Cruzó la habitación del hospital, de un lado a otro, y, cuando volteó a verme de refilón, fijé mi mirada en sus ojos azules que parecían reflejar el mar, pero un mar frío, porque me hielaban la piel cada vez que se fijaban en mis ojos, pues siempre lucían duros y parecían dos témpanos de hielo.
—¿Tengo más familia? —le pregunté a aquel extraño e intrigante hombre que decía ser mi esposo y al cual todavía no recordaba.
Su mandíbula se tensó y lo hizo lucir molesto. Parecía que no le gustaba que le hiciera tantas preguntas, o preguntas en sí.
—No que yo sepa —contestó con los dientes apretados y un poco cortante, como respondía a todas mis preguntas.
—¿Por qué no tengo familia? —continué, sin importarme mucho el hecho de que lo estuviera importunando con mis preguntas.
No disimuló y soltó un resoplido de exasperación. Se detuvo y me miró directo a los ojos, congelándome con esos dos luceros fríos e inyectados en furia.
—Cuando nos conocimos, dijiste que eras huérfana —masculló—. Y jamás conocí a alguien de tu familia.
Continuó caminando y metiendo mis cosas en la pequeña maleta desvencijada que había traído. Tragué saliva gruesa y humecté mis labios resecos con mi lengua.
—¿Y no hay nadie más, aparte de ti? —indagué, titubeante.
Esta vez no resopló. Gruñó, fúrico, y apretó los puños. Las venas se le resaltaron en el cuello y en la frente. Giró sobre sus talones y regresó a zancadas, para pararse al pie de la cama y golpear el colchón con sus puños.
—¡No tienes a más nadie, Leyla! —rugió, cortándome la respiración e intimidándome completamente con su actitud—. ¡Pero si no quieres irte conmigo, puedes irte a la calle o a dormir debajo de un puente con toda la libertad del mundo! ¡No es mi problema!
Volví a tragar saliva con más intensidad y me sentí amedrentada ante su furia.
«Si era mi esposo, ¿por qué me trataba de aquel modo tan hosco y reacio?».
Me pregunté si yo realmente necesitaba irme con él, a su casa. «¿Iba a ser bueno eso para mí?».
Sin embargo, tuve más terror de encontrarme sola y sin tener a dónde más ir. Yo no era la misma mujer que era antes de haber tenido aquel accidente y ahora no tenía idea de nada. Ni siquiera de quién era yo realmente. No tenía dinero, no tenía casa, y parecía que era verdad que tampoco tenía familia o amigos, pues nadie más se había presentado en aquella habitación de hospital a preguntar por mi salud.
Para mi desgracia, parecía que mi única esperanza y ayuda era aquel intimidante hombre que parecía odiarme con todas sus fuerzas, pero que había aceptado hacerse cargo de la estratosferica deuda que había generado mi estadía durante aquellos meses en aquel hospital.
Agaché la mirada y observé mis manos. El anillo de oro en mi anular, con su nombre grabado en la parte de adentro, como lo había corroborado al despertar y al aceptar que yo era Leyla Hawthorne y que ese hombre, Braden Hawthorne, era mi esposo.
«¿Por qué me había casado con ese hombre? ¿Acaso antes era diferente? ¿Antes me trataba diferente? ¿O yo era una completa masoquista a la que le gustaba que la tratasen mal? ¿Acaso había hecho algo malo y por eso me odiaba? Pero, de ser así, ¿por qué había venido a ayudarme? ¿Acaso era esto un tipo de venganza? ¿O, en realidad, él no era mi esposo y me estaba mintiendo?».
No tenía una respuesta a ninguna de aquellas preguntas. Lo único que sabía a ciencia cierta era que solamente a su lado podría averiguar la verdad de quién era yo.
—Me voy contigo —dije y mi voz salió en un hilo tembloroso.
No dijo nada, pero, cuando levanté el rostro y lo observé, noté la minúscula y casi imperceptible sonrisa triunfal en su boca.
—Bien, andando entonces —me apresuró con tono exigente, volviendo a tener esa expresión fría y dura en su cara.
Agarró la maleta y salió de la habitación, sin siquiera esperarme.
Miré a mi alrededor, sintiendo un vacío tremendo y sintiéndome muy impotente ante aquella situación que iba a enfrentar y que desconocía completamente. Hasta ese momento, aquella habitación de hospital era lo único que conocía y mi zona de confort. Mi estómago se estremeció ante la idea de que al cruzar el umbral de la puerta me iba a enfrentar a lo desconocido.
