Estaba parada frente a la iglesia, mirando la enorme puerta de madera como si fuera una especie de criatura mitológica que podría tragarme entera si me atrevía a cruzar su umbral. Y, para ser sincera, parte de mí esperaba que lo hiciera. Que me tragara, me escupiera al otro lado del universo o donde fuera que no tuviera que seguir sintiendo este agujero en el estómago.
"¿Por qué estoy aquí?", pensé por décima vez en lo que iba del día. Bueno, no, en lo que iba del minuto. No es como si tuviera muchas opciones. Terapia: cheque. Grupos de apoyo: cheque. Pastillas... demasiados cheques. Pero de alguna manera, aquí estaba. Frente a una iglesia. Como si eso fuera a solucionar algo. Como si pudiera arreglarme de la misma manera que la gente solía arreglar radios viejas o relojes rotos.
Mamá habría venido. Sin pensarlo dos veces. Ella... bueno, ella siempre tenía respuestas para todo. Y ahora, yo tenía todo menos respuestas. Ni siquiera tenía a mamá. Tal vez eso era lo peor.
Suspiré, pateando una piedra pequeña y viendo cómo rebotaba sobre las escaleras de mármol, perdiéndose de vista. "Vamos, Mary. Entra o vuelve a tu maravilloso apartamento vacío a no hacer nada productivo", me dije a mí misma con el sarcasmo habitual. No, en realidad, la iglesia era lo único que me quedaba. Mi último recurso, mi último intento de no hundirme más.
Si esto falla, ya no sé qué voy a hacer. Me encogí bajo la enorme sombra del edificio. Mamá siempre decía que la iglesia tenía respuestas. Lo decía con esa fe ciega que solo alguien como ella podía tener. Me preguntaba si, si entraba, me sentiría un poco más cerca de ella. O si todo lo que sentiría sería el eco de mis propios pasos vacíos.
Mi mano se movió hacia la puerta, pero la retiré rápidamente. Parte de mí seguía pensando que no debería estar aquí. No tenía sentido. ¿Qué me iba a decir un cura que no hubiera oído ya? "Perdona tus pecados, redímate en el Señor" o algo así. Y ni siquiera era tan religiosa. Quiero decir, lo era... antes. Antes de que mamá muriera. Después de eso, Dios y yo tuvimos una especie de ruptura no oficial. Dejamos de hablarnos. Aunque, para ser honesta, creo que fue más una decisión unilateral.
Miré una vez más hacia la puerta y me imaginé a mamá entrando, con su rosario en mano, susurrando oraciones para cualquiera que estuviera dispuesto a escuchar. Si alguien debía estar aquí, era ella. Pero no lo estaba. Y no iba a estarlo nunca más.
Entonces, sin pensar demasiado, porque pensar demasiado es lo que me había mantenido en el mismo lugar los últimos veinte minutos, empujé la puerta. Era sorprendentemente ligera para algo que parecía tan imponente. Al otro lado, el aire era fresco, casi como si fuera de otro mundo, lleno de ese olor a incienso que siempre me recordaba los domingos de mi infancia.
No había nadie en las bancas. No había ruido. Ni siquiera un murmullo. "Claro", pensé. "La típica iglesia vacía, como en una película de terror. Solo falta la música dramática de fondo."
Y entonces lo vi. El confesionario. Oscuro, discreto, como si estuviera esperándome. Ahí, en una esquina. Siempre había pensado que el confesionario era un lugar un poco extraño. Como si esconderse en un cubículo pudiera borrar mágicamente todo lo que habías hecho. Pero aquí estaba, considerando hacer exactamente eso.
Con pasos cautelosos, me acerqué. Mi corazón comenzó a latir un poco más fuerte, como si supiera que, si daba ese último paso, algo cambiaría. Quizás no mucho. Quizás no lo suficiente. Pero algo.
Me acerqué más, casi arrastrando los pies, preguntándome si iba a salir corriendo antes de llegar. El confesionario parecía aún más intimidante de cerca, como si tuviera su propia presencia. No era solo una cabina, era un lugar cargado de secretos y culpas, como si las paredes mismas hubieran escuchado más de lo que cualquiera podía imaginar.
Entré en la pequeña cabina, cerrando la puerta detrás de mí. El crujido de la madera resonó en el silencio y, por un segundo, sentí que todo el aire se había escapado del cuarto. Me quedé quieta, esperando no sé qué. ¿Un rayo de luz divina? ¿Una voz celestial que me dijera qué hacer con mi vida?
En cambio, solo escuché la respiración del otro lado de la rejilla. Él estaba ahí, esperándome. Mi garganta se cerró. No tenía idea de por dónde empezar.
—Perdón —dije, con la voz entrecortada, pensando que eso era lo que se suponía que dijera. Era lo que mamá siempre empezaba diciendo en confesión, como si la palabra "perdón" lo resolviera todo.
Hubo un breve silencio antes de que una voz baja y firme contestara.
—Dios te escucha.
"Genial, Dios. Pero... ¿y yo qué?", pensé. Las palabras no salían, así que me quedé allí, en el borde de la nada, sin saber por dónde empezar a deshacer el nudo que tenía en el pecho.
—Hace mucho que no hago esto —dije finalmente, porque parecía lo más honesto que podía decir en ese momento.
