El aire en el Valle del Nuevo Amanecer vibraba con una energía diferente. La desesperación había sido barrida, reemplazada por una efervescencia de actividad. Pero para Tormenta, cada rayo de sol que filtraba entre las hojas era un reproche silencioso, cada risa de cachorro un eco de su traición. Estaba allí, sí, entre los lobos que habían resurgido de las cenizas, pero se sentía más que nunca un forastero, un paria marcado por la oscuridad de sus decisiones. Su cuerpo, aunque sanando gracias a las hierbas de Lyra y el cuidado reacio de algunos curanderos, era un mapa de su cobardía. Las cicatrices ardían bajo su pelaje, no solo por las garras enemigas, sino por el peso de su propia mierda. Había sido un jodido perro faldero, un seguidor ciego de la Sombra, y ahora el sabor amargo de esa

