Parte 1
Elena despertó con el corazón latiendo con violencia, la garganta seca y las sábanas empapadas en sudor. La habitación estaba en penumbra, iluminada apenas por la luz roja que entraba por la ventana abierta. Se incorporó lentamente, intentando atrapar los restos del sueño… ¿o era un recuerdo?
La imagen persistÃa: su madre corriendo entre los árboles del bosque, jadeando, cubierta de sangre, con los ojos amplios como platos, clavados en algo que se aproximaba a toda velocidad entre la maleza. Algo enorme. Algo que rugÃa.
Una voz, quizás la suya, gritaba su nombre… y entonces, el sueño se quebraba.
La joven se llevó una mano al pecho. El cuaderno seguÃa allÃ, bajo su almohada, como si temiera que alguien lo tomara mientras dormÃa.
Se levantó, y notó que la niebla de esa mañana era más espesa que la del dÃa anterior. No era natural. No se movÃa como lo hace el vapor de agua en el aire. Reptaba. Rodeaba los objetos. ParecÃa mirar.
Se puso un abrigo largo, botas, y una bufanda, aunque no tenÃa frÃo. SentÃa un impulso, una necesidad de salir, de comprobar algo. De confirmar que lo que habÃa leÃdo la noche anterior no era solo paranoia, ni locura hereditaria.
Iba a visitar la tumba de su madre.
El camino hacia el cementerio la llevó por senderos silenciosos donde los árboles se inclinaban, pesados, como si escucharan. Las casas de los vecinos —aquellas pocas que aún estaban habitadas— parecÃan cerradas a cal y canto. Cortinas echadas. Ventanas bloqueadas. Nadie querÃa mirar hacia fuera aquella mañana.
El camposanto de Valdheim estaba ubicado en la parte más alta del pueblo, a la sombra de una antigua capilla de piedra que habÃa sido abandonada desde hacÃa décadas. Las lápidas se alineaban en un terreno irregular, entre zarzas y musgo. La niebla aquà era aún más densa, y se aferraba a los mármoles como si quisiera tragárselos.
Elena caminó entre las lápidas con pasos lentos, sintiendo cómo el silencio se espesaba con cada paso. Frente a la tumba de su madre, se detuvo de golpe.
Algo nuevo estaba allÃ.
Al pie de la lápida —una piedra simple, sin epitafio, sin flores— alguien habÃa dejado una roca negra, perfectamente redonda, como si hubiera sido pulida a mano. En el centro, un sÃmbolo grabado: un cÃrculo rodeado de dientes, como una mandÃbula cerrada.
No era una cruz.
No era algo humano.
Y Elena lo supo con la certeza de quien ha crecido entre secretos.
Estaba agachándose para tocarlo cuando una voz surgió detrás de ella:
—¿Sabes lo que significa?
Se giró tan rápido que tropezó con sus propios pies. De pie junto a la vieja reja del cementerio, estaba un muchacho de cabello n***o, piel pálida como la luna de invierno, y unos ojos dorados que no pertenecÃan a este mundo.
Iba vestido completamente de n***o: camisa de lino, chaqueta ajustada, botas de cuero oscuro. No encajaba en Valdheim. Era demasiado elegante. Demasiado limpio.
—¿Quién eres? —preguntó Elena, dando un paso atrás, el corazón aún latiendo con fuerza.
El muchacho la observó con una mezcla de melancolÃa y… cautela.
—Un amigo de tu madre. Aunque ella no lo habrÃa admitido.
Elena lo estudió. HabÃa una tristeza profunda en su mirada, algo contenido detrás de esa calma tensa.
—¿Qué sabes de su muerte? —susurró.
Él levantó la vista hacia el cielo. Entre los jirones de niebla, la luna empezaba a teñirse de rojo. Un halo sangriento se formaba a su alrededor.
—No fue un accidente —dijo—. Fue una advertencia. Una ruptura del pacto.
Antes de que Elena pudiera preguntar a qué se referÃa, un sonido la atravesó como una cuchilla: un gruñido profundo, húmedo, resonando desde los árboles cercanos. No era un perro. Ni un lobo. Era algo… más grande. Más consciente.
Los pájaros del bosque callaron de golpe.
Elena retrocedió, buscando con la mirada. Entre los troncos cubiertos de musgo, algo se movÃa. Algo enorme. Se arrastraba y jadeaba, pero nunca se dejaba ver del todo. Sólo la sensación —abrumadora— de que estaba siendo observada desde múltiples ojos.
El desconocido se acercó a ella con movimientos extrañamente silenciosos. No levantaba niebla al caminar. No dejaba huellas.
—No hay tiempo —dijo en voz baja, pero firme—. Si quieres sobrevivir esta noche, ven conmigo.
—¿Quién eres realmente?
—Alguien que no deberÃa estar aquÃ. Pero estoy. Porque si tú mueres, el ciclo se repite.
—¿Qué ciclo? —preguntó Elena, sintiendo cómo la adrenalina le apretaba el pecho.
Un nuevo gruñido, más cerca.
—¡Ven ya! —ordenó él, y se giró hacia el bosque.
Elena lo dudó por una fracción de segundo. Pero lo siguió.