Stormholt, The Lake District. 01 Diciembre. Inicio Del Invierno.
El viento aullaba como un alma en pena alrededor de la mansión de piedra, azotando los cristales de las ventanas del estudio con rachas cargadas de un frío cortante que presagiaba la primera gran nevada. En el interior, el fuego crepitaba en la chimenea grande, pero su calor no lograba alcanzar el frío que se había instalado en los huesos de Alaric Vance, un frío que nacía desde su médula y se extendía hasta el último rincón de su ser.
No era sólo el frío del invierno inglés, sino el de una certeza mortal. La certeza de que su tiempo, robado a golpe de veneno y traición, se agotaba.
La puerta del estudio se abrió con un suave crujido, tan sigiloso como la serpiente que la cruzaba. Alistair Blackwood se deslizó en la habitación, su traje impecablemente cortado era una mancha de oscura elegancia contra la penumbra acogedora del estudio. Un leve copo de nieve, que se derritió al instante, era la única concesión a la pureza del exterior en su persona. Sus ojos, fríos y calculadores, barrieron la estancia antes de posarse en la figura demacrada que yacía en el sillón de cuero junto al fuego.
—Debes estar tranquilo, querido primo —su voz era suave, un hilo de seda envenenada que cortó el silencio—. No te preocupes por los detalles mundanos. Morwenna y yo nos encargaremos de todo. —Hizo una pausa, permitiendo que sus palabras, cargadas de intención, se clavaran como un puñal—. Para mañana, Stormholt, los hoteles, los restaurantes… todos tus juguetes, estarán en manos adecuadas. —Una sonrisa delgada y afilada como una cuchilla se dibujó en sus labios—. Puedes… irte en paz.
Alaric no tuvo fuerzas ni para abrir los ojos, pero cada palabra de Alistair cayó sobre él como un golpe de martillo, confirmando las sospechas que lo habían consumido durante meses. Ésas, las voces que ahora saqueaban su paz incluso antes de morir, eran las "serpientes" a las que tanto había temido. Las mismas que había alimentado bajo su propio techo.
Cuando la puerta se cerró y quedó sumido de nuevo en la soledad de su agonía, una única lágrima, caliente y amarga, se escapó de entre sus párpados cerrados. No era por el dolor físico, ni por el miedo a la muerte. Era por ella. Por Elara. Había fallado. La promesa hecha a Eleanor en su lecho de muerte se quebraba con lo que sería su último aliento.
Pero entonces, una última chispa de furia, la misma que forjó su imperio, se encendió en su pecho. No. No mientras ella respirara. No se rendiría. No sin luchar por ella.
Con manos que apenas respondían, temblorosas y pálidas como la cera, tomó la pesada pluma estilográfica de oro que había pertenecido a su padre. Sobre el papel grueso y crema de su escritorio, trazó las palabras con una caligrafía que, antaño firme y decidida, ahora era un susurro de tinta titubeante.
"Querida Elara,"
"Si esta carta llega a tus manos, es que he fallado. He fallado en protegerme, y lo que es infinitamente peor, he fallado en protegerte a ti."
Una tos seca y desgarradora sacudió su cuerpo, un espasmo violento que le recordó la urgencia de su misión. Se llevó un pañuelo de lino a los labios y lo apartó manchado de un rojo brillante y siniestro. La mancha se expandió como una amapola venenosa sobre la nieve del lienzo, la firma inconfundible del talio que lentamente había convertido su cuerpo en una tumba. Veneno. Lento. Insidioso. Elegante, como todo lo que hacían Alistair y su hermana, Morwenna.
"No fue un accidente. No dejes que te convenzan de lo contrario. Alistair y Morwenna Blackwood, mis propios primos, son los responsables. Sus ambiciones no conocen límites."
"Sé que para ti solo fui un nombre, un fantasma lejano. Un tío del que apenas recibiste una carta formal en Navidad. Siempre envié la más bonita, con el árbol de Stormholt iluminado en la portada, anhelando que, tal vez, un año, esa imagen tentara a la niña de tus ojos a venir. Pero, querida niña, quiero que sepas una verdad que he guardado en lo más profundo de mi alma: cada latido de mi corazón, desde el día en que naciste, ha sido por ti."
Su mirada, nublada por el dolor y la fiebre, se desvió hacia el pequeño marco de plata en su escritorio. En él, una mujer de sonrisa radiante y ojos bondadosos, Eleanor, sostenía en brazos a un bebé. El amor de su vida. Y Elara, su hija, el legado viviente de ese amor que nunca pudo poseer, pero que atesoró en la distancia. Mientras la pluma arañaba el papel, los recuerdos lo asaltaban como fantasmas benévolos: la sombra de Elara a los siete años, con un vestido azul en un recital escolar al que él asistió escondido entre el público; el informe del detective con su foto de graduación, tan orgullosa... Cada imagen era un puñalazo de una felicidad que se le negaba, un recordatorio desgarrador de la familia que podría haber tenido y que el destino, y su propio corazón cobarde, le arrebataron. Por eso se mantuvo distante. Porque el dolor de estar cerca de ese reflejo viviente de Eleanor, de ver sus mismos gestos en el rostro de su hija, sin poder abrazarlas, sin poder reclamarlas como suyas, era más de lo que podía soportar.
