¡Dios mío, de verdad me han secuestrado!, pensó presa del pánico. El departamento de seguridad de su empresa le había advertido de esa posibilidad y ahora había sucedido. Estaba muy asustada, pero al menos estaba calentita bajo la colcha, que al parecer estaba rellena de plumón de ganso. —Quizás me retengan unos días hasta que paguen el rescate. Sin duda tengo suficiente dinero para eso —reflexionó.
La presión de las correas apretadas y el suave balanceo del vehículo la calmaron gradualmente y crearon una cálida sensación de sumisión. De alguna manera, esta sensación se combinó con su miedo y produjo un sutil aura erótica. Cegada por la bolsa de tela y completamente inmóvil, no le quedaba mucho más que hacer que relajarse.
Después de un buen rato, la furgoneta pareció entrar en otro garaje y oyó el ruido eléctrico al cerrarse la puerta. El conductor, invisible, abrió la puerta lateral de la furgoneta y soltó las correas. Con presión hacia arriba sobre sus muñecas esposadas a la espalda, la obligó a entrar en una casa y bajar un tramo de escaleras. Creyó que estaba en un sótano, pero hacía bastante calor y el suelo parecía madera barnizada y lisa. Olía ligeramente a perfume, ¿o a incienso?
Aún sin decir palabra, el man la empujó boca abajo sobre una cama firme y le quitó la bolsa de tela de la cabeza. Antes de que pudiera girarse para mirarlo, le colocó una venda de cuero acolchada sobre los ojos, sujeta con una fuerte banda elástica. Se sorprendió cuando él se tomó un minuto para peinarle el cabello húmedo y secarlo con una toalla. El roce del peine le resultó muy íntimo. —¡Caramba, me estoy poniendo cachonda! —pensó.
Luego le quitaron las esposas y le ataron firmemente una especie de correas de cuero alrededor de cada muñeca. La jaló por el suelo liso y le ató las muñecas a algo que tenía delante. Un momento después, le levantaron los brazos por encima de la cabeza. Pudo mantener las muñecas libres de tensión sujetando una correa de cuero que cruzaba la palma de cada mano.
No sabía qué esperar. El secuestrador aún no había pronunciado más de tres palabras, así que no tenía ni idea de por qué la habían obligado a adoptar esa humillante posición. Salvo por las ataduras de cuero en las muñecas, estaba completamente desnuda y expuesta a todo lo que el secuestrador deseara. Podía sentir cómo sus grandes pechos se exhibían con los brazos alzados. Estaba muy orgullosa de tener unos pechos tan atractivos a su edad. Con los tobillos atados al suelo a unos sesenta centímetros de distancia, se debatía entre el mado y la excitación. Al pensar en cómo su coño afeitado estaba ahora expuesto, supo que la excitación iba a triunfar.
El hombre le quitó la venda. Estaba de pie detrás de ella, así que seguía sin poder identificarlo, pero ella sabía que estaba en una habitación a oscuras, iluminada por un único foco. Casi cegada por la repentina luz, apenas distinguió la silueta de una cámara de video sobre un trípode con una luz roja parpanteando. ¿Quizás el secuestrador estaba grabando una cinta para enviarla con una nota de rescate? ¿Quién estaría viendo esa cinta? La idea la hizo apretar el estómago y sacar pecho para lucir su exuberante figura.
Le volvieron a poner la venda de repente, pero no antes de que bajara la vista hacia su cuerpo desnudo y notara cómo sus firmes pechos se proyectaban hacia adelante y sus pezones estaban duros como pequeñas piedras. La sensación de humillación era intensa y estimulaba una creciente humedad entre sus piernas.
El secuestrador decidió disfrutar un poco y comenzó a acariciarla lentamente. Nada de besos, no quería que sintiera su barba. Verla sin su peinado, habitualmente perfecto, la hacía parecer más que desnuda. La intensa luz acentuaba la palidez de su piel, a la moda. Sus pechos blancos como la leche estaban hechos para ser ofrecidos en esa posición, pensó. Se aseguró de pellizcar y retorcer los pezones rosados y erectos, luego apretó cada pecho con fuerza varias veces. Levantó y bajó cada uno repetidamente para apreciar su resistencia y peso.
