Capitulo XVIII

1349 Words
Punto vista de Giovanni Estaba en el estudio con mi padre. El olor a madera vieja y whisky impregnaba el aire, mezclado con el sonido tenue del fuego crepitando en la chimenea. —Ya todo está listo, Giovanni —dijo él, sin apartar la vista de los documentos sobre el escritorio. —Partiremos a Estados Unidos mañana. Es más seguro que la boda se lleve a cabo allá. No respondí. Solo tomé mi copa y di un trago lento, dejando que el licor quemara mi garganta. —¿Pero estás seguro de que es la única forma? —intervino Francesco, mi hermano menor. Su tono tenía esa mezcla de duda y rebeldía que siempre lo metía en problemas. Mi padre levantó la mirada hacia él con esa frialdad que podía congelar cualquier intento de réplica. —No hay opción, Francesco. Y tu hermano lo sabe bien. Yo no dije nada. Solo giré el vaso entre mis dedos, observando cómo el ámbar del whisky reflejaba las luces del fuego. Mi padre tomó una carpeta gruesa del escritorio y me la extendió. —Aquí está toda la información sobre tu futura esposa —dijo con un dejo de satisfacción. —Y debo admitir que no es cualquier mujer. Me dejó muy sorprendido cuando la conocí. Tomé la carpeta sin mirarlo. La coloqué sobre la mesa, sin abrirla. —Sorprendido… —murmuré, sin apartar la vista de mi copa. —No sabía que el matrimonio era para impresionar, padre. Él sonrió apenas, una sonrisa que nunca llegaba a los ojos. —A veces, hijo, las alianzas más poderosas no se firman con tinta… sino con un apellido. Sus palabras quedaron flotando en el aire. Yo seguí mirando el fondo de mi copa, preguntándome si esa mujer, esa desconocida sabía en qué clase de mundo estaba a punto de entrar. Cuando el estudio quedó en silencio, esperé a que mi padre y Francesco salieran. Solo entonces tomé la carpeta. Durante unos segundos la observé sin moverme, como si el simple hecho de abrirla fuera una sentencia. Finalmente, la deslicé hacia mí y la abrí. El primer folio tenía su nombre: Charlotte Jefferson. Estadounidense. Dicen que los nombres pueden decir mucho de una persona… pero este no me decía nada. O tal vez sí, y yo aún no quería entenderlo. Pasé a la siguiente hoja y vi su fotografía. Era una mujer joven, de rostro sereno, aunque en sus ojos marrones verdosos claros, había algo que desentonaba; una mezcla de determinación y melancolía. Tenía el cabello castaño claro, largo, con ondas suaves que caían hasta los hombros. Su piel era clara, como la porcelana que mi madre solía coleccionar, La curva de su labio superior era perfecta, un arco de Cupido bien definido que añadía un toque romántico a su rostro… marcadamente definidos. En la imagen, vestía un traje sencillo, elegante, sin artificios. No buscaba impresionar, pero lo hacía de todas formas. Había algo en su postura en la manera en que sostenía la mirada que no encajaba con el papel de una mujer dispuesta a casarse por conveniencia. Fruncí el ceño. El informe hablaba de su familia. Todo tan meticulosamente planeado que parecía más un contrato que un compromiso. Volví a mirar la fotografía. No sabía quién era realmente Charlotte Jefferson … pero algo en su mirada me dio una certeza no sería una mujer fácil de dominar. Al día siguiente estaba en la habitación de mi hija Luna junto a su nana, alistando su ropa con la misma minuciosidad con la que cuidaba cualquier asunto importante. Doblé una chaquetita pequeña, revisé que las mangas no tuvieran manchas, coloqué las zapatillas en la bolsa: todo ordenado, todo previsto. Luna dormitaba en su cama, ajena al movimiento de adultos que transformaba su mundo en itinerarios y maletas. La puerta se abrió y entraron Salvatore, mi hermano y Matteo. Salvatore, con su habitual gesto de provocación, se plantó junto a la maleta abierta y sonrió como quien lanza una moneda al aire. —Así que hoy viajamos a Nueva York —dijo, mordaz. —¿No estás emocionado de conocer a tu futura mujer? Lo fulminé con la mirada. No vi la gracia. No había motivo para juegos cuando el tiempo apremiaba y cada detalle debía estar bajo control. Matteo, apoyado en el marco, dejó caer la única observación que parecía divertirle —Yo de ti tendría cuidado, Salvatore… si no, Giovanni te matara. El comentario provocó en la habitación una risa contenida; para ellos era broma, para mí una advertencia trivial envuelta en humor. Me acerqué a la cama y deposité un beso en la frente caliente de Luna. La ternura fue breve, exacta; luego volví a la realidad de la casa, de los vuelos, de las mesas que había que cerrar. —Preparad el coche —dije, sin alzar la voz—. Salimos al mediodía. No añadí excusas, ni explicaciones, ni promesas. Mis órdenes eran suficientes. Mientras cerraba la maleta con un movimiento sencillo y definitivo, pensé en la foto de la carpeta, en la mirada de esa mujer que pronto estaría frente a mí. No quería sorpresas; prefería preverlas. Si el matrimonio era una pieza más del plan que protegía a mi familia, la movería con la precisión necesaria. Salvatore hizo un gesto teatral como fingiendo miedo y Matteo resopló divertido. Yo solo terminé de colocar la última prenda y apreté el cierre. Mañana Nueva York; mañana se medirían voluntades y se sellarían acuerdos. Y yo, como siempre, calcularía cada paso. Horas más tarde, el rugido de los motores privados rompía el silencio de la pista. El cielo sobre la Toscana comenzaba a teñirse de tonos dorados cuando subí al avión junto a Matteo, Salvatore, Francesco, Catalina junto a su esposo y la nana que llevaba a Luna de la mano. Mi padre iría en el otro avión con algunos miembros de la familia y socios importantes. Todo estaba perfectamente cronometrado. Como siempre. El interior del jet era un reflejo de lo que más valoraba: discreción, orden y control. Los asientos de cuero beige, las luces suaves, el sonido constante pero tenue de la turbina. Me senté junto a la ventana, con un vaso de whisky en la mano, observando cómo el paisaje se reducía a parches verdes y grises antes de perderse entre las nubes. Matteo hojeaba un periódico. Francesco, como era habitual, no podía quedarse quieto. —¿Qué sabes de ella, Giovanni? —preguntó con ese tono que pretendía ser casual, aunque todos sabíamos que no lo era. No aparté la vista del horizonte. —Lo suficiente. —¿Y te agrada la idea? —insistió. —Las ideas no se aceptan ni se rechazan, Francesco—respondí con calma. —Se ejecutan. Debes aprender eso. El silencio volvió al avión, cortado solo por el murmullo de los motores. Luna se había quedado dormida en el asiento frente a mí, abrazando su muñeca favorita. Por un instante, mi mirada se suavizó. Ella no entendería lo que estaba a punto de pasar, y mejor así. No tenía por qué conocer el peso de las decisiones que aseguraban su futuro. Matteo me observó de reojo. —¿Y si no es como esperas? —preguntó. Solté una breve risa, seca. —Nadie lo es, Matteo. Pero todos aprenden a serlo. Apoyé la cabeza contra el asiento y cerré los ojos. Pensé en Nueva York en los rascacielos, en los contratos, en el nombre que pronto compartiría con el mío. Charlotte Jefferson. La foto seguía grabada en mi mente. Esa mirada contenía algo distinto, algo que no podía descifrar del todo. No miedo, no sumisión. Algo más… una fuerza silenciosa. El piloto anunció el descenso sobre Nueva York. Abrí los ojos justo cuando las luces de la ciudad comenzaron a brillar bajo nosotros como un océano de oro. —Bienvenido a Estados Unidos, señor Mancini —dijo la azafata con una sonrisa profesional. Observé el reflejo de mi rostro en la ventanilla. Frío, impasible. Todo estaba listo. Y si el destino había decidido probarme, lo haría en su propio terreno...
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