Las luces de la ciudad parpadeaban como ojos acusadores en la distancia, un velo de neón que ocultaba los secretos que la noche siempre guardaba. La limusina negra devoraba la carretera desierta, su ronroneo motor un susurro hipnótico contra el silencio opresivo del interior. La familia Salvaterra regresaba de la gala benéfica, un ritual de sonrisas falsas y copas de cristal que Alice detestaba en secreto. Su vestido de seda roja se adhería a su piel como una segunda sombra, aún cargado del perfume floral de la velada y el eco de flashes que la habían cegado. Observaba por la ventana tintada, el cansancio royéndole los huesos, pero su mente traicionera revivía fragmentos: la risa coqueta de un diplomático, el roce accidental de una mano ajena en la suya. *¿Cuánto tiempo más podré fingir que esto es mi vida?*, se preguntó, ignorando el nudo en su estómago.
Su madre, Alicia, le dedicó una sonrisa frágil, acomodando el broche de diamantes en su muñeca con dedos que temblaban imperceptiblemente. Esos diamantes no eran solo joyas; eran herencia de una abuela que había muerto en circunstancias "accidentales", un susurro familiar que Alice siempre había descartado como chisme de sirvientes. Alicia, con su elegancia etérea y ojos que guardaban tormentas pasadas, parecía leerle el alma. "Todo estará bien, mi amor", murmuró, pero su voz se quebró como cristal fino, traicionando el miedo que acechaba en los bordes de su compostura.
Maximiliano, su padre, era un contraste vivo: un muro de contención en traje Armani, concentrado en la pantalla de su teléfono como si el mundo entero dependiera de él. Sus dedos volaban sobre los informes del hotel —el imperio que había construido de la nada, ladrillo a ladrillo, sobre cimientos que Alice sospechaba no eran tan limpios como proclamaba—. Nunca descansaba. Nunca bajaba la guardia. *¿Por qué siempre parece que espera lo peor?*, pensó Alice, recordando las noches en que lo oía caminar por el pasillo, pistola en mano, como un fantasma en su propia casa.
—¿Cuánto falta para llegar a casa? —preguntó Alice, su voz somnolienta un intento desesperado por anclarse a la normalidad.
—Menos de diez minu—
El chofer no terminó. Un estruendo primordial, como el rugido de una bestia despertada, sacudió la limusina. Una camioneta negra irrumpió desde las sombras laterales, embistiéndolos con una fuerza que hizo crujir el chasis y lanzó a Alice contra la puerta. El impacto fue un latigazo de dolor en su hombro, un recordatorio brutal de que la fragilidad no perdonaba ni a los ricos. Soltó un grito ahogado, el corazón martilleándole el pecho como un prisionero en fuga. Alicia la envolvió en un abrazo feroz, sus uñas clavándose en la seda roja como anclas en una tormenta. "¡Shh, mi niña, shh!", susurró, pero sus ojos —esos ojos que Alice hereda, verdes como esmeraldas empañadas— brillaban con un terror primordial, el de una mujer que ya había perdido demasiado.
Maximiliano levantó la vista en un parpadeo, sus ojos oscuros transformándose en pozos de acero fundido. El teléfono cayó de su mano, olvidado, pero no antes de que Alice vislumbrara un mensaje parpadeante en la pantalla: *La deuda se cobra esta noche. No hay escapatoria. —E.* ¿Quién era "E"? ¿Un socio? ¿Un enemigo? La pregunta se clavó en su mente como una astilla, pero no hubo tiempo para respuestas.
—¡Acelera, carajo! —rugió Maximiliano, su voz un trueno que cortó el pánico como una hoja afilada.
Pero el destino ya había sellado su jugada. Otra camioneta surgió de la niebla artificial de la carretera, bloqueando el camino con la precisión de un verdugo. Hombres descendieron como espectros: vestidos de n***o, rostros ocultos bajo pasamontañas que devoraban cualquier rastro de humanidad. Sus movimientos eran letales, coreografiados —no ladrones improvisados, sino cazadores entrenados para la caza mayor. Uno de ellos, el más alto, se detuvo un instante bajo la luz de un farol, y Alice juró reconocer el tatuaje asomando en su muñeca: una serpiente enroscada, idéntica a la que su padre tenía oculta bajo la manga. *¿Coincidencia? ¿O algo peor?* El pensamiento la heló más que el viento que ahora aullaba a través del parabrisas agrietado.
El sonido de los disparos destrozó la noche como un cristal pisoteado. Balas que silbaban, que mordían el metal con hambre insaciable.
—¡Al suelo! —bramó Maximiliano, desenfundando su pistola de reglamento con una fluidez que traicionaba años de sombras no contadas. No era solo un magnate; era un superviviente, forjado en fuegos que Alice solo intuía en sus silencios. Se interpuso entre ellas y la muerte, su cuerpo un escudo vivo.
El chofer, un hombre leal que había servido a la familia por una década, pisó el acelerador con un gemido de desesperación. Pero las balas lo encontraron primero: una ráfaga perforó el parabrisas en un estallido de vidrio y sangre. El impacto lo sacudió como un títere roto, un chorro carmesí salpicando el salpicadero. Soltó un jadeo gutural —"Señores... lo sien—", y se desplomó sobre el volante, sus ojos vidriosos fijos en el retrovisor, acusando al universo entero. La limusina viró salvajemente, derrapando en un ballet mortal hasta chocar contra un poste de luz. El metal gimió en protesta, y el mundo se inclinó en un torbellino de oscuridad y dolor.
