—¡NOOOOOO!
Creo que todo Nueva York escuchó ese grito, pero es que, sencillamente, no me puede estar pasando esto.
Abro los ojos a la oscuridad total, estirando mi brazo para agarrar el celular que deseo estampar contra la pared más cercana.
El mejor sueño de mi vida, y sí, oyeron bien. El más real y excitante sueño de la historia, mejor que reproducir en mi mente la pelea del sábado, muchísimo mejor, y… ¿Al maldito celular le da por sonar? ¡¿En serio?!
Miro la hora en el reloj de mi mesa de noche, seis veinte de la mañana. Me quedan veinticinco minutos para levantarme de la cama. Veinticinco minutos de diversión y placer. Estaba a un minuto de correrme en sueños. ¿Cuántas personas en el mundo pueden decir eso?
El celular vuelve a sonar, y voy a matar al que esté del otro lado de la línea. Segura como que el infierno existe y para allá voy a mandar a… ¿Nat?
Cuando miro la pantalla con los ojos entrecerrados, aún un poco adormilados y sensibles a la luz, me doy cuenta que la que me llama es Natasha, y el instinto asesino se despierta en mí.
—¡Te voy a matar! —le digo entre dientes a penas contesto.
—Pues has cola —contesta—, y para que lo sepas, la competencia esta durísima. —Su tono es divertido y ese comentario tiene un doble sentido por donde lo mires.
—¿Qué pasó, Nat? ¿Ya viste la hora? —le recrimino.
—Sí. Ya la vi. Simplemente lo que te tengo que contar no puede esperar. —Hace una pausa—. Adivina quién está en la ciudad. —Baja la voz a un susurro y mi cólera aumenta.
—Por mí como si es el presidente —respondo sarcásticamente—. Dime que hay alguien en el hospital o va en esa dirección, porque no me puedes haber despertado para esto.
—Cuando te diga de quién se trata me lo vas a agradecer.
—Nat, por el amor de Dios. Dime de una vez y déjame planear mi venganza. —Contra ti, debí decir.
—Bradson Meller —dice de golpe.
Adiós sueño, adiós venganza. Nat no me puede estar hablando en serio. No y mil veces no.
—Dime que es una maldita broma, Natasha —digo rápidamente.
—Es una maldita broma —repite, pero su tono es de condescendencia. No lo está diciendo en serio.
—Nat… —Me he quedado en blanco.
¡¿De todas las ciudades del país —hay muchas… bastantes— y Bradson “estúpido” Meller viene a terminar aquí, en Nueva York?!
Dios, ¿por qué me castigas de esta manera?
Bradson Meller, mi novio de la preparatoria y el idiota más grande sobre la faz de la tierra. No digamos que lo odio, pero, si él estuviera en un incendio, y yo fuera la única persona que tuviera agua… ¡Me la tomo! Así me ahogue.
Cometí el típico cliché adolescente… Ay Dios, no quiero ni pensar en eso. No voy a pensar en eso, me ordeno mentalmente, porque es tan absurdo, que las aburriría, aunque para mí sea el fin del mundo.
—Margy, te llamo para que lo tengas en cuenta. Nueva York es un infierno de grande. Pueda que nunca te lo encuentres. Es solo, uno nunca se imagina...
—…Pero llega a suceder. —Finalizo la frase por ella.
La voz de Nat se ha tornado suave y dulce. No quiere que haga un tornado en un vaso de agua por esto, pero quiere que esté preparada “por si llega a suceder”.
—¿Estás bien? —me pregunta tras unos segundos de silencio.
—Perfecta —contesto con una sonrisa sincera en los labios. Esto no tiene que afectarme para nada. Ya no tengo dieciséis, lo que pasó fue hace mucho tiempo, ya crecí, y aunque por su culpa no puedo creer en los hombres, no he dejado de disfrutar del todo de ellos, así que todo está bien. Estoy perfecta.
—De acuerdo —dice sin estar completamente convencida—. Nos vemos en la tarde.
—Adiós Nat. Te quiero.
—Yo más. Que te vaya súper bien en tu primer día. —Vuelve a hablar alegre y efusiva.
—Gracias —contesto y finalizamos la llamada.
No voy a pensar más en esto.
Al rincón de los niños malos y desobedientes esta conversación.
***
—Buenos días —saludo enérgicamente a Marilyn, que está esperando el ascensor en el estacionamiento de la editorial. Al escucharme, se da la vuelta y me saluda con un gesto de la mano.