"Tu madre me hizo prometerle que te cuidaría. Y he construido todo esto… Stormholt, los hoteles, la isla… no por ambición, sino para ser el castillo que te protegiera cuando yo ya no estuviera. Un castillo que, ahora veo con horror, está lleno de serpientes que yo mismo incubé."
Escribió entonces con furia concentrada, detallando sus sospechas, nombrando empresas fantasma, fechas, transacciones dudosas. Era el testamento de un hombre que se sabía condenado, pero que se negaba a llevar sus secretos a la tumba.
"Confía en el susurrador, Kaelen Thorne. Él también fue una de sus víctimas. Lo deshonraron para quitárselo de encima. Es un hombre bueno, con el corazón roto y un honor que los Blackwood nunca tendrán. Busca las otras cartas. Te guiarán."
Otra punzada de dolor, más aguda y profunda, lo dobló sobre el escritorio. El veneno estaba llegando a su fin, reclamando su deuda. Con un esfuerzo sobrehumano, casi divino, terminó la carta.
"Todo lo que tengo es tuyo. No solo la riqueza, Elara, sino la responsabilidad. La venganza. Te he legado una guerra. Perdóname por eso. Pero sobre todo, te he legado mi amor, un amor tan vasto, tan silencioso y tan eterno como estos lagos oscuros que rodean Stormholt."
"Cuida de Stormholt. Cuídate a ti misma."
"Con todo el amor que un corazón solitario pudo albergar,"
"Tu tío Alaric."
Dobló la carta con un cuidado infinito, como si estuviera acunando a la propia Elara. La selló con cera roja, estampando con firmeza el sello del anillo de la familia Vance: un caballo encabritado sobre las olas, el emblema de un espíritu indomable que él había poseído y que ahora legaba a ella. "Para Elara," susurró con los labios secos, "Cuando Todo Parezca Perdido".
Pero entonces, el recuerdo de la sonrisa burlona de Alistair, su seguridad de victoria, encendió en él una rabia feroz. No podía limitarse a escribir. Tenía que actuar. Ahora.
Con una fuerza que le arrancó un gemido gutural, arrastró su brazo, pesado como el plomo, hacia el borde del sillón. Sus dedos, entumecidos y fríos, buscaron a tientas bajo el grueso colchón de plumas hasta encontrar el frío y robusto metal de un teléfono satelital con botones físicos, el único artefacto en toda la mansión que los Blackwood no controlaban y que sus dedos entumecidos podrían manejar.
Cada presión sobre un botón fue una batalla campal contra la parálisis que se apoderaba de él. La energía se le escapaba como la vida misma. La línea sonó, una vez, dos… un sonido interminable que parecía burlarse de su desesperación.
—¿Sí? —la voz de Arthur Pembleton del otro lado era áspera por la hora y la sorpresa.
—Ar-thur… —la voz de Alaric era apenas un susurro ronco, el sonido de la muerte acechando en los confines de la habitación.
—¡Alaric! ¡Dios mío! El médico dijo que no debías…
—Mi… médico… miente —logró articular Alaric, con una urgencia desesperada que le arrancó una tos seca y sangrante—. Me… matan. Alistair… Morwenna… Arthur… no… no necesito un médico. Necesito a mi médica.
Arthur contuvo la respiración al otro lado de la línea. Lo entendió al instante. No era una petición. Era un legado.
—Elara —susurró, el nombre era un pacto entre ellos.
—Tráela… —la voz de Alaric se quebró, mezclándose con un sollozo de impotencia y amor—. Tráeme a mi familia, Arthur. A mi hija. A mis nietos. Ellos… son… mi única… esperanza.
La línea se cortó. El teléfono se deslizó de su mano inerte sobre las sábanas de seda, un último suspiro tecnológico. Fuera, la primera nevada comenzaba a caer en serio sobre los lagos, cubriendo los jardines desnudos y los caminos sinuosos, un manto blanco e impoluto que intentaba, en vano, purgar el pecado de la mansión. Un sudario limpio para los secretos sangrientos que yacían debajo. Dentro, el titán yacía vencido, su cuerpo roto, pero su espíritu, por primera vez en años, no estaba derrotado. Había lanzado su último mensaje en una botella al mar de la noche, un mensaje de amor y advertencia.
Y a cientos de kilómetros de allí, en Londres, una doctora llamada Elara Vance ponía la cena a sus hijos en una cocina donde el aroma a galletas de jengibre y canela se mezclaba con el calor de la calefacción, y donde en la ventana se pegaba un copo de nieve solitario contra el cristal. En ese mundo de luz y rutina, el mayor peligro era que la leche se derramara o las galletas se quemaran. Ignoraba por completo que su nombre acababa de ser pronunciado como un talismán entre las sombras de Stormholt, y que una llamada, destinada a fracturar su mundo para volverlo a construir de una forma que jamás habría imaginado, ya sonaba en el teléfono de su salón.