Capitulo 2

1589 Words
Echando el brazo hacia atrás para una embestida completa, Cole apuntó con la vara directamente al centro de su perfecto trasero y la clavó con toda su fuerza en sus tensos glúteos. La piel quedó profundamente hundida durante una centésima de segundo. Un instante después, la cabeza de Kristina se sacudió, provocando que su cabello se alzara y descendiera en una preciosa lluvia dorada que brillaba al reflejar la luz. Fue como si la hubiera alcanzado un rayo y abrió los ojos de par en par ante el asombroso impacto. Gruñó alrededor de la mordaza de goma, que acababa de salvarle la lengua de una grave lesión. Cole miró atentamente su reloj y dijo con calma: —Me gusta dejar unos treinta segundos entre cada golpe para que puedas apreciar plenamente el dolor. Kristina oyó cómo la música cambiaba de una pieza electrónica erótica a un canto gregoriano. Entonces oyó el siseo de la vara en el aire. La golpeó antes de que pudiera siquiera apretar las nalgas con anticipación. El dolor era extremo, y Kristina no sabía si podría seguir soportándolo con esa intensidad. Consideró terminar la escena, pero sabía que si lo hacía, se arrepentiría más tarde, cuando ansiara estar en su cama. —Sigue respirando —se dijo—, concéntrate y podrás aguantar esto por él. Tras cinco minutos y diez fuertes embestidas, el trasero de Kristina era un ejemplo perfecto de la doble huella de la vara. Cada roncha roja y elevada estaba colocada paralela a las demás. Kristina, con la piel enrojecida y húmeda de sudor, gimió y tiró con fuerza de las esposas de cuero. Se obligó a respirar muy rápido, casi jadeando de dolor. De alguna manera, pareció aliviarla. El fuego en sus cuartos traseros penetró lentamente en su cerebro y satisfizo la misteriosa necesidad que solo Cole entendía. Sabía que había alcanzado esa meseta familiar, como el momento en que el orgasmo se vuelve inevitable. La escena continuaría hasta su fin. No había otra opción. Hubo una breve pausa y temió que se detuviera. Entonces miró a Cole en el espejo. Tenía la vista un poco borrosa por el sudor o la excitación, no sabía si era por algo. —Quiero hacerte más daño, Krissy. Solo te han dado diez golpes. Me gustaría que recibieras veinticinco. La última vez que usé este bastón tan grande, apenas estaba consciente después de veinte golpes, pero creo que puedes hacerlo mejor. Kristina estaba a la vez emocionada y asustada, pero seguía mirándose en el espejo como si estuviera soñando. Observó fascinada cómo la pesada caña de ratán se clavaba en su indignado trasero. Intentó gritarle al mordisco de goma mientras él seguía asestando fuertes golpes: —¡Oh, Dios... No, oooh, SÍ! —. Sus endorfinas comenzaron a fluir y el dolor se transformó poco a poco en placer. Le tomó seis golpes más antes de que realmente volara en un viaje inducido por un cóctel de fantasía, emociones y sustancias bioquímicas naturales liberadas por su carne magullada. Los poderosos golpes continuaron lentamente mientras gemía y se retorcía contra la mesa. No luchaba por liberarse. Se retorcía en éxtasis. Como en visitas anteriores, le permitieron pasar la noche. Su sumisión fue absoluta. Esta vez, tras satisfacer sus pervertidos impulsos sexuales, la obligaron a dormir en el suelo junto a su cama. Disfrutó cada minuto y, con gusto, le entregó un sobre delgado al marcharse a la mañana siguiente. Kristina sabía que era solo una mujer entre muchas en la inusual vida de Howard Cole, pero no le importaba. Su mundo se sentía completo. Estaba deliciosamente satisfecha y bastante orgullosa de haber recibido veinticinco azotes de la terrible vara. Salió de su casa sonriendo, sintiendo la sensual irritación en sus nalgas y v****a. Con un poco de suerte, pensó, recordaría su castigo durante dos o tres días mientras permanecía sentada en su aburrido cubículo de oficina. Sus pechos rebotaron un poco al ponerse al volante y sus pezones doloridos se endurecieron, recordándole otros placeres. Condujo por las calles conservadoras de un domingo por la mañana, observando a la gente común y corriente viviendo su vida cotidiana. —Si supieran... —especuló. Sonrió al pensar en el secreto que guardaba en su interior y se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que necesitara contactarlo de nuevo. Mientras la veía marcharse, Cole se sintió extrañamente solo. Le complacía que Krissy creyera que había dado los veinticinco golpes, cuando en realidad él se había detenido en diecinueve. Los pequeños juegos psicológicos formaban parte del servicio. Le había llevado años de ensayo y error aprender a convertir la fantasía de una mujer en una realidad práctica. Interpretó el papel bien, muy bien, pero sabía que debía haber algo más. oOo Howard Cole dejó su copa de Pinot Noir del Valle de Willamette en el escritorio junto a su computadora y recorrió con la mirada