El murmullo del café era suave, casi como un suspiro constante. El mismo lugar de siempre: la esquina de paredes amarillas, sillas de madera algo desparejas, y el aroma a tostadas con manteca que traía recuerdos de secundaria y confesiones con lágrimas contenidas. El mozo ni preguntó: sabía lo que pedían.
Maia: —Un tostado y un submarino, como siempre.
Antonella: —Y un café con leche grande para mí. ¿Podés traerlo con medialunas? Las de hoy se ven perfectas.
Se sentaron en su mesa de siempre, la que daba a la ventana. Esa ventana que, según Maia, “te permite mirar sin que te miren tanto”.
Ambas estaban más tranquilas que la noche anterior, pero con la sensación todavía flotando en el pecho.
Antonella: —¿Dormiste algo?
Maia: —Más de lo que esperaba. Igual tuve un sueño rarísimo. Estaba en el aula 203, la de inglés, pero todos usaban uniformes de
astronautas.
Antonella: —Ese sueño es muy vos.
Maia: —¿Y vos? ¿Cómo te sentiste con tus nuevos “cuñados” del pasado?
Antonella: —Me sorprendió. Pensé que me iban a mirar como a una intrusa, pero fue más… amable. Aunque confieso que cuando
Lautaro te tiró ese comentario me dieron ganas de tirarle el sifón.
Maia: —Ay, Antonella, te amo. Igual no fue nada que no esperara. Lautaro siempre fue más lengua que cerebro. Y Máximo… sigue
con esa energía de “soy cool pero nunca maduré”.
Antonella: —¿Y Braian?
Maia se quedó callada unos segundos, mirando cómo un niño afuera intentaba atrapar una hoja que volaba.
Maia: —Fue raro. Lo vi y fue como… volver a quinto grado. ¿Te acordás cuando nos enseñaba a hacer avioncitos de papel?
Antonella: —¡Sí! Y después se enojaba si no los doblábamos perfectos.
Maia: —No sé. Verlo así, tan distinto pero tan igual… Me dio ternura. No por él, por nosotras. Por esa parte nuestra que dejamos ahí.
El mozo les trajo el pedido, y durante unos segundos, el crujido del pan y el olor del chocolate caliente reemplazaron a las palabras.
Antonella: —Yo siento que algo cambió en mí anoche. Como si verlos a todos me hiciera poner en perspectiva muchas cosas.
Maia: —¿Por ejemplo?
Antonella: —Que crecí. Que ya no me importa si caigo bien. Que tengo derecho a elegir quién me hace bien. Y vos estabas ahí. Siempre estás.
Maia: —Ay, no me hagas llorar a las nueve de la mañana, Anto.
Antonella: —Es verdad. Ayer me sentí segura porque estabas.
Maia: —Y yo me sentí fuerte porque te vi bien. Con él, con vos, con tu presente. Me hace bien verte feliz.
Un silencio suave se instaló entre las dos. Esa clase de silencio que no incomoda, que solo ocurre entre quienes se conocen desde siempre.
Antonella: —¿Extrañás el colegio a veces?
Maia: —Extraño esa parte nuestra. Cuando todo parecía tan urgente. Como si una discusión con Yasmin por un chico fuera el fin del
mundo. O cuando inventábamos códigos para que los profes no entendieran lo que escribíamos.
Antonella: —O cuando soñábamos con irnos a vivir juntas a una ciudad chiquita, abrir una librería y vivir de café con medialunas.
Maia: —Nos faltó la librería. Pero miranos ahora: vos guionista, yo catadora profesional y psicóloga. Y seguimos con las medialunas.
Rieron juntas. El mozo las miró y sonrió. Era imposible no contagiarse.
Maia: —¿Te imaginás cómo seríamos si no hubiéramos pasado por todo lo que pasamos?
Antonella: —No. Y no quiero. Porque todas esas versiones nuestras, incluso las rotas, nos trajeron hasta acá.
Maia: —Brindemos por eso.
Alzaron las tazas. No hizo falta decir más. Afuera, el sol empezaba a colarse entre las ramas de los árboles, como si el día también
quisiera empezar de nuevo.