Había pasado una noche entera en los calabozos, pensando que hacer y como lidiar con todo esto. Una noche que se alargó como si el tiempo mismo se negara a avanzar. No dormí. No podía. No con él ahí, colgado con cadenas de acero, desfigurado por la edad, la culpa y el odio. Mi padre. —Creo que es hora de divertirnos —murmuré con una sonrisa amarga, rompiendo el silencio eterno de esa mazmorra. Él alzó la vista, los ojos desorbitados, más por el odio que por el dolor. —Puta. —Auch —puse un puchero falso mientras miraba mis uñas—. Acabas de romper mi pequeño corazoncito. El sarcasmo era una barrera, una última defensa contra todo lo que dolía demasiado para sentirlo de golpe. Extendí la mano. Entre mis dedos, pequeñas chispas de electricidad danzaron. Nunca antes las había sentido con t