—Buenos días, Margaret. ¿Llegando temprano? —me pregunta.
—Sí. Es por costumbre. Me gusta llegar unos minutos antes.
—Una excelente costumbre —comenta—. Al señor Kydog le gusta la puntualidad.
¿Señor Kydog? Frunzo el ceño y la miro extrañada hasta que ella mueve un poco la cabeza y hace un gesto para que mire alrededor. Cuando lo hago, veo que hay muchas más personas esperando el elevador, y que la mayoría están pendiente de lo que hablamos.
Nota mental: “No olvidarme de llamar a Daniel Señor Kydog en público”.
—Gracias por el dato —contesto al final—. Es bueno tenerlo en cuenta.
Cuando llega el ascensor dejamos de conversar. Está que no le cabe un alma más. Nos vamos hasta el fondo y antes de que las puertas se cierren por completo entra un hombre corriendo, por poco se queda fuera.
Él escanea los rostros de los ocupantes del elevador hasta que llega a mí. Sus labios dibujan una sonrisa y sus ojos se iluminan alegremente.
No tengo idea del porqué hasta que levanta el brazo un poco y mueve la mano.
Es… Ay Dios, no me acuerdo de su nombre, es más, hasta se me había olvidado cómo lucia, pero es el hombre al que por poco le dejo el brazo sin circulación ayer.
Suelto una risita y me llevo la mano al pecho en un intento por ser divertida y hacer un gesto de: “Ufff, qué alivio”.
Sonríe y niega con la cabeza.
Está al otro lado del ascensor, pero a medida que va parando en cada piso, se va acercando más a mí.
—Señorita Queen —me saluda—. ¿Esto quiere decir que mi consejo sirvió?
Entorno los ojos y trato de recordar su nombre. Era… me acuerdo que empieza por J… ¿O era G? Ay Dios, lo tengo en la punta de la lengua.
»John Willians —dice al ver que no digo nada.
—Me atrapaste. Lo siento Señor Willians, yo…
—John —me interrumpe.
—John —repito—. Ayer estaba con los sentidos en todas partes, pero ¡Oye!, que si me acordaba de ti —miento—. Me alegro que tu brazo haya sobrevivido a mi ataque.
—Fue un largo día en emergencias, pero no hay daño permanente —dice muy serio, y después de unos segundos es inevitable que nos echemos a reír.
—Me siento fatal contigo —le digo sinceramente—. Déjame compensarte.
Se me queda mirando y ladea un poco la cabeza.
John es unos centímetros más alto que yo —y eso que llevo zapatos de diez centímetros—, tiene el cabello n***o y liso, con un corte bajo, ojos azules y piel clara, es esbelto y luce muy bien su traje. Es guapo, no lo voy a negar.
—Sal a comer conmigo —dice cuando estamos llegando a su piso—. Me compensas a mí y de paso celebramos tu nuevo empleo.
Me lo pienso medio segundo, ¿salir a comer con él? Bueno, ¿Por qué no?
—Sí, seguro.
—¿Te recojo en tu piso a medio día?
¿En mi piso? Lo miro interrogativa. ¿Cómo sabe cuál es mi piso?
»Medio Nueva York sabe que eres la asistente del Señor Kydog —responde a mi pregunta no formulada—. Y ten por seguro que, para mañana, el otro medio estará enterado.
Levanto una ceja.
—¿En serio?
Asiente.
—Las noticias vuelan rápido por aquí.
Biiiien.
—Bueno, volviendo al tema, no es necesario que subas, nos vemos en el lobby a las doce.
—Está bien —dice cuando el ting del ascensor marca su piso—. Nos vemos en un rato. —Se da la vuelta y sale con una sonrisa de satisfacción.
Las puertas se cierran, y casi al instante Marilyn dice:
—John Willians, departamento legal. —Mi mirada vuela a ella—. Es abogado, uno de los encargados de las patentes, derechos de autor, legalización, todas esas cosas. —Se encoje de hombros para restarle importancia—. Guapo, alegre, muy amistoso.
Le miro extrañada.
—¿Y a qué debo esa actualización de datos? —pregunto.
Hace una mueca.
—Para que lo tengas presente y luego no digas que no te lo advertí.
El ascensor ya está llegando a nuestro piso.
—¿Que no me advertiste qué?
