EL DOLOR DE LA DESPEDIDA

1354 Words
**TOMAS** Perdido completamente en el deseo cuando por un milésimo de segundo la cordura regresó a mí, ¿qué demonios estoy haciendo? Con la poca voluntad que aún podía controlar, me detuve. Ya había profanado sus piernas y besado sus pechos, ¡soy un malnacido! —¡Vete! —grité, sintiendo el peso de mis palabras en el aire. —Tomas, yo quiero… —su voz tembló, cargada de súplica. Pero no podía ceder. No en esta ocasión. —Que te vayas, no lo repetiré. La empujé con firmeza, no con violencia, pero sí con la determinación de quien no puede permitirse flaquear. Retrocedió, su mirada reflejando una herida que no podía sanar en ese momento. Cerré la puerta con un golpe seco y me quedé en silencio, apoyando la espalda contra la madera fría. Mis manos temblaban, mi respiración era un desorden de jadeos contenidos. Esto no puede volver a suceder. Me deslicé hasta el suelo, cubriéndome el rostro con las manos. La decisión era la correcta, lo sabía. Pero entonces, ¿por qué dolía tanto? La decisión ya estaba tomada. Lo había meditado durante días, sopesando cada posible consecuencia, cada sensación de vacío que dejaría detrás. No podía quedarme más tiempo. Lo mejor era adelantar el viaje, salir cuanto antes, terminar mis estudios lejos de aquí. La cena transcurría, como cualquier otra, el tintineo de los cubiertos contra los platos, la conversación de mis padres sobre temas cotidianos. Pero yo apenas probaba bocado. El peso del anuncio me apretaba el pecho. Respiré hondo y solté las palabras, firme, sin titubear. —He decidido adelantar mi viaje. Me iré en unos días. Mi madre dejó caer el tenedor sobre su plato. Mi padre frunció el ceño. Pero lo que más me sacudió fue la mirada de Adriana. Ella no dijo nada. Solo me miró, con una mezcla de incredulidad y… algo más. Dolor, quizás. Esperé algún reproche, alguna súplica. Pero no llegó. Su silencio fue la confirmación de que esto, por difícil que fuera, era lo mejor. Me obligué a mantenerme firme, a no bajar la vista. No podía arrepentirme. Lo había decidido. Y no había vuelta atrás. Pero Adriana… Ella no dijo nada. Ni una sola palabra. Su mirada, sin embargo, habló por ella. Una mezcla de escepticismo, de algo parecido al reproche, pero sin llegar a serlo. Su silencio me atravesó más que cualquier súplica o reclamo. No obstante, en ese instante comprendí que ella sabía la verdad. Sabía que no solo me iba para estudiar. Sabía que esto era una huida disfrazada de decisión lógica. Ella siempre supo leerme. Y por primera vez, desearía que no lo hiciera. El nudo en mi garganta se hizo más grande, no obstante, no lo dejé ganar. Mantenerme firme era mi única opción. Y así, entre el sonido de platos y cubiertos, entre la incredulidad de mis padres y el silencio de Adriana, confirmé mi destino. Me iba. Y no había vuelta atrás. El viaje ya no era solo una idea, un plan a futuro. Se había convertido en algo tangible. Un boleto en mis manos, una fecha de partida concreta, un destino inevitable. Mi padre y yo caminábamos en silencio por el estacionamiento; la compra del boleto había sido rápida, sin complicaciones. Pero ahora que todo estaba resuelto, mi padre parecía más atento, más dispuesto a hablar. —Adriana ha estado extraña estos días —dijo de repente, sin mirarme—. Casi no come y no quiere hablar con nadie. Mis pasos vacilaron apenas un segundo, pero me obligué a seguir caminando como si sus palabras no fueran una daga en el pecho. Si él supiera… Si comprendiera que entre Adriana y yo ya no podía haber el mismo acercamiento de antes, que cruzamos la línea que nunca debimos cruzar. Pero no podía decirle. No podía explicarle que, aunque ella fuera adoptada, seguía siendo mi hermana. Así que solo asentí. —Quizás solo esté cansada —murmuré, mirando a cualquier lado menos a él. Mi padre suspiró, pasó una