Tomé aire a profundidad y me di el valor para levantarme de aquella cama y seguir a ese hombre, que ya me llevaba una buena distancia de ventaja.
Caminaba apresurado, como si más bien huyera de algo o de alguien.
Me di prisa para alcanzarlo, porque no quería que se molestara más y tampoco quería que me dejara abandonada a mi suerte, sin un lugar a donde poder ir.
Lo alcancé, justo en las puertas del hospital y lo continué siguiendo hasta que llegamos a su coche, un viejo Fiat Palio en color gris.
Mi cuerpo tiritó por el frío y añoró el clima cálido de la habitación. Enrosqué mis brazos a mi cuerpo para darme calor y no me bastó.
«¿Por qué no me había dicho que me cubriera o por qué no me había traído algo para cubrirme y resguardarme de este clima tan frío?».
Abrió la portezuela de atrás y tiró la maleta en el asiento. Se metió por la puerta del conductor y encendió el coche, sin siquiera esperar a que yo me subiera.
—¿Te das prisa o qué? —demandó, apenas bajando la ventanilla, para que yo pudiera escucharle.
Rodeé el coche y me subí rápidamente. Me coloqué el cinturón de seguridad como pude, porque él arrancó pisando el acelerador a fondo y el coche salió disparado hacia el frente.
Iba por todo el camino como alma que lo lleva el diablo. Mi cuerpo se jamaqueó con fuerza y a mi mente llegaron las imágenes de los únicos recuerdos que tenía: el accidente.
Cerré los ojos con fuerza y comencé a hiperventilar. Las imágenes del parabrisas rompiéndose, del coche cayendo al abismo y del metal volviéndose un armasijo, golpeaban mi cabeza y me aturdían.
—¡Detente! ¡Por Dios, detente! —grité, histérica, pues no podía soportarlo más.
Frenó de imprevisto y las llantas chirriaron sobre el asfalto. Los coches que venían atrás hicieron sonar sus bocinas y él gruñó, en tanto golpeaba el timón del coche.
—¡¿Qué carajos?! —gruñó.
—Vas muy aprisa —farfullé, sintiendo que las lágrimas de angustia y frustración me apretaban en la garganta—. ¿Acaso... Acaso quieres matarnos?
Resopló con desesperación y sus manos apretaron el volante. Me lanzó una mirada fulminante y luego regresó la vista al frente y siguió conduciendo, pero con más moderación.
El viaje se tornó silencioso e incómodo. Salimos de la ciudad y nos adentramos por carreteras rodeadas de hermosos paisajes y de algunos acantilados y abismos que me pusieron a temblar el estómago y las piernas, cuando el coche se acercaba demasiado a ellos, ya que sus pendientes eran bastante elevadas.
—¿A dónde vamos? —me atreví a preguntar—. ¿Por qué nos alejamos de la ciudad?
Pasaron alrededor de unos quince segundos antes de que él respondiera.
—¿Tampoco lo recuerdas? Vivimos en las afueras de Glasgow.
Me limité a únicamente mover la cabeza de un lado a otro, para negar en silencio. No recordaba ni quién era yo, mucho menos iba a recordar dónde vivíamos.
El camino fue tan largo y silencioso, que me quedé dormida, apoyando mi cabeza contra el vidrio de la ventanilla. Me despertó otro fuerte jamaqueo del coche y me desperté sobresaltada, creyendo que habíamos caído por uno de esos empinados abismos que habían en la carretera, pero solamente era que habíamos entrado a una carretera de tierra, en muy mal estado.
Casi no habían casas en los alrededores y si habían, existía bastante distancia entre una y otra.
Lo que sí había, a por montones, eran árboles, vacas y lodo por todos lados.
Entramos a otra carretera más estrecha y rodeada de árboles frondosos que le daban un aspecto terrorífico, por las sombras que provocaban, hasta que llegamos a un claro con una casa de estilo rústico en su centro.
Era una cabaña de piedra, con techo abobedado cubierto de paja, con dos chimeneas a cada lado y ventanas bastante pequeñas. La decoración era bastante insulsa: un camino empedrado que llevaba hasta la puerta, una vieja banca de madera pegada a la pared y dos enormes árboles venciendo las atrocidades del frío.
—¿Aquí vives... Vivimos? —murmuré.