—Que es abogado y sabe hablar muy bien. —Levanto una ceja y me cruzo de brazos; tiene que haber más. Rueda los ojos—. Y que lo único que le interesa de las mujeres es un buen polvo y adiós.
Suelto un bufido.
—¿Qué no es eso lo que les interesa a todos los hombres? —pregunto irónicamente.
Lo sé por experiencia propia, conozco a los hombres —a los que solo quieren un polvo y adiós— mejor de lo que me gustaría admitir.
—A la mayoría —responde.
No le digo nada más porque ya hemos llegado a nuestro piso.
Sale del ascensor y le sigo unos pasos detrás.
Voy a salir a comer con John solo como compensación por el show del elevador, y me aseguraré de pagarlo todo. De ahí a acostarme con él, necesitan pasar un millón de cosas, y no estoy para nada interesada. Puede estar todo lo guapo que quiera, y hablar todo lo bien que se le dé la gana, pero no, gracias.
***
Estoy sentada en uno de los sillones negros del salón. Marilyn está en su escritorio y decidí esperar a Daniel aquí.
Si lo que ella dice es cierto, él está a punto de llegar, y tengo que entretenerme con algo, porque los nervios se están apoderando de mí. De solo imaginármelo en mis sueños me pongo colorada. Dios mío, ¡Apiádate de mí!
Enfrascada en la lectura me acomodo mejor en el sillón. El nuevo proyecto de Editorial Kydog es una serie llamada Los Guerreros Negros. Aún no han publicado el primer libro, pero la sinopsis y el prólogo ya le dan la vuelta al mundo. Está creando expectativa, y como todos los libros Kydog, este promete ser arrasador.
No me doy cuenta de cuánto tiempo pasa mientras detallo la escritura, las expresiones de la autora, la trama que puede llegar a tener la historia, la frase: “Entre el amor y el odio hay una guerra de por medio” me tiene atrapada. Espero tener la oportunidad de poner mis manos en el manuscrito.
—¿Qué haces ahí sentada? —La voz de Daniel me sobresalta.
Levanto la mirada instantáneamente. Está de pie a unos pasos de mí, mirándome con diversión. Sus ojos tienen ese brillo… ¡Ay Dios! ¿Cómo le voy a hacer para mirarlo a la cara si no puedo evitar recordar mi espectacular sueño de anoche?
Fuerzo una sonrisa.
—Buenos días —saludo poniéndome de pie—. Estaba esperándote.
Levanta una ceja.
—¿Y porque no lo haces en la oficina?
—Yo… —¿No creí correcto entrar a tu oficina sin que estuvieras? Esa posiblemente sería la mejor respuesta—. Me gustan los sillones. Son cómodos. —¡Dios! Parezco la mejor amiga nerd. ¡Qué bien!
Su sonrisa se ensancha. Le ha parecido divertido mi comentario... Espero que no muy soso.
Se da la vuelta, camina hacia las puertas de su oficina y las abre esperándome para que entre primero. Paso por su lado y doy unos cuantos pasos, pero me quedo a mitad de la habitación.
Daniel pasa por mi derecha y llega hasta su escritorio, toma esa postura de hombre poderoso y seguro de sí mismo, recostado completamente contra el respaldo de su silla, tobillo izquierdo sobre rodilla derecha, codo derecho en el reposa brazos, dedo índice sobre la mejilla, pulgar por debajo del mentón, mirada —intensa, calculadora y abrazadora como ninguna— totalmente enfocada en mí.
Me quedo ahí, de pie, mirándolo. Es un duelo de miradas, es un vamos a ver quién da más.
—Margaret. —Mi nombre y sus labios son una combinación poderosa—. ¿Cómo te va con la literatura erótica?
¡¡¡¿¿¿QUÉ???!!!
Abro los ojos completamente y suelto una risa nerviosa.
¿¡Daniel “el dios” Kydog, posiblemente el hombre más caliente sobre la faz de la tierra, me acaba de preguntar si conozco de literatura erótica!?
¿Dónde está el apocalipsis zombi cuando lo necesitas?
Ninguna editora… pfff, ninguna lectora que se respete puede decir que le va mal con ese tipo de lectura. Así que, ¿qué clase de pregunta es esa?
»¿Margaret? —repite mi nombre ocultando la sonrisa de su tono de voz.
No me está cayendo ni cinco de bien en este preciso momento.
—¿Siiii…? —contesto arrastrando la palabra.