mano por su rostro y encendió el motor del auto. No insistió más. Me recliné contra el asiento y cerré los ojos un instante. Adriana estaba sufriendo. Lo sabía. Pero este viaje fue lo mejor. Para ambos. O al menos, eso quería creer. Al llegar a casa, el aire estaba cargado de ansiedad contenida. Mi madre nos esperaba en la sala, con las manos entrelazadas, como si sostuviera el nerviosismo dentro de su propio cuerpo. Apenas crucé el umbral, sus ojos se clavaron en los míos, llenos de inquietud. —¿Cuándo te vas, hijo? —preguntó, sin rodeos. Me quité la chaqueta con calma, intentando suavizar el momento. —En unos días —respondí, evitando entrar en detalles. Su expresión cambió apenas. No era decepción, ni enojo, solo una preocupación insondable. Yo nunca había viajado antes, nunca había estado lejos por tanto tiempo. Para ella, esto era más que un cambio; era una despedida. Mi padre se acercó a ella, pasándole una mano por la espalda con un gesto silencioso de apoyo. Pero su siguiente comentario cayó como un golpe inesperado. —Deberías hablar con Adriana —murmuró—. Está triste. Sentí el peso de esas palabras en los hombros, pero no permití que se notara. Lo pensé. Por supuesto que lo pensé. Pero era hora de dejar todo claro. Debía terminar. No podía aferrarme a lo irreal. Este doloroso viaje era necesario. Por mí, por ella, por lo que fuimos y ya no seríamos. Me detuve frente a su puerta, con la mano cerrada en un puño, listo para llamar. Sabía que este momento llegaría; aun así, no imaginé lo difícil que sería. Golpeé suavemente la madera. Un silencio denso se extendió por unos segundos antes de que escuchara su voz, baja y apagada: —Adelante. Giré el pomo y abrí la puerta. Ahí estaba ella, de pie junto a la ventana, perdida en sus pensamientos. La luz tenue de la tarde dibujaba su silueta, haciendo que pareciera aún más distante, más inalcanzable. No me miró. No hizo ningún movimiento. Solo dijo, en un susurro: —¿Te vas? Dos palabras. Pero el peso de ellas era suficiente para hacerme dudar. Me quedé ahí, parado frente a ella, sin saber cómo despedirme. No podía decirle que todo estaría bien, porque sabía que no era cierto. No podía abrazarla como antes, porque ya no me sentía el hermano mayor que solía ser. Adriana me miró, con los ojos llenos de algo que intentaba esconder, pero que era imposible ignorar. —No te vayas —susurró. Sentí mi pecho apretarse, pero me obligué a mantenerme firme. —No volveré a acercarme a ti —continuó, su voz temblando—. Si eso es lo que necesitas… lo haré. Tragué el nudo en mi garganta, observándola con una tristeza que no podía expresar en palabras. Sonreí, aunque dolía. —Ya es tarde. Adriana cerró los ojos, como si quisiera evitar el peso de mi respuesta. Y yo supe, en ese instante, que esa sería la última vez que la vería así. Adriana no dijo nada más. Solo bajó la mirada, como si al hacerlo pudiera ocultar el dolor que llevaba dentro. Yo sabía que este momento llegaría, que tendría que enfrentarla, pero había imaginado que sería más simple. Que con la distancia todo se suavizaría, que el silencio entre nosotros sería suficiente para cerrar lo que nunca debió abrirse. Pero ahora, viéndola ahí, con la luz de la ventana iluminando su perfil frágil, supe que nada de esto sería fácil. Di un paso hacia ella, instintivamente. Pero me detuve. No podía seguir así. —Cuídate —le dije al final, con la voz más firme de lo que sentía. Adriana no respondió, no se movió. Entendía que estaba tratando de protegerse, de aceptar que esto era el final. Giré sobre mis talones y salí de la habitación, sintiendo cada paso como un peso en el pecho. Y cuando cerré la puerta detrás de mí, supe con certeza que lo que había entre nosotros quedaría ahí, atrapado en ese espacio que nunca podríamos recuperar.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD