Amaia
Tristán entrelaza sus dedos con los míos, dándoles un suave apretón. Levanto la vista hacia su apuesto rostro y le devuelvo su deslumbrante sonrisa.
—¿Estás bien? —pregunta mientras entramos al restaurante.
Asiento e intento concentrarme en él y en la absoluta serenidad de su mirada, no en las cientos de miradas que nos observan, no en los susurros que revolotean por la sala.
—Tú y yo —guiña un ojo—. Solo tú y yo, cariño.
Nos conducen a una mesa en la esquina. Tristán aparta mi silla para que me siente antes de tomar su lugar frente a mí. Nos toman el pedido de bebidas y colocan los menús delante de nosotros.
El lugar es hermoso, casi lleno a capacidad, y siento el peso de las miradas en mi espalda. Tristán está sentado en la esquina, desde donde puede ver toda la sala; estoy a