Metiendo la mano entre sus piernas, empezó a acariciar suavemente su coño ligeramente húmedo. Mmm, recién afeitado, notó. Después de unos minutos, encontró su clítoris, que estaba tan duro como sus pezones. Ella se sacudió cuando él lo tocó, delatando su extrema sensibilidad. Las ataduras de los tobillos le impedían juntar las piernas, permitiéndole libre acceso a su centro erótico.
Tras varios minutos de suaves caricias y provocaciones, su víctima, casi dispuesta, estaba a punto de gritar de frustración. Retirando la mano de entre sus piernas, retrocedió y tomó un látigo de una sola cola de un metro y medio que sus años de práctica le permitían controlar a la perfección. Para asegurarse de su flexibilidad, lo hizo restallar en el aire a pocos metros de la espalda de Victoria. El sonido fue como un disparo de pequeño calibre. Disfrutó viéndola saltar y forcejear contra sus ataduras.
oOo
Los amenazantes chasquidos del látigo asustaron a Victoria y comenzó a emitir gemidos sensuales al darse cuenta de que no tenía el más mínimo control sobre lo que iba a suceder a continuación.
Con una serie de suaves golpes por encima de la cabeza, el látigo de nailon trenzado comenzó a besar su pálida piel. Un ligero golpe en el omóplato, luego uno más fuerte en la nalga izquierda. Los impactos quemaron como fuego durante treinta segundos, dejando tras de sí un resplandor abrasador. Golpes muy suaves se alternaron con otros moderados durante varios minutos, dejando ronchas rojas distintivas en la parte superior de la espalda, las nalgas y los muslos.
Había un ritmo lento y regular en su castigo que aumentaba su excitación y su deseo de entregarse a su captor. Cada diez o quince latigazos, el látigo crujía cerca de su cuerpo indefenso con un fuerte estruendo, reavivando su miedo. Unos cuantos latigazos comenzaron a rodear sus generosas caderas, dejando allí más marcas rojas.
Podía sentir cada una de las ronchas ardientes, aunque había perdido la cuenta después de cincuenta latigazos.
La emoción de dominar a la mujer, normalmente altiva, lo ponía duro y sus latidos acelerados eran casi audibles. —Me siento tan vivo cuando hago esto —pensó. Sentía una presión casi dolorosa mientras su pene buscaba una vía para expandirse. Tendría que quitarse los vaqueros pronto si esto continuaba, así que decidió detenerse un momento para recuperar el control. Para recuperar la compostura, se concentró en sus habilidades técnicas y, con cuidado, con una brazada de espaldas, le metió varios latigazos entre los muslos abiertos, prendiendo fuego a sus labios, ya recalentados.
La rodeó, admirando su cuerpo y notando lo vulnerable que se veía, con los ojos vendados y colgando allí, a su alcance. —Me encanta cómo esta posición resalta sus caderas y cómo sus pechos se destacan y reclaman atención —pensó. Intuyó que era hora de otra caricia fuerte; esta necesitaba alcanzar una zona blanca y sin marcas, justo debajo de su bien formada nalga derecha.
Para entonces, Victoria estaba segura de que era Cole. La estaba manipulando como si fuera un instrumento musical. Nadie más entendía sus reacciones lo suficiente como para hacerle eso. Jadeando entre latigazos, gritó: —¡Dios mío, qué bien estás, Howard! ¡Estoy tan excitada que podría morir! —.
Quitándose la venda de los ojos, sonrió y dijo: —Eres una puta, Vicky —.
—¡No soy una puta! —.
—Sí que lo eres. Mira qué mojada te pones cuando te atan y te azotan. No voy a parar hasta que lo admitas. Admite que eres una zorrita cachonda que necesita que la dominen.
Ajustó la cuerda superior para levantarle las muñecas, obligándola a ponerse de puntillas. Las fuertes ataduras estiraron su voluptuosa figura hasta el límite.
Giró la cabeza para ver a Cole de pie detrás de ella. Su atractivo rostro, con su barba siniestra y sus gafas de estudio, le recordó lo mucho que lo deseaba. La presión de sus brazos contra la cabeza le indicó que su cabello húmedo estaba casi seco y debía de verse horrible. Ya era bastante malo ser exhibida de una manera tan lasciva, pero se estremeció de humillación al pensar que la vieran sin su habitual peinado perfecto.
A Cole no le importó en absoluto. Pensó que su cuerpo, bien estirado, lucía delicioso, sobre todo al ser despojado a la fuerza de su decoración artificial. Se movió frente a ella y apuntó con cuidado el delgado látigo a su pecho derecho.