**Punto de vista de Alice**
La mansión estaba en silencio absoluto cuando entré, el eco de mis tacones resonando en el mármol como tiros en la noche. Julián me había dejado en la puerta con un beso largo y baboso, sus manos apretándome el culo como si ya fuera suyo, y sus mensajes vibrando en el bolso: “Te extraño ya, reina. Mañana te recojo y no te suelto”. Los ignoré todos. Porque mi cabeza no estaba con él. Estaba con el cabrón que manejó todo el camino callado, con la mandíbula tan apretada que parecía que iba a romperse los dientes.
Subí las escaleras descalza, el vestido rojo subiéndose por los muslos con cada paso, el corazón latiéndome como un tambor de guerra. Mamá y papá todavía no habían llegado del hotel, la casa era mía. Y él… él estaba en su cuarto al final del pasillo, como siempre, fingiendo que no le importaba una mierda lo que acababa de pasar.
Me paré frente a su puerta, el pulso en la garganta. Toqué tres veces, fuerte.
Nada.
Toqué otra vez, más cabrona.
— ¡Dere, abre la puta puerta!
Silencio.
Rodé los ojos, el mal genio malcriado saliendo a flote, y abrí yo misma. Porque ¿quién carajo me iba a detener?
Y ahí estaba.
Joder.
Sin camisa, solo pantalón de chándal gris bajito en las caderas, dejando ver esa V que me tenía loca desde Río. Torso desnudo, tatuajes cubriéndolo todo como una puta obra de arte oscura —serpientes, sombras, símbolos que gritaban peligro—, músculos marcados por años de guerra y sudor, piel bronceada brillando bajo la luz tenue de la lámpara. Me quedé parada en el marco, la boca seca, el coño palpitándome solo con verlo así.
Él me miró frío, sin inmutarse, pero vi cómo se le tensaba la mandíbula.
— ¿Se te perdió algo, princesa? —su voz salió grave, irritada, ronca como si acabara de despertarse de una pesadilla donde yo era la protagonista.
Apoyé el hombro en el marco, cruzando los brazos bajo las tetas para que viera el escote, y sonreí con toda la malicia que traía dentro.
— No podía dormir, grandote. Y como eres mi “entretenimiento favorito”, vine a joderte un rato.
Él suspiró, pasándose una mano por el cabello corto, ojos oscuros clavados en mí como si quisiera follarme y matarme al mismo tiempo.
— Alice, vete a dormir. Es tarde.
— ¿Y si no quiero? —di un paso adentro, cerrando la puerta detrás de mí con el pie—. ¿Qué vas a hacer? ¿Echarme como a una niñita?
Él dio un paso adelante, tan cerca que sentí su calor y ese olor a hombre que me mareaba.
— No soy un cuento para niños, Alice.
Reí suave, acercándome más, casi rozándole el pecho con el mío.
— No, pero eres mi juguete favorito. Me encanta verte así, todo serio, todo controlado… cuando los dos sabemos que te mueres por arrancarme este vestido y follarme hasta que grite.
Sus ojos bajaron un segundo a mi boca, a mi escote, y vi cómo se le tensaba todo el cuerpo.
— ¿Juguete? —su voz salió más baja, peligrosa—. Cuidado con lo que dices, princesa. Porque los juguetes se rompen.
Me mordí el labio, sintiendo el pulso entre las piernas.
— Rompe, Dere. Rómpeme. Porque yo ya estoy harta de este juego donde tú miras y yo me mojo sola pensando en ti.
Él dio otro paso, acorralándome contra la puerta, manos a ambos lados de mi cabeza, tan cerca que sentí su aliento y su erección rozándome el vientre a través del pantalón.
— ¿Harta? ¿Tú? Tú eres la que sale con ese hijo de puta de Julián, la que lo besa delante de mí, la que se pone ese vestido rojo para joderme la cabeza. ¿Quieres que te rompa? Pídemelo bonito, Alice. Pídemelo de rodillas y quizás te dé lo que tanto provocas.
Tragué saliva, temblando, pero el orgullo malcriado me ganó.
— ¿De rodillas? ¿Yo? Sigue soñando, soldado. Tú eres el que se muere por tenerme. El que se pajea pensando en mí cada noche mientras yo me dejo tocar por otro.
Él soltó una risa oscura, baja, que me vibró en todo el cuerpo.
— ¿Otro? Ese imbécil no te toca ni la mitad de lo que yo podría. Pero si tanto te gusta jugar… juega. Pero cuando me canse de mirar, te agarro, te follo hasta que olvides su nombre y solo sepas gritar el mío.
Y dio un paso atrás, frío de nuevo, abriendo la puerta.
— Buenas noches, Alice.
Me quedé ahí, jadeando, el coño mojado y la cabeza hecha mierda.
— Maldito cabrón… —murmuré, saliendo furiosa.
Pero mientras cerraba la puerta, sonreí.
Porque lo había sentido.
Y mañana iba a empujar más fuerte.
Hasta que se quebrara de una puta vez.