—¿Tienes algún problema con ello? —espetó con desagrado.
Giró su rostro y me miró con las cejas alzadas y con esa expresión enfadada que siempre tenía.
Parecía que era un hombre amargado con la vida, al que nada le agradaba y al que tampoco le gustaba que le llevaran la contraria. La única sonrisa que había visto en su rostro, había sido aquella de satisfacción que trató de esconder en la habitación del hospital, cuando acepté venir aquí con él.
—No. No tengo ningún problema —respondí.
—Entonces, bájate de una vez —gruñó.
Me quedé mirándolo directo a sus ojos azules y preguntándome ¿por qué siempre estaba tan amargado y si solo sabía hablar a gruñidos y rugidos?
Entre más lo miraba, más dura se iba volviendo su expresión. Parecía que eso también lo molestaba.
Llevé mi mano a la palanca de la puerta y la abrí. Luego la cerré de golpe.
Si afuera del hospital me había parecido que estaba muy frío, aquí parecía que me iba a congelar con el viento invernal que soplaba.
Toda la piel me se me puso de gallina y el frío me caló hasta los huesos, a pesar de que el sol brillaba con intensidad en lo más alto del cielo.
Escuché la risita divertida a mi lado y volteé a verle. Al fin se reía y justamente era de mí.
—¿Qué pasó? ¿Le tienes miedo a un poco de frío? —murmuró, volviendo a ponerse serio.
Apreté los dientes por la rabia y de verdad sentí la impetuosa necesidad de poder estrangularlo con mis propias manos.
—No —respondí, tratando de no sentirme humillada delante de él.
Otra vez abrí la puerta y me hice la fuerte. Bajé del coche y, aunque sentí que se me congelaban hasta las ideas, intenté no temblar frente a él, cuando salió y me observó, esperando ver mi cuerpo sacudirse por los temblores del frío.
Sacó la maleta con tanta paciencia, que me llegué a preguntar si lo hacía adrede, sabiendo que yo tenía frío y que me estaba haciendo la valiente.
—Vamos, adentro —dijo, señalando con un cabeceo hacia la entrada de la cabaña.
Todos mis músculos estaban tensos y sentía que mis extremidades ya se habían congelado. Tuve que hacer un grande esfuerzo para moverme y caminar hacia la puerta, siguiéndolo.
También fue muy lento para abrir la puerta y estuve segura de que fingió no encontrar la llave, para demorarse más.
Cuando por fin abrió y pudimos entrar, me sentí mejor. No era que estaba cálido allí adentro, pero estaba menos frío que allá afuera.
Me permití darle una ojeada a la casa y, extrañamente, no se veía tan vieja y fea como se veía por fuera. Se podría decir que era bastante agradable y acogedora. Era pequeña y muy sencilla. Solamente constaba de una salita con un sofá mullido en color gris, frente a la chimenea y pegado a un pequeño librero abarrotado de viejos libros, dos sillones en color café que no hacían juego con el sofá, cortinas verdes cuadriculadas, un par de cuadros bastante sosos en las paredes blancas y un comedor de madera, redondo y acompañado de dos sillas.
Hacia el otro lado, un pasillo algo oscuro llevaba hacia lo que parecía ser la cocina y había una puerta.
—Voy a encender la chimenea —dijo—. Puedes ir a la habitación y dejar la maleta.
Señaló hacia la puerta que había visto y asentí, antes de que se diera la vuelta y caminara hacia la chimenea.
El frío de mi cuerpo había menguado y me pregunté si el clima siempre era así.
Giré sobre mis talones y caminé hacia la puerta. La abrí y entré. Era tan insípida como las otras partes de la casa. Solamente había una cama matrimonial con sábanas cuadriculadas y oscuras, que no hacían juego con las cortinas, y una mesita de noche con una lámpara.
Parecía que a esa casa le hacía mucha falta el toque femenino.
«Si yo vivía aquí, ¿no tenía ni voz, ni voto, en la decoración? O, ¿es que mi don decorativo era nulo?».
Me acerqué a una puerta que había a un lado y encontré el pequeño baño de baldosas grises y oscuras, con una bañera anticuada, el retrete, una pequeña ducha y el lavabo sencillo.
Abrí la otra puerta que había al lado y me encontré con un guardarropa pequeño. Mis ojos brillaron al ver las chaquetas para el frío y rápidamente cogí una y me la puse encima.
