, impetuoso, lleno de una necesidad que no comprendía del todo. Quería mostrarle, de la forma más visceral posible, que la vida real no era un cuento de hadas. Quería despertarla de esa fantasía que parecía estar tejiendo en su mente. Quería que entendiera las consecuencias de sus palabras y sus acciones. El sabor de sus labios era una mezcla confusa de dulzura y desafío. Me sentía como si estuviera luchando contra una corriente implacable, arrastrado hacia profundidades desconocidas. Separé mis labios de los suyos bruscamente, respirando con dificultad, como si hubiera estado corriendo durante horas. —¿Qué estás haciendo, Adriana? —pregunté, mi voz apenas un susurro ronco. Ella no respondió con palabras, sino con sus ojos. Ojos llenos de una determinación que me asustaba, de una vulnerabilidad que me conmovía. Bajó la mirada hacia mis labios, y luego los volvió a levantar, clavando su mirada en la mía. —Quiero saber —dijo, la voz temblorosa pero firme—. Quiero saber qué pasa si… si me dejo llevar. Una risa amarga escapó de mis labios. ¿Dejarla llevar? Yo era el que estaba perdiendo el control. Yo era el que se sentía al borde del abismo, a punto de caer en un territorio peligroso. —No sabes lo que estás pidiendo —dije, intentando sonar firme, pero mi voz me traicionó con un ligero temblor. Ella negó con la cabeza, aferrándose a mis mejillas con más fuerza. —Sí, sí, lo sé. Sé que esto está mal, que no deberíamos… pero no me importa. No puedo evitarlo. Sus palabras eran como un conjuro, debilitando mi resistencia, nublando mi juicio. La tentación era una serpiente venenosa enroscada alrededor de mi corazón, apretando con cada latido. Cerré los ojos, luchando contra la tormenta que se desataba dentro de mí. Necesitaba distancia, aire fresco, lógica. Necesitaba desesperadamente volver a ser yo mismo. —Adriana, por favor… —empecé a decir, pero la frase quedó inconclusa. Sus labios volvieron a buscar los míos con una insistencia delicada, un reencuentro ansiado que se materializó en un roce suave y cálido. Pero este beso, a diferencia de los anteriores, se sentía diferente, impregnado de una nueva cualidad. Era más suave, menos apresurado, como si tuviera una intención más profunda que la simple unión. Exploraba con una lentitud deliberada, un reconocimiento paciente de la geografía de mi boca. Parecía buscar, quizás con la esperanza silenciosa de descifrar el enigma, el misterio intangible que flotaba entre nosotros, esa conexión invisible que nos atraía y confundía al mismo tiempo. Y yo, sintiendo su exploración cautelosa, me dejaba llevar, cediendo a la suave corriente que emanaba de ella. En ese abandono voluntario, en esa rendición a su tacto, perdía gradualmente el control sobre mí mismo, sobre mis pensamientos y mis acciones. El beso se convertía en mi brújula, y yo, sin resistencia, me perdía en su laberinto. Cada célula de mi cuerpo parecía resonar con su tacto, cada terminación nerviosa se despertaba con una intensidad desconocida. Era como si antes de este beso, mi boca hubiera estado dormida, ignorante de las infinitas posibilidades que podía albergar. Y ella, con su paciencia meticulosa, la estaba despertando, desenterrando sensaciones que yacían ocultas en lo más profundo de mí. Su lengua, tímida al principio, se aventuraba a rozar la mía, un encuentro sutil que desataba una cascada de calor en mi interior. No era una posesión, no era una exigencia, sino una invitación, una propuesta silenciosa a danzar juntos en este espacio íntimo que habíamos creado. Y yo aceptaba, gustoso, permitiendo que su ritmo me guiara, que su melodía me envolviera. El aire se volvía denso, cargado de una electricidad palpable. Mis manos, antes inertes a mis costados, ascendían torpemente hasta su rostro, buscando un punto de anclaje en la tormenta que se desataba dentro de mí. Acariciaba su barbilla suave, sintiendo la suavidad en la palma de mi mano, un contraste delicioso con la suavidad aterciopelada de sus labios. El mundo exterior se desvanecía, relegado a un segundo plano por la vorágine de sensaciones que me invadían. Solo existíamos nosotros dos, inmersos en un universo propio, un laberinto de tacto y sabor donde el tiempo perdía su significado. Ya no importaba el pasado, ni el futuro, solo este presente absurdo, este beso que lo abarcaba todo, que lo contenía todo. Quería hablar, quería expresar la miríada de emociones que me embargaban, pero las palabras se atascaban en mi garganta, prisioneras de la intensidad del momento. Mejor así, pensé. El silencio era el lenguaje perfecto para esta danza silenciosa, para este intercambio de almas que se producía en cada roce, en cada suspiro. Con este beso, me desenfrenó.
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