Me estoy sonrojando, y me hierve la sangre. Lo está haciendo a propósito, lo puedo sentir. Lo que él no sabe es que mi sueño de anoche —de sus manos sobre mí, de su boca en mi pecho, de su dedo en mi boca, de todo él debajo de mí, excitado y profundamente tentador en mi sofá— me está atormentando; viene y va por mi memoria, paseando a sus anchas, haciéndome estremecer.
—Vamos a hacer esto… —comenta. Y aquí quedé. Mi corazón está martillando a toda velocidad. ¿Por qué todo lo que dice me suena de otra manera? ¿Vamos a hacer esto? Hay un sinfín de posibles “esto” que se pueden hacer—. Ten. —Me devuelve a la tierra cuando extiende hacia mí uno de los manuscritos que hay sobre su escritorio—. Página ochenta y tres. Lee hasta el final del capítulo.
Me obligo a caminar hacia adelante y a tomar el manuscrito entre mis temblorosas manos. Me está comiendo la ansiedad.
Página ochenta y tres. Página ochenta y tres, me repito una y otra vez para concentrarme en algo que no sean sus labios, su expresión…
Apenas tomo el manuscrito lo aprieto fuerte entre mis brazos, contra mi pecho.
Daniel vuelve a su pose, y me encanta, cada segundo que pasa se ve más dominante y tentador sentado así.
Se me queda mirando fijamente mientras los minutos se extienden entre nosotros.
¿Qué quiere ahora?
Trago saliva. Tengo un maldito nudo en la garganta.
»Es para ya, Margaret —dice al ver que no me muevo.
¿Es para ya… qué?
—¿Cómo dices? —susurro, temerosa. No me irá a… Dios, ¡Por favor! ¡No!
—Quiero que empieces a leer ya —contesta tranquilamente.
¿Será que sigo soñando? ¡Ay sí! ¡Que esto sea un sueño, por favor!
Respiro entrecortadamente. ¡Ay Dios! Si leo algo medianamente excitante cerca de Daniel moriré, entraré en combustión espontánea y moriré.
Asiento suavemente. Trago saliva compulsivamente, ya estoy sudando. Siento la ropa pesada sobre mí, y la mirada de Daniel no es que ayude mucho.
—¿Pue…? —Carraspeo, mi voz araña mi garganta—. ¿Puedo sentarme en…? —Señalo los sillones al lado de la oficina.
Hace un gesto con la mano de “adelante”.
Camino temblorosamente. Dejo mi bolso en uno de los sillones y me acomodo en otro. Maravillosamente mi cerebro se atrofió y me dio por sentarme de tal modo que quedé de frente a Daniel. No pude elegir una posición que me permitiera quedar de espalda a él. No. Soy medio masoquista. Está visto que me gusta sufrir… ¡Dios!
Empiezo a pasar las páginas con los dedos temblorosos, cual maraquera. Creo que hasta suena la vibración de las hojas en el aire. Segurísima que no sobrevivo a esto.
Llego a la página ochenta y tres y levanto la mirada para ver si Daniel se compadece de mí y me dice que es una broma o que lo deje para después. Pero no. Su mirada sigue fija, intensa y como el demonio de autoritaria. Sus ojos parecen atravesarme.
De nuevo mis ojos sobre las páginas.
Tengo que ser profesional. Puedo con esto. Y no me permitiré pensar en Daniel mientras leo. No señor. No y no, digo para mí misma, Maldita sea, ¿A quién estoy engañando? Ni repitiéndome eso mil veces me lo creería.
Cierro fuertemente los ojos. Tomo una respiración profunda y empiezo a leer:
“Ty está de rodillas ante mí. Sus largas manos en cada uno de mis muslos.
No puedo creer que haya accedido a esto”.
Dios santo, yo tampoco.
“Me prometió placer, pero no creo que mis nervios me dejen seguir adelante. Me aterra tener a alguien ahí. Es de dominio público que ser la nerd de la clase no ayuda a tu experiencia s****l. Así que ver a Ty Corelly, el economista más importante de la ciudad, a punto de meterse entre mis piernas y poseerme —sus palabras— me tiene aterrada.
—Pon las manos a cada lado —ordena, con el mismo tipo de tono con el que habla a la hora de invertir o ganar un activo—. Aférrate a la silla.
Le obedezco inmediatamente. Quiero hacer esto para demostrarme a mí misma que puedo hacerlo.