la lujosamente amueblada oficina en casa para despejarse. Como era su costumbre cada noche, encendió la computadora para revisar su correo electrónico. Sonrió levemente al recordar su sesión con Krissy la semana anterior. Pensó brevemente en cuánto más interesante se había vuelto su vida desde que descubrió el b**m organizado y, más tarde, internet. —La vida ciertamente tiene sus sorpresas —dijo antes de tomar un sorbo de la única copa de vino que se permitió. Mientras esperaba que la computadora completara el procedimiento de inicio de sesión y descarga, recordó la improbable cadena de eventos que llevaron a su inusual estilo de vida. Desde su elegante hogar en un suburbio boscoso de Seattle, Cole se adentró en el sombrío mundo de quienes buscaban satisfacción en internet. Su trabajo como corredor de patentes le permitió dedicarse con creces a su verdadero amor: la dominación s****l femenina. Disfrutaba de ser su propio jefe y solía fijar su propio horario. Sus clientes eran importantes universidades y pequeñas empresas de investigación que necesitaban vender sus ideas patentadas a diversas industrias. Solían reunirse con él en su oficina de Bellevue, donde compartía recepción y personal de secretaría con otros cuatro empresarios. Ninguno de ellos tenía la menor idea de sus inusuales gustos sexuales. La mayoría de los empresarios de su círculo de amigos llevaban a sus esposas o novias a eventos de negocios. Cole solía presentarse solo, lo que desató especulaciones sobre su homosexualidad. En realidad, simplemente no quería mezclar su vida s****l con el trabajo, por razones obvias. Recordó que, en las raras ocasiones en que traía a una amiga, sus colegas y sus esposas pasaban los días siguientes intentando averiguar qué le daba a la mujer ese aire tan misterioso de sexualidad. Mal preparados para comprender la sumisión s****l, solían decidir que se trataba de algo mundano, como su ropa o su perfume. No tenía ni idea del extraño rumbo que tomaría su vida cuando se graduó de una facultad de derecho del sur de California, a finales de sus veinte años, con una profunda desconfianza hacia el sistema legal adversarial. Durante su último año de estudios, hizo prácticas en un bufete especializado en defensa penal y otros trabajos judiciales. Lo que vio allí lo convenció de que nunca podría participar en los juegos judiciales que tanto adoraban sus compañeros. Fue entonces cuando su esposa le anunció que él no era el tipo de hombre con el que quería casarse y le exigió el divorcio. Poco después, descubrió su talento para el derecho de patentes y nunca miró atrás. Según sus cálculos, podría jubilarse a los cincuenta años y vivir muy bien el resto de su vida. Cuando el monitor finalmente mostró la lista de correos electrónicos entrantes, salió de su autoanálisis y rápidamente se concentró en los mensajes. —Ah, tres respuestas esta noche —señaló. Eran respuestas a los anuncios personales que había publicado sistemáticamente en varios sitios web y grupos de noticias. Cada uno de sus anuncios era ligeramente diferente, pero todos contenían básicamente el mismo mensaje. Cole se describía en los anuncios como un dominante profesional solo para mujeres. Aunque los anuncios no lo mencionaban, su tarifa era negociable. Normalmente dependía de lo que la clienta pudiera permitirse. No necesitaba el dinero, pero le ayudaba a establecer un límite muy importante. Además, creaba una atmósfera que permitía sesiones de juego intensamente intensas. Cuando consideró esta idea por primera vez, sus amigos de la escena SM de Seattle le dijeron que no existía un dominador masculino profesional, a menos que quisiera dominar a los hombres, claro. Era un simple caso de oferta y demanda en la industria del sexo. La opinión general también decía que la mayoría, si no todas, las mujeres sumisas buscaban una relación a largo plazo. Tras investigar y experimentar con publicidad, descubrió que existía un mercado pequeño, pero significativo, para sus servicios. No lo suficiente para ganarse la vida, algo que de todas formas no necesitaba, pero sí lo suficiente para mantenerse ocupado con mujeres nuevas e interesantes. Una vez que desarrolló el sistema, un flujo lento pero constante de mujeres respondía a sus anuncios en internet. La mayoría vivían demasiado lejos, no tenían dinero para viajar o simplemente les daba miedo reunirse con un desconocido para una actividad tan íntima y peligrosa. Cole, con delicadeza, desalentaba a muchas otras que no cumplían con sus estándares personales de apariencia física o inteligencia. Unas dos o tres veces al año, quedaba con una nueva corresponsal que parecía una buena clienta potencial. Siempre rondaba por su mente la posibilidad de conocer a una mujer que pudiera convertirse en su pareja permanente.
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