Almuerzo

1461 Words
Avanzaron en el coche solo unas cuantas cuadras, y en menos de cinco minutos llegaron al lugar donde él comía cuando andaba por esos rumbos. Se trataba de un local de unos treinta metros cuadrados, con azulejos blancos y decoraciones de barro en las paredes. Las meseras llevaban flores en el cabello y usaban faldas largas de color verde, blanco y rojo. Se podía oler el delicioso aroma del café con canela que servían y, después de sentarse en la primera mesa que encontraron vacía, los dos aspiraron gustosos. Para él, el ambiente del lugar le recordaba a la cocina de la casa de sus padres, algo que lo reconfortaba. —¡Vaya!, es muy mexicano —hizo hincapié su acompañante. —Lo mejor es el sazón, ¡es buenísimo!, ya verás. —Por la cantidad de gente, se nota que sí. —Y dime, ¿trabajas en la productora? —se aventuró a preguntarle Max, aunque por el gafete era obvio. —Trabajo, vivo, ¡como!… —resopló ella, pero sonrió al final porque en realidad amaba lo que hacía—. Sí, ahí trabajo. Él inspeccionó discreto a su inesperada acompañante. Le pareció que tenía unos treinta y dos años, de piel clara, bastante alta y delgada. Usaba unas gafas negras de pasta, un peinado recogido en cola de caballo y un traje sastre n***o con camisa blanca que la hacían parecer el ejemplo en todo su esplendor de una ejecutiva bien pagada. Sus ojos rasgados casi felinos fueron lo que lo hicieron desviar su mirada hacia otro lado. —¡Debe ser muy emocionante! —le dijo, deseoso de saber más. Antes de que recibiera respuesta, una mesera se acercó a ellos y con especial interés ofreció la carta a Maximiliano, acercándosele provocativa porque ya lo reconocía como cliente. El escote de su blusa no lograba cubrir del todo sus voluptuosos atributos, pero, sin revisar la carta, él ordenó y ni siquiera se inmutó por la acción de la mesera. Cualquiera en su lugar se habría girado aunque sea un poco. —Tiene sus ratos buenos —comentó la mujer luego de ordenar—. ¡Por cierto!, ya estamos hasta a punto de comer y no nos hemos presentado. ¡Qué distraída soy! —Ella creía en las vibras de las personas y, en el caso del joven con el que convivía, sintió una buena desde el primer minuto. —Maximiliano Arias. ¿El tuyo es Sofía? —quiso confirmar porque eso decía su gafete. —Sí. Soy Sofía Acosta. Se dieron la mano y rieron por tremendo descuido. —Me dijiste que fuiste al casting, ¿Cómo te fue? —continuó Sofía. Estaba segura de que era un principiante porque las audiciones de ese día fueron destinados solo a estos. A ellos se les pagaba solo una compensación y con eso abarataban costos. —Sí, pero no me fue nada bien. Creo que no cubro el perfil —respondió y le fue imposible ocultar su tristeza. Ya debía un mes de renta, la colegiatura se avecinaba y solo le quedaba por vender una televisión descolorida. Las opciones para salir bien librado se le terminaban. Ella río un poco y entrelazó las manos sobre la mesa. —Supongo que no lo cubres porque estamos pidiendo hombres jóvenes que…, digamos, llamen menos la atención. Maximiliano era alto, de piel morena clara y un cuerpo atlético que cuidaba bastante; todo lo contrario a lo que solicitaban. —Se puede caracterizar, supongo —pretendió debatir, pero se silenció porque cayó en la cuenta de que no se detenía a analizar bien los requisitos. Sus arranques lo hacían equivocarse. —Es verdad, se puede… —Movió la cabeza de arriba abajo, pero su expresión indicaba desacuerdo—. No me lo tomes a mal, pero seguro sobresalías de más. Supongo que por eso mi compañero del casting te descartó. A lado del protagonista le restarías atención, a quien por cierto ni siquiera lo considero adecuado, y esa no es la idea. —Soltó un leve bufido—. El tipo se quedó con el papel gracias a que su tío político movió influencias… Apuesto a que cobró varios favores. —De pronto sonrió pícara—. Eso no debí decírtelo, así que guárdame el secreto. Con ese comentario, Max se dio cuenta de que los conocimientos de Sofía eran mayores de lo que supuso; creía que trataba