Alicia sollozó, un sonido roto que rasgó el alma de Alice como un cuchillo. "¡No, por favor, no otra vez!", murmuró, y en ese instante, Alice vio el fantasma en su rostro: un flashback involuntario de una noche similar, años atrás, cuando Alicia había perdido a su hermana en un "accidente" de tráfico. ¿Estaban conectados estos hilos de violencia? ¿O era solo el peso de una vida construida sobre mentiras?
Maximiliano no titubeó. Con un movimiento felino, abrió la puerta y se lanzó al asfalto, pistola en alto. Su primer disparo fue poesía letal: la bala se hundió en la frente de un atacante, salpicando el pavimento con una flor roja. Caos. Polvo y humo se arremolinaban como velos de un funeral prematuro. Los hombres respondieron con una tormenta de plomo, balas que rebotaban en la carrocería como dedos impacientes en un ataúd.
Pero Maximiliano era un depredador en su elemento. Se agachó tras la limusina maltrecha, cambiando de ángulo con la gracia de un bailarín mortal. Vació el cargador en ráfagas calculadas: dos atacantes cayeron retorciéndose, sus gemidos un coro agonizante que se mezclaba con el zumbido de las sirenas lejanas. Otro intentó flanquearlo, un sombra sigilosa en la penumbra, pero Maximiliano lo olió —o lo sintió, en ese instinto animal que lo había mantenido vivo—. Giró sobre su eje, el cañón escupiendo fuego, y el hombre se derrumbó con un borboteo en el pecho, sus ojos visibles a través del pasamontañas suplicando clemencia que no llegó.
Alice, acurrucada en el suelo del auto, temblaba como una hoja en vendaval. Nunca había visto a su padre así: no el hombre de cenas formales y apretones de manos diplomáticos, sino una máquina de venganza, fría y sin remordimientos. *¿Quién eres realmente, papá? ¿Qué has hecho para merecer esto?* Lágrimas calientes surcaban su rostro, mezclándose con el polvo y la sangre ajena que manchaba su vestido. El rojo ahora parecía una profecía cumplida.
—¡Salgan del auto! ¡Ahora! —rugió Maximiliano, su voz un faro en la tormenta.
Alicia intentó moverse, pero el shock la había anclado, sus manos arañando el cuero como si pudiera conjurar la seguridad pasada. Alice la jaló, sus piernas un nudo de gelatina, cuando un disparo nuevo hendió la noche. La bala impactó la carrocería justo donde Alicia se acurrucaba, estallando el vidrio trasero en una lluvia de esquirlas que cortaron como cuchillas diminutas. Alicia gritó, un sonido primal que Alice sintió en los huesos, y un corte superficial le surcó el brazo, sangre brotando como lágrimas de rubí.
—¡Mamá! —chilló Alice, el pánico convirtiendo su voz en un alarido.
Maximiliano se giró como un lobo herido, furia pura en sus venas. Su respuesta fue un torrente de balas: el tirador se convulsionó, cayendo de rodillas en una plegaria muda antes de desplomarse. Pero el costo era visible en los ojos de su padre —un destello de algo roto, una grieta en la armadura que Alice nunca había notado.
Las sirenas aullaban más cerca ahora, un lamento que prometía salvación tardía. Los atacantes, oliendo la derrota, se replegaron como ratas en la oscuridad. Cargaron a sus heridos con maldiciones ahogadas, disparando una ráfaga final —balas que silbaron cerca, demasiado cerca— antes de huir en sus camionetas, llantas chillando contra el asfalto como uñas en una pizarra.
Maximiliano, con el traje salpicado de sangre enemiga y sudor que perlaba su frente, corrió de vuelta. Abrió la puerta con manos que, por primera vez, temblaron levemente. "¡Vamos, deprisa! No estamos a salvo aún".
Alicia, pálida como un espectro, asintió con un sollozo entrecortado, permitiendo que Alice la ayudara a salir. Las piernas de Alice flaquearon al pisar el suelo manchado, aferrándose al brazo de su padre como a un salvavidas. Él las guio hacia las sombras de un callejón adyacente, pistola aún humeante en su puño.
Una última camioneta rugió al arrancar. Maximiliano apuntó con precisión quirúrgica, el disparo astillando el vidrio trasero. El conductor viró, el vehículo chocando contra una señal de tránsito en un estallido de chispas y metal retorcido. Silencio. Solo el eco de los disparos y el latido errático de tres corazones destrozados.
Alice miró a su padre, jadeando, el vestido rojo ahora un sudario improvisado, pegajoso con sangre y polvo. El broche de su madre yacía roto en el suelo, diamantes esparcidos como estrellas caídas.
—Papá… ¿qué demonios fue eso? —susurró, la voz quebrada por el peso de lo inevitable.
Maximiliano guardó el arma con un movimiento deliberado, pero sus ojos —esos ojos que ahora Alice veía cargados de un secreto ancestral— se clavaron en los suyos con una gravedad que helaba la sangre.
—Una advertencia —dijo, su voz un murmullo ronco, cargado de promesas no dichas—. Y el comienzo de algo mucho peor.
En ese instante, Alice lo supo: las sombras de su familia no eran solo metáforas. Eran reales, hambrientas, y acababan de morder.
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