Punto de vista de Giovanni
Me acerqué a Catalina con Luna aún en mis brazos. —Vaya, esta vez sí llegaste tarde —dijo entre risas,
—Mi esposo me va a matar por tu culpa, ¡teníamos una cena hoy!
Sonreí, inclinándome un poco hacia ella. —Oye, te lo compensaré. Dile a Gustav que lo siento.
Catalina alargó la mano para ajustar su bolso y me miró divertida.
—Claro que lo compensarás —dijo, con esa sonrisa que siempre lograba relajarme.
Se agachó un poco y se despidió de Luna, dándole un beso en la frente. La niña la miró con ternura y la saludó con la mano, mientras yo observaba la escena, sintiendo que ese pequeño momento de normalidad era un lujo en mi vida.
Al verla salir, cerré la puerta lentamente y me quedé con Luna en brazos, consciente de que, aunque el mundo exterior estaba lleno de peligros y decisiones oscuras, estos instantes eran los que realmente importaban.
Ya sola en la mansión, con Luna dormida en mis brazos, me senté en el sillón del salón. La luz tenue de las lámparas apenas iluminaba los contornos de la habitación, pero suspiro profundo y cierro los ojos por un momento, sintiendo el calor de su pequeño cuerpo contra el mío.
Mientras la observaba dormir, mi mente volvía automáticamente a los negocios del día la reunión con los Russo, la firma del contrato, los movimientos de la familia Martínez… cada decisión había requerido frialdad, estrategia y, si era necesario, mano dura. Y sin embargo, aquí frente a Luna, esa parte de mí parecía tan lejana, como si perteneciera a otra vida.
Acariciando su cabello n~~~o, recordé lo que me había dicho mi padre esa mañana “No habrá margen de error”. Cada movimiento, cada elección, podía afectar no solo a mí, sino a los que amaba. Y Luna era la más vulnerable de todos.
La vida me había enseñado a equilibrar el poder y la violencia con momentos de humanidad. Sonreí suavemente mientras ella suspiraba dormida, inconsciente de la oscuridad que acechaba fuera de estos muros.
Miré la pared de la sala y, en el centro, destacaba un enorme retrato de mi amada esposa, Pamela Tufano. Cada vez que lo veía, el corazón se me apretaba con una mezcla de amor y nostalgia.
Luna se parecía a ella en tantas cosas el tono de piel, la forma de la nariz, las mejillas rosadas y redondas que siempre iluminaban su rostro. Menos su cabello n~~~o y sus ojos gris-azulados esos eran míos. Pamela tenia ojos azules y cabello rubio oscuro.
Suspiré, dejando que la memoria de su voz y su risa llenara la habitación por un instante. Luna dormía en mis brazos, pero de algún modo, verla me recordaba que Pamela aún estaba presente, aunque solo a través de nuestra hija.
Una mezcla de ternura y melancolía me recorrió. La vida me había enseñado a luchar, a proteger, a no mostrar debilidad… pero frente a su recuerdo, incluso un hombre acostumbrado al poder y al control podía sentirse vulnerable.
La única certeza que tenía era que debía proteger a Luna, y todo lo que Pamela había significado para mí, aunque eso me llevara a enfrentar peligros que ningún hombre debería enfrentar solo.
La había perdido hace dos años, víctima de un cáncer de pulmón terminal. La única mujer que amaba en el mundo, la única que había cautivado mi corazón. Nunca me casaría de nuevo, ni amaría a otra mujer. NUNCA.
El pensamiento se repetía en mi mente como un mantra oscuro y firme. Pamela no era solo un recuerdo; era la medida de todo lo que alguna vez significó amar de verdad.
Nadie podría reemplazarla, nadie podría ocupar el vacío que dejó. Y aunque el mundo exterior me exigiera frialdad, estrategia y violencia, mi corazón permanecía sellado para siempre, guardando su memoria como un tesoro que ni el tiempo ni la muerte podrían tocar.