con alguna asistente o secretaria. Más interesado, volvió a observar el gafete. Tuvo que enfocar para ver las letras, muy pequeñas a su parecer, y logró leer: Gerente general. ¡No podía creer que comía con la gerente de una de las productoras más grandes del país! —¿Cuántos años tienes? —volvió a interrogarlo ella por mera formalidad. —Veinticinco. —¿En qué año te graduaste? Max titubeó y en sus mejillas se podía notar el rubor. —Todavía no me gradúo. Me falta un semestre todavía. Sé que voy atrasado, pero en mi defensa diré que estudié idiomas antes de tener el valor de decirle a mis padres que la actuación era lo mío. En mi ciudad no hay escuelas que tengan la carrera de actuación, por eso tuve que mudarme aquí. Y ahora estoy solo, sin trabajo y sin terminar —dijo molesto consigo mismo por su inminente fracaso. —¿Cuántos… cuántos idiomas dominas? —Un repentino interés surgió en Sofía y ni siquiera se dio cuenta de que la mesera colocaba su plato frente a ella. —Pues… español, obvio, también inglés, francés, italiano, un poco de portugués y estoy mejorando mi alemán, aunque debo decirte que no me gusta tanto como quisiera. Sofía lo escuchó con atención exagerada y sus pequeños ojos cafés parecieron más grandes de un momento a otro. Cuando él terminó de listarle los idiomas, la notó pensativa, como si resolviera una situación. —¿Estás bien? —quiso saber porque su platillo se enfriaba. De un segundo a otro, ella lo miró como si hubiera tomado una importante decisión. —Si te interesa, puede que tenga un trabajo para ti en la productora, pero… no sé, es algo distinto a lo que buscas. Luego de oírla, Maximiliano la interrumpió y empezó a hablar entusiasmado sobre sus dotes políglotas y el porcentaje que dominaba. Un sueldo seguro no podía ser rechazado por una pedantería absurda. —¡Lo quiero, sí lo quiero! ¡Acepto lo que sea! —sus palabras sonaron sinceras y la esperanza renació en él. Era cierto, podía tomar cualquier cosa y, al estar en el medio, tenía la posibilidad de conseguir su gran oportunidad. —Presta atención —le indicó ella y levantó su dedo índice—, ve dentro de dos horas a la productora, la recepcionista te va a estar esperando. Ahora me voy apurar porque tengo que volver lo más pronto posible o mi jefa va a matarme… o a matarse. No sé qué pueda pasar primero, pero me daré prisa. El resto de la comida transcurrió casi en silencio. Sofía insistió en pagar después de terminar y salió disparada hasta su oficina. Maximiliano, por su parte, decidió que tenía que cambiarse la ropa por lo más formal que tuviera, así que se dirigió hasta la estación del metro. Eran cuarenta minutos de ida y cuarenta de regreso, no podía distraerse o llegaría tarde. Al entrar al vagón fue que pudo sonreír porque esa mañana se había despertado mentalizado de que, antes de terminar el día, se iría a dormir con la tranquilidad de contar con un sueldo que pudiera darle al menos techo y comida. Una hora y media después ya estaba de nuevo en la calle donde se ubicaba la productora. Faltaban veinte minutos, por lo que se sentó en una banca de fierro de un pequeño parque. El clima de la capital no le terminaba de gustar. Se podía ver una ligera neblina y el frío erizaba su piel. Nervioso, observaba atento el viejo reloj de acero que su padre le regaló cuando dejó su casa, y allí recordó lo que le dijo antes de partir: «Nunca olvides que el tiempo es algo que ya no vuelve. Bien puedes usarlo y aprovecharlo o tirarlo directo a la basura, es tu elección, pero no regreses a casa a menos de que lo hayas intentado de verdad». Y lo intentaba, en serio lo intentaba. Con pasos que apenas se escuchaban, Sofía llegó hasta su oficina, cerró la puerta de vidrio y se sentó sobre su cómoda silla. Descolgó complacida el teléfono que estaba sobre su escritorio y marcó la extensión que tenía bien memorizada. —Te tengo buenas noticias, he encontrado otro intérprete —exclamó feliz cuando la persona detrás de la bocina atendió.
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