Olía a guardado, pero era preferible soportar aquel olor, a continuar soportando aquel frío extremo que me podía tullir.
Saqué las pocas cosas de la maleta y las acomodé en el guardarropa. Husmeé entre lo que parecía ser mi ropa y nada me pareció bonito o llamó mi atención.
—¿Todo bien? —su voz profunda y autoritaria, detrás de mi espalda, me sobresaltó.
Me giré y lo miré. Estaba parado en el umbral de la puerta y me observaba.
—Solo estaba...
Avanzó y entró a la habitación. Me aparté, cuando lo ví caminar hacia el guardarropa. Cogió una camiseta y unos pantalones viejos, y luego fue hacia la cama. Colocó la ropa encima y, sin mirarme, comenzó a quitarse la camisa, sin importarle que yo estuviera presente y lo estuviera viendo.
Mis ojos se ampliaron al ver su torso desnudo. Su espalda era ancha y sus músculos grandes, marcados y apretados.
La garganta se me resecó y sentí un repentino revoloteo nervioso de mariposas en mi estómago.
Sabía que estaba mal quedarme ahí, viéndole mientras se cambiaba la ropa, pero no pude moverme y me quedé como ida, viendo cómo se quitó los zapatos, uno a uno, y luego comenzó a bajarse los pantalones, despacio, como parecía que hacía todo.
Mi respiración se volvió agitada y de repente el frío se esfumó y comencé a sentir un extraño calor, que me dejó sin aliento.
Él se giró e, impulsivamente, mis ojos bajaron recorriendo su tan bien formado y construido abdomen, hasta instalarse en esa parte en la que los calzoncillos negros se pegaban a la carne y marcaban perfectamente su polla gruesa, que descansaba de lado en su pelvis.
Un calor sofocante se instaló en lo profundo de mi vientre y una repentina necesidad de delicioso dolor se enroscó entre mis muslos.
Tomé una muy necesaria bocanada de aire que inflamó mi pecho y sintiendo que mis mejillas ardían prendidas en fuego, ladeé el rostro y miré hacia otro lado.
—¿Qué sucede? —siseó bajito y con mucha astucia—. ¿Tienes vergüenza de verme?
Lo miré de soslayo y lo ví acercarse a mí. Dio los cinco pasos necesarios para pararse justo frente a mí, tan cerca, que me puso más nerviosa de lo que ya estaba y alcé mis manos para detenerlo.
Más nervios...
Mis manos en contacto con su piel desnuda no fue una muy buena idea. Las bajé a prisa, sintiendo que mis palmas ardían por la impetuosa necesidad de continuar tocando.
—L-Lo siento —farfullé.
Giré mi rostro y lo miré a los ojos. No lucía enfadado como siempre estaba. Había un fulgor extraño en su mirada y una mueca que parecía una sonrisa en su boca.
—¿Por qué? —habló bajito y su aliento caliente abrasó la piel de mis mejillas cuando chocó contra ellas.
Reculé y él avanzó.
—Por mirarte —declaré.
Volví a recular y él avanzó. La mueca se extendió en su boca.
—¿Por mirarme así? —Mi espalda chocó contra la pared y ya no pude continuar reculando—. Me has visto con menos ropa antes y muchas veces. No tienes de qué avergonzarte.
Tomé otra bocanada de aire y las puntas de mis pechos rozaron su abdomen duro. Las palabras se atragantaron en mi garganta y sentí mis piernas flácidas.
—Cre-Creo que será mejor que me vaya, para que te cambies —titubeé.
Intenté apartarme, pero su enorme cuerpo me lo impidió.
—Mírame —dijo, y sonó a una exigencia.
Alcé mi rostro y lo miré a sus ojos azules. Era muy grande. A duras penas llegaba a la altura de su barbilla. Su expresión dura y enfadada, contrastaba perfectamente con su hermoso rostro varonil, de mandíbula prominente y masculina, cabello dorado como el oro y labios pequeños, pero carnosos, enmarcados por una barba incipiente, tan dorada como su cabello.
—Recuerda que soy tu esposo, Leyla —dijo en un siseo bajo, pero muy profundo y jodidamente caliente—. No es ningún pecado que me veas así.
No dije nada. Tragué saliva y creí haber asentido, pero creo que no lo hice.
—Recuérdalo —agregó y se dió la vuelta, para alejarse y continuar vistiéndose.