Al día siguiente, antes de salir de casa, encontré a Luna desayunando sola con su nana. Un pequeño nudo se formó en mi estómago; me sentía culpable por dejarla sola, aunque fuera por unas horas.
Apreté los puños con fuerza, recordándome a mí mismo que debía ser fuerte, tanto para ella como para todo lo que venía.
Al verme acercarme a la mesa, su rostro se iluminó y exclamó
—¡Papi, papi, desayuna conmigo!
Sonreí ante su entusiasmo y le di un tierno beso en la cabeza, acariciando suavemente su cabello.
—Lo siento, pequeña… luego, ¿sí?
La nana Roberta no dijo nada, pero conocía esa mirada. Esa mezcla de inocencia, ternura y pequeñas exigencias que solo un niño podía tener.
Me incliné un momento, observando cómo Luna comía, y sentí una mezcla de amor profundo y la responsabilidad abrumadora que implicaba protegerla, incluso cuando el mundo allá afuera parecía decidido a derrumbar todo lo que amaba.
Al salir, miré por última vez la mansión, viendo a Luna y a la nana despedirse en la puerta. Un nudo se formó en mi pecho; si Pamela estuviera aquí, todo sería más fácil para ambos. Luna no se sentiría sola, y yo no cargaría con esta sensación de vacío constante.
Pero era algo que ni todo mi poder en el mundo podía cambiar no podía devolverle a su madre. La había perdido cuando apenas tenía dos años, y cada día de su vida me recordaba la fragilidad de todo lo que amaba.
Sacudí ligeramente la cabeza, obligándome a concentrarme en lo que venía. Al llegar a la oficina, empujé la puerta y lo primero que vi fue una mujer sentada en mi escritorio. Su postura, confiada y serena, me hizo arquear una ceja.
—Lucrecia —dije, con la voz firme, pero controlando la sorpresa que intentaba filtrarse.
—¿Qué haces aquí?
Ella me miró con una sonrisa apenas perceptible, y algo en su mirada sugirió que no estaba allí por casualidad.
La tensión en el aire cambió de inmediato; sabía que su presencia no traería tranquilidad, sino algo más complejo un juego de poder, provocación.
Lucrecia se levantó lentamente de mi escritorio y se acercó con esa confianza provocativa que siempre la caracterizaba.
Antes de que pudiera reaccionar, sus labios rozaron los míos en un beso sensual, deliberadamente provocador. Un impulso instintivo me hizo corresponder, aunque en el fondo sabía que no había emoción en ello, solo un mecanismo de escape, un placer efímero que me distraía de la realidad.
Era mi amante desde hacía un año. Lo nuestro no era amor, ni siquiera afecto; solo sexo y un juego de provocación que yo podía controlar.
Sin embargo, su presencia lograba siempre alterar ligeramente mi rutina, como un fuego que podía quemar si me descuidaba.
Lucrecia era una mujer de belleza imponente y consciente de sí misma cabello n***o azabache, labios pequeños pero irresistiblemente sensuales, piel bronceada que parecía brillar bajo cualquier luz.
Egocéntrica y narcisista, todo lo contrario a Pamela, cuyo recuerdo todavía dominaba cada rincón de mi corazón.
Cada gesto de Lucrecia era calculado para llamar la atención, para ser deseada, pero yo mantenía la distancia emocional necesaria para no confundir su seducción con amor.
—Giovanni… —susurró, rozando mi cuello con la punta de los dedos. —Te extrañé.
Sonreí apenas, retirándome sutilmente.
—Ya sabes cómo funciona esto, Lucrecia. No confundamos las cosas.
Ella se apartó, fingiendo una ligera ofensa, pero sus ojos brillaban con diversión.
Era un juego que ambos conocíamos, y aunque podía permitirme perderme en él por un momento, sabía que mi corazón, mi verdadero amor, estaba perdido para siempre, y ningún deseo pasajero podía reemplazarlo.