»No te vayas a soltar, Lauren —advierte.
Su mirada es fuego puro, y si mi visión no me falla y la tensión que veo en sus pantalones es lo que creo que es, le gusta que le obedezca y que esté dispuesta a entregarme a él.
Empuja mis piernas hacia los lados haciéndose más espacio mientras que yo aprieto tanto las manos a la silla que ya tengo los nudillos blancos.
No negaré que me excita…”
¡Ay Santísima trinidad! Si tuviera a Daniel así, ante mí, a punto de…
—¿Te gustaría? —Su voz suena ronca, baja y demasiado cerca.
Mis ojos vuelan para encontrarlo parado en frente de mí, abriendo y cerrando los puños, parece que trata de controlarse.
No me di cuenta en qué momento se levantó, ni cuándo caminó hacia aquí, pero el calor que desprende su cuerpo, la intensidad arrasadora que tiene su mirada, me hace estremecer.
»Contesta la pregunta, Margaret. ¿Te gustaría? —repite en tono firme, exigiendo más que pidiendo una respuesta.
Instintivamente llevo mis ojos al manuscrito y repaso una de sus líneas: “Le obedezco inmediatamente. Quiero hacer esto para demostrarme a mí misma que puedo hacerlo”.
¿Si esto me gustaría? ¿A quién no? Dios…
—Suena… —¿Excitante? ¿Interesante? ¿En extremo placentero? No soy capaz de pronunciar ninguna de esas palabras. Puede que piense en eso, puede que con Demmi y Nat como compañeras de piso haya dejado a un lado muchas de mis inhibiciones, puede que ahora sea más abierta y extrovertida que cuando ingresé a la universidad, puede que piense en Daniel más de lo que me gustaría admitir; pero sigue habiendo una parte de mí, esa parte recatada y moralista que no me deja ser una chica del siglo veintiuno que es capaz de hablar con un hombre de sexo como si estuviera hablando del clima. En mi mente todo es más libre y expresivo, pero en voz alta, aun llevo el filtro de señorita de casa que no sabe de esas cosas.
Este libro parece escrito para mí. No he leído ni una página y ya quiero conocer la historia de Lauren, la chica inocente, disciplinada y que siente curiosidad por conocer más; y de Ty Corelly que se ve que es un hombre de mundo y que sabe lo que hace. Espero que sea un gran hombre y que no le vaya a hacer sufrir.
—¿Sabes que proyectas esa imagen de mujer independiente y autosuficiente que es capaz de hacerlo todo? —dice Daniel devolviéndome al presente, se lleva las manos al pantalón y lo mueve un poco para… ¡Ay Dios mío! Daniel acaba de acuclillarse delante de mí para quedar a mi altura y mirarme directamente a los ojos—. Pero que cada que te pones nerviosa, desvías la mirada y te sonrojas, luces tan joven e inocente.
Le estoy mirando, no al hombre exótico y —como dijo Nat— violable que siempre veo, sino al hombre que ha sido capaz de notar ese pequeño detalle en mí con tan solo conocerme hace un día.
Daniel es sorprendente. No solo su atractivo físico, su personalidad es fascinante y su actitud es embelesadora.
Puede alagarte con palabras tan simples como “joven e inocente”, porque lo tomé como un cumplido, o por lo menos su expresión me llevó a pensar que lo decía sinceramente y de corazón, no para ofenderme, sino más bien para resaltar cualidades bellas que ve en mí.
Para mí todos los hombres buscan en una mujer una sola cosa: Sexo.
Desde Bradson nunca he confiado en ninguno, ni la más mínima palabra, ni el más mínimo gesto. Me niego a que me vuelvan a romper el corazón. Por eso he aprendido de mis amigas a divertirme y a ver a los hombres del mismo modo que ellos nos ven a nosotras; pero en este preciso instante, solo por este momento, estoy viendo a Daniel como el chico inteligente, emprendedor y honesto que demuestra ser.
»¿Te gustaría hacer lo que dice en el manuscrito, Margaret? —repite. Su voz es dulce y suave, es como si me estuviera tocando con sus palabras.
Asiento lentamente. No me gustaría, me encantaría hacer lo que dice ahí.
»¿Por qué pediste ser mi asistente? —pregunta en el mismo tono de voz bajo y pausado.
No entiendo su pregunta. ¿Qué tiene que ver eso con el manuscrito?
Daniel pone sus rodillas en el suelo y lleva sus manos a mis piernas.
