Las dos mujeres se quedaron paralizadas a una distancia prudencial, con los ojos muy abiertos y las manos cubriendo sus bocas, presenciando atónitas esa repentina y feroz explosión de violencia a la que no estaban acostumbradas. Stavros y Elian, dos hombres corpulentos y musculosos, luchaban como fieras desatadas. El aire reverberaba con los gruñidos y respiraciones agitadas. Stavros, con el rostro enrojecido por la ira y las venas hinchadas en su cuello, exclamó con voz ronca mientras lanzaba puños certeros hacia Elian: ―¡Maldita sea, por qué demonios entraste a mi habitación! Elian, ágil como un felino, esquivaba los golpes con una expresión burlona y sarcástica dibujada en sus rasgos super masculinos. ―No sabía que te tenían amarrado jeje. Las palabras provocadoras encendieron aún

