UN BESO TRAVIESO

1308 Words
**ADRIANA** Mi corazón latía desbocado, un tambor furioso resonando en mis oídos. Cada respiración era un jadeo entrecortado. Intenté recomponerme, tratando de ubicarme en el espacio y el tiempo. “¿Estás bien, hermana?”, preguntó Tomás, la preocupación grabada en cada sílaba. Su rostro estaba lleno de ansiedad, escudriñando el mío en busca de cualquier señal de daño. En ese momento, las palabras brotaron de mis labios casi sin premeditación, como un torrente imparable. La pregunta que llevaba tiempo rondándome la cabeza escapó sin pedir permiso. “Tomás, ¿me quieres?” La pregunta pendía en el aire, cargada de un peso que no me atrevía a reconocer del todo. Tomás frunció levemente el ceño, confundido por la pregunta aparentemente repentina. —Claro que te quiero, Adriana. Eres mi hermana, y eres muy valiosa para mí. ¿Sabes que siempre voy a cuidarte? —su respuesta, aunque sincera, no era la que mi corazón anhelaba desesperadamente escuchar. “Yo también…” murmuré, sintiendo el peso de mi propia confesión inminente. Lo pensé con mayor claridad y convicción mientras estaba sobre él, aun en el suelo, con la adrenalina palpitando en mis venas. “Yo te quiero…” repetí, esta vez con mayor firmeza. —Lo sé, Adriana. Eres mi hermana, y sé que me quieres como yo te quiero a ti. —su tono era cariñoso, pero distante, como si estuviera protegiéndose de algo que no comprendía. —No de esa manera, Tomás. —la sonrisa que adornaba sus labios se desvaneció al instante, reemplazada por una expresión de incredulidad y, quizás, un atisbo de temor—. Te quiero como a un novio, Tomás. Como a algo más que a un hermano. Tomás se apartó de inmediato, con un movimiento brusco y repentino, dejando un vacío frío donde antes había estado su calor. Se levantó rápidamente, sacudiéndose el polvo de la ropa, evitando mi mirada a toda costa. —Voy a fingir que no has dicho nada, Adriana. Simplemente, lo voy a ignorar. —su voz era tensa y forzada. —Tomás, no puedo ignorar esto que siento por ti. No quiero ignorarlo. Tengo sentimientos románticos por ti. Son reales y son fuertes. —mi voz temblaba ligeramente, pero me negaba a retroceder. —Estás confundida, regresemos, no lo vuelva a mencionar, por favor. El viaje de regreso al coche transcurrió en un silencio incómodo, cargado de tensión y palabras no dichas. Finalmente, a pesar del tumulto emocional, me sentía exhausta pero, sin duda, confundida. Comprendí con una claridad renovada cuánto valoraba esos momentos sencillos compartidos con mi familia, incluso en medio de la incomodidad y la incertidumbre. La noche cayó como un manto pesado, silencioso y opresivo. Cada estrella que aparecía en el firmamento parecía una acusación silenciosa, un recordatorio de las palabras que había soltado en el claro del bosque. Tomás no me dirigió la palabra en toda la cena. Mamá y Papá, ajenos a la bomba que había estallado entre nosotros, conversaban animadamente sobre la excursión, elogiando la belleza del paisaje y la emoción de la aventura. Yo, en cambio, me sentía como una intrusa en mi propia casa, una impostora que había roto un código tácito, que había profanado un vínculo sagrado. Después de la cena, me encerré en mi habitación. El silencio era ensordecedor, roto solamente por el latido frenético de mi propio corazón. Miré mi reflejo en el espejo, buscando en mis ojos alguna respuesta, alguna justificación a lo que había hecho. ¿Era amor verdadero o una simple confusión nacida de la cercanía y la admiración? La verdad era que no lo sabía. Únicamente sabía que la idea de verlo con otra persona, de compartir su vida con alguien que no fuera yo, me causaba un dolor punzante en el pecho. De pronto, un suave toque en la puerta me