El bosque no dormĂa.
Incluso con el amanecer arrastrando su luz entre las ramas, la niebla seguĂa colgada entre los árboles como un sudario. El canto de los pájaros era irregular, tenso. Y entre los troncos, algo —o alguien— murmuraba.
Elena caminaba con pasos decididos, aunque su mente seguĂa atrapada en la noche anterior. No sabĂa hacia dĂłnde ir, pero algo en su interior la empujaba a seguir adelante.
La marca en su muñeca se habĂa oscurecido, como si descansara.
Pero el bosque no le ofrecĂa tregua.
—¿Qué buscas, hija del pacto? —susurró el viento.
Se detuvo.
—¿Quién eres?
—No quiĂ©n. QuĂ©. Soy lo que tu madre sellĂł. Soy voz sin cuerpo. Soy raĂz antigua. Soy el eco.
Las hojas crujieron. A su izquierda, un ciervo cruzĂł el sendero… pero no tenĂa ojos. Solo hendiduras negras. Al verla, se detuvo. Luego, de un salto, desapareciĂł.
Elena tragĂł saliva. SiguiĂł andando.
En el claro de los abedules, encontrĂł el árbol marcado. Uno de los sĂmbolos del diario: un cĂrculo tallado con una cruz doble dentro, rodeado de espinas. Las raĂces del árbol estaban abiertas, como si respiraran.
MetiĂł la mano.
Sus dedos tocaron algo frĂo y metálico.
TirĂł.
Era un relicario. Al abrirlo, vio una pequeña imagen de su madre, joven, sonriendo, y una nota doblada.
“Si estás aquĂ, significa que escuchaste el llamado. Él tambiĂ©n lo hará. Pero ten cuidado: no todos los que caminan entre ramas están vivos.”
Entonces, el bosque la respondiĂł.
Una voz profunda, antigua, como si la corteza hablara:
—Ya no puedes huir, Elena Kovac. Has despertado el eco. Y el eco exige ofrenda.
Un crujido. Algo bajó de los árboles.
Pero no estaba sola.
Adrian apareció detrás de ella, con los ojos encendidos como antorchas.
—Corre.
Y el bosque rugiĂł.