»Dímelo —me lo pide.
“¿Por qué quise ser su asistente?” repito su pregunta en mi mente.
“Por tres cosas” Contesto para mí misma, “Porque me gusta desde la primera vez que lo vi en el cuadrilátero, porque admiro lo que ha hecho de su vida, como ha consolidado su empresa, una editorial de nombre y prestigio, y, como lo dije ayer, porque un año con él, y mis oportunidades laborales llegarían hasta Plutón”.
Trago saliva.
—Daniel, yo… —susurro. No puedo elevar el tono de mi voz, si apenas y puedo hablar.
—Tú… ¿qué? —No ha dejado de verme a los ojos ni un segundo. Pero eso no me intimida, más bien me da fuerza, me da valor. Sé que eso es lo que pretende, que le tenga confianza y le diga lo que pienso.
—Me gustas —suelto de golpe.
Ay Dios… ¿Dije eso en voz alta? ¡Alguien dígame que no!
Sus labios dibujan una sonrisa deslumbrante. Se pone de pie en un movimiento fluido, extiende una mano en mi dirección y se la tomo sin pensar.
Me ayuda a incorporarme totalmente, pero apenas estoy de pie frente a él, con nuestros cuerpos rozándose, lleva su otra mano a mi nuca y me retiene ahí mientras acerca su boca a la mía.
¡Dios mío, que esta vez sí sea verdad y no esté soñando, te lo suplico!
Sus labios comienzan un ritmo lento, me dan tiempo a acostumbrarme a su sabor, a su calidez. Su aliento es mentolado y me hace cosquillear. Su lengua sale al encuentro de mis labios, se desliza por el inferior de una manera lenta y sensual, segundos después, cuando su boca está de nuevo completamente sobre la mía, aumenta el ritmo. Suelta mi mano y pasa la suya por mi cintura, pegándome completamente a él. La mano que sigue en mi nuca se enreda en mi cabello. Por instinto subo mis brazos y me aferro a sus hombros. Las rodillas me tiemblan.
Si alguien me dice hoy al levantarme que iba a besar de verdad a Daniel Kydog, me le habría reído.
Mueve la lengua dentro de mi boca, es como si peleara, temerario y torrencial. Sigo su ritmo, consumiéndome en este beso, danzando junto a él.
Cuando nos separamos minutos después —que para mí se sintió un segundo— estamos jadeando y respirando entrecortadamente. Tanto mi pecho como el suyo suben y bajan de manera frenética, tocándose en cada movimiento. Me estoy apoyando completamente en él, si no es por su mano en mi cintura, ya estaría tendida en el piso.
Bajo la cabeza un poco, ya que antes la tenía inclinada hacia atrás para que él tuviera un mejor acceso a mi boca. Daniel es por unos quince centímetros más alto que yo, y eso que mido metro setenta y que con mis zapatos de tacón alcanzo a llegar al metro ochenta, pero aun así me sobrepasa en estatura. No ha retirado su mano de mi cabello, en vez de eso impide que me aleje de él. Apoya su boca en mi frente y me da un suave beso.
Nos quedamos así por unos minutos, de pie, él rodeándome con los brazos, yo apretando mis manos en sus antebrazos, sintiendo como vibra con cada respiración, embriagándome con su loción, huele tan bien, es tan…
—Quiero hacerte mía —dice con voz ronca—. Desde ayer en el ascensor, cuando cerraste los ojos, no he podido sacarte de mi cabeza. Y hoy cuando entré en la recepción y te vi tan concentrada leyendo, absorta de toda realidad, me di cuenta que lo que había sentido al verte sonrojar no eran alucinaciones mías. Y ver como se te aceleraba el pulso leyendo el manuscrito, sabiendo que por tu mente estaban pasando esas imágenes, y que por tu expresión y por el color que tomó tu piel te gustaba, me ha hipnotizado. Y si te digo lo que sentí al escucharte decir que te gusto, no me volverás a hablar en tu vida. De eso estoy completamente seguro.
¡Ay Dios! ¿Daniel me acaba de decir que quiere hacerme suya?
—¿Qué sentiste? —le pregunto en voz tan baja que no creo sinceramente que me haya escuchado.
—No te lo puedo decir.
—¿Por qué no? —me atrevo a preguntar.
—Porque no te volvería a ver nunca —dice con total seguridad—, y créeme Margaret, eso es lo último que quiero en este momento.