sobresaltó. —Adriana, ¿puedo pasar? —era Tomás. Su voz era cautelosa, casi temblorosa. “Adelante," respondí, con un nudo en la garganta. Entró lentamente, manteniendo la distancia entre nosotros como si temiera contaminarse. Se sentó al borde de mi cama, con la mirada fija en sus manos entrelazadas. El silencio se prolongó durante lo que pareció una eternidad. —Adriana, —comenzó, finalmente—. No sé qué decir. Nunca… nunca imaginé que… —Lo sé —lo interrumpí, con la voz apenas audible—. Sé que es mucho para asimilar. Y lo siento, Tomás. Siento haberte puesto en esta situación. Siento haber complicado las cosas entre nosotros, pero tenía que decirlo. —No es tu culpa —dijo, mirándome por primera vez. Sus ojos estaban llenos de confusión y dolor—. No puedes controlar cómo te sientes. Pero puedes ignorarlos, no es sano eso que sientes, soy tu hermano mayor, nada de eso puede pasar entre nosotros. —Pero no puedo controlar lo que siento por ti —repliqué—. Y sé que esto nos va a afectar. No sé cómo, pero lo sé. —Es una locura, somos hermanos, Adriana. —No de sangre y lo sabes. —Eso no importa yo te amare simplemente como mi hermana y fin de estas estupideces. —grito. En eso mi madre habo al otro lado de la puerta. —¿Esta todo bien? —Si, madre, estamos jugando. —contestó Tomás. Sin pensarlo demasiado, me lancé y lo besé. Fue un beso inesperado, totalmente tomado por sorpresa. No fue nada elegante ni habilidosa; más bien, fue un intento torpe y algo brusco. A pesar de mi falta de experiencia, lo hice con un deseo intenso, una necesidad imperiosa de sentir el contacto de sus labios. Tenía una curiosidad insaciable y unas ganas inmensas de probar el sabor natural de sus labios, cuyo color rojo vivo era tan evidente y tentador. Por un breve instante, todo pareció detenerse. El mundo exterior se desvaneció, y en ese efímero momento en el que mis labios rozaron los suyos, me invadió una sensación inexplicable, como si algo en mi interior finalmente encajara en su lugar. Fue un beso torpe, inesperado, pero lleno de un deseo tan puro y ardiente que me sorprendió a mí misma. Durante esa fracción de segundo, tuve la firme impresión, casi como una certeza, de que había algo en su respuesta, una chispa en su mirada o quizá un leve titubeo en su cuerpo que me dio a entender que no estaba completamente rechazándome. Pero entonces, como un rayo que atraviesa la calma, él se apartó. Su rostro reflejaba una mezcla de sorpresa y confusión que me dejó helada. Por primera vez mire a Tomás confundido, como si algún pecado enorme hubiera cometido, en cambio yo me sentía feliz y hasta podría decirse que realizada. —¿Qué haces? —su voz sonó apagada, casi un susurro cargado de incredulidad. Y antes de que pudiera reunir el valor para responder, él se dio la vuelta y salió de mi dormitorio, dejándome sola en un silencio que parecía retumbar. Sin embargo, a pesar de su reacción, a pesar de la vergüenza que debería sentir, no podía evitar una sonrisa que comenzaba a formarse en mis labios. Mi corazón latía desbocado, una emoción nueva y vibrante corriendo por mis venas. Era como si hubiera cruzado una barrera invisible, algo que nunca antes me habría atrevido a hacer. No fue el beso perfecto. No hubo elegancia ni sutileza, pero para mí, fue un triunfo. Había tomado la iniciativa, siguiendo el impulso de mi corazón, y aunque no sabía lo que sucedería después, esa pequeña victoria era suficiente para hacerme sentir feliz. Me senté en la cama, cerré los ojos y dejé que el recuerdo de ese instante se grabara en mi mente, una sensación cálida que me acompañaría mucho tiempo. Aunque el futuro era incierto, ese momento era solo mío. Y, por ahora, eso era suficiente.
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