—Renata y Donato —repitió Bastián lento y arrastrado. Estaba ebrio, demasiado. Sandra se había ido y a él se le acabaron las fuerzas. Entonces, en la soledad de su despacho, con un par de tragos encima, se permitió ser tan miserable como se sentía. A ese lugar, excepto Sandra, su nana Matilda o su asistente y chófer Josef, nadie entraba, el resto solo hablaban desde la puerta y él decidía si entraban o no; y ese día no dejaría entrar a nadie, ese día solo quería tomar hasta que dentro de él se muriera algo: su dolor o su necesidad de ella. A Alana la amaba con toda su vida. La había conocido en su auto, él estaba esperando a que el semáforo cambiara a verde y, de la nada, una chica rubia y medio loca, al parecer, subió al asiento del copiloto pidiendo que acelerara reiteradamente y, v

