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797 Words
Mi vida era maravillosa, me había casado con un hombre bueno, leal y amoroso. Juntos habíamos formado una famila llena de afecto. Eramos felices juntos, aún cuando no teníamos tantos lujos el tiempo que pasaba al lado de Carl era el mejor regalo. Crecimos profesionalmente siempre juntos, siendo que cuando nos conocimos éramos dos jóvenes universitarios apenas en el segundo año de carrera. Él estudio Ingeniería en Sistemas y yo Antropología, aunque estábamos en facultades opuestas la atracción surgió instantáneamente; nada más al verlo me gusto y viceversa igual. Las cosas con él eran suaves, dulce, alegres y apasionadas. Carl imprimía devoción en cada cosa que hacía, me adoraba con locura, decía que no le importaba morir de amor porque eso sería lo que lo haría renacer todos los días. Mis sentimientos hacía el era iguales. Tuvimos tres hijos, dos niños y una niña, siempre deseamos una familia enorme. También teníamos cuatro perros y tres gatos, estábamos en planes de buscar un cuarto bebé cuando llegó la fatídica semana en que todo se desmoronó, recuerdo que él esa mañana no tenía apetito, lucía apagado, la piel pálida incluso grisacea. Me asusté inmediatamente al verlo así. —No me siento bien—me dijo con ojos perdidos—¿crees que puedas pedir permiso en el trabajo para ir conmigo al hospital luego de dejar a los niños?, llama a tu amiga Sandy para que cuide a la bebé—pensé en decirle que no, mi niña apenas tenía tres meses jamás la había dejado sola, apenas llevaba una semana trabajando desde casa. Pero en eso él agregó—por favor amor, de verdad estoy asustado nunca había sentido tanto dolor. —De acuerdo amor—le acaricié la espalda—seguro no es nada pero te acompañaré, voy a llamar a mi mamá y avisarle a mi jefe. —Gracias corazón—me dijo apretandome la mano—si no me sintiera así no te molestaría. —No me molestas—dije plantando un beso en su frente—no te preocupes. Fuimos al Hospital Central con la esperanza de que no fuera nada, tal vez solo una gastritis brutal pero no fue así. Desde el primer examen los indicadores dictaminaron que todo estaba pésimamente mal; no tardaron mucho en descubrirlo: un tumor canceroso en el hígado, desgraciadamente maligno y en estado muy avanzado. Recuerdo cuando recibimos la noticia de la Doctora Martha Rashford, nuestra amiga de juventud, se le nublaron los lentes por las lágrimas y tuvo que llamar a otro médico para que terminará de hablar con nosotros. El diagnóstico no tenía esperanza alguna, ese día sentí el frío hálito de la muerte por primera vez. Luego de la devastadora noticia nos refugiamos juntos en el parquecito de verano, al que íbamos luego de salir de clases. Ambos lloramos, tratando de cobijarnos en los brazos del otro. Estábamos devastados, aterrados ante la impronta de un fin tan cercano. —No quiero irme—murmuró a mi oído mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas. —Yo tampoco quiero que te vayas—me acosté en su pecho, escuchando su corazón latir, con miedo de que ese sonido eventualmente desapareciera de mi vida—no quiero un mundo sin ti—susurré llorosa—te amo muchísimo Carl. —Yo también Seri—hundió su rostro en mi cabello—sin importar donde esté siempre lo voy a hacer, lo que siento por ti trasciende la materia, lo físico... Mi corazón y mi alma están conectados con los tuyos. Fue sumamente difícil lidiar con el dolor de la inminente muerte mientras seguía con mis actividades cotidianas pero lo peor de todo fue contarle a mis hijos(los dos mayores) que rápidamente entendieron la situación y no pudieron evitar preocuparse. El deterioro de Carl fue sumamente rápido, pronto estuvo postrado en cama con altas dosis de morfina para soportar el dolor. En el hospital lo desahuciaron: no había nada que hacer. Yo estuve a su lado en cada momento, mientras trabajaba y me hacía cargo de los niños. Estaba devastada pero debía ser fuerte por ellos. El amor de mi vida murió en abril, un martes que llovía a cantaros y los pájaros no cantaban. Fue el día más triste de mi vida. Luego de eso todo se volvió oscuridad, me sumí en una profunda depresión en la cual lo ubico que me mantuvo en pie fueron mis niños: Pierre el mayor, que me protegía como el hombre de la casa, Kailan el del medio y el más dulce y la pequeña Cristina una bebé preciosa. Sobrevivimos varios meses con su seguro de vida, estuve incapacitada y luego renuncié, no lograba salir del hoyo, estaba completamente hundida en ese basto sufrimiento. Me sentía sola y perdida, resistiendo apenas.
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