—No importa cuándo fue la última vez, importa que estés aquí ahora —su voz era suave, reconfortante. No era lo que esperaba. Había imaginado a alguien mucho más rígido, más distante. Pero había algo en su tono que me relajó, aunque solo fuera un poco.
Me mordí el labio. ¿Cómo iba a explicar todo? ¿Cómo iba a contarle a un desconocido cosas que ni siquiera me atrevía a admitir ante mí misma? Mi mano temblaba un poco, así que la apoyé sobre mis rodillas, tratando de calmarme.
—No sé por dónde empezar —confesé en un susurro.
—No hay un camino correcto. Empieza por donde quieras —respondió con la misma calma.
Me quedé en silencio. "Por donde quiera", claro, como si fuera tan fácil. Mis dedos jugueteaban con el borde de mi suéter, y finalmente solté lo primero que vino a mi mente.
—Mi mamá solía venir aquí. Era muy devota. Yo... yo no tanto.
Se hizo un breve silencio del otro lado, como si él supiera que había más detrás de esas palabras.
—¿Qué la traía aquí? —preguntó suavemente.
Suspiré, sintiendo el nudo en mi garganta apretarse.
—Fe, supongo. Yo no sé si me queda algo de eso —dije con un deje de amargura que me sorprendió. No había planeado sonar tan... rota.
El silencio del otro lado me dejó espacio para continuar.
—Desde que murió, todo ha sido un desastre. He hecho... cosas. Cosas que no sé si tienen perdón. Cosas que no sé si puedo seguir haciendo.
El peso de las palabras finalmente me aplastó, como si hasta ese momento no hubiera admitido la magnitud de todo lo que había hecho. Los días de vacío, las pastillas, las noches en las que me preguntaba si valía la pena seguir respirando. Y aquí estaba, frente a un extraño, tratando de poner todo eso en palabras.
—Estoy... cansada. Cansada de intentar y fallar. Cansada de no sentirme... suficiente.
Hubo un largo silencio del otro lado, y pensé que tal vez lo había dejado sin palabras. O tal vez pensaba que era un caso perdido.
Esperé, sintiendo cómo el aire se hacía denso en la pequeña cabina. Tal vez ya lo había escuchado todo antes. Tal vez mi historia no era diferente de la de cualquier otra persona que había pasado por ese confesionario. La misma desesperación. Las mismas decisiones equivocadas. Pero, al menos, estaba siendo honesta. Lo estaba sacando de mi pecho.
—¿Qué sientes que te falta? —preguntó finalmente, su voz baja, sin juicios.
Me sorprendió la pregunta. Esperaba algo más genérico. Algo como "Debes buscar perdón" o "Confía en Dios". Pero no, era una pregunta que me forzaba a mirarme por dentro. No estaba preparada para eso. O tal vez lo estaba, y por eso estaba aquí.
—No lo sé —respondí, con más sinceridad de la que esperaba. Y en ese momento me di cuenta de que era verdad. No lo sabía. No sabía qué me faltaba, pero sabía que algo no estaba bien.
—¿Tu madre era lo que te faltaba? —continuó, con ese mismo tono sereno. Pero sus palabras me golpearon como una ola.
Mi respiración se detuvo por un segundo, y apreté las manos con fuerza.
—Ella lo era todo —susurré.
Ahí estaba la verdad. Mamá había sido la brújula, la que me había mantenido en línea, aunque esa línea fuera tensa y llena de contradicciones. Ahora que ella no estaba, me sentía perdida. Sin dirección. Sin propósito.
—Y sin ella... —mi voz se quebró un poco— me he convertido en alguien que no reconozco.
Hubo otro largo silencio, pero esta vez no fue incómodo. De alguna manera, su silencio no me presionaba a seguir hablando. Me daba el espacio para pensar, para procesar lo que estaba diciendo.
—Lo siento —dije finalmente, porque sentí que debía disculparme por soltar toda esta carga en un completo extraño.
—No tienes que disculparte. Nadie viene aquí porque tiene todas las respuestas. —Su tono seguía siendo tranquilo, pero había algo más en su voz. Algo que no había notado antes. ¿Era... comprensión? ¿Empatía?
Antes de que pudiera decir algo más, lo escuché moverse en la cabina. Un movimiento sutil, pero lo suficientemente claro como para notar que él también se sentía incómodo, o al menos, afectado por lo que estaba diciendo.
—A veces, cuando nos sentimos perdidos, lo único que podemos hacer es seguir caminando —continuó—. No siempre encontraremos lo que estamos buscando, pero es mejor que quedarse en el mismo lugar.
Sus palabras resonaron en mí de una manera que no esperaba. Era algo tan simple, pero tan verdadero. Había estado estancada, esperando que algo cambiara por sí solo. Pero la verdad era que yo misma tenía que dar el primer paso.
—¿Y si no sé hacia dónde caminar? —pregunté, casi sin pensarlo.
—Tal vez no importa tanto hacia dónde vas, sino el hecho de que estás dispuesta a moverte —dijo.
Esa respuesta me dejó en silencio por un momento. Nunca lo había visto de esa manera. Estaba tan concentrada en encontrar el "camino correcto" que no me di cuenta de que cualquier camino era mejor que quedarse inmóvil.
Solté una pequeña risa, nerviosa, pero genuina.
—Me siento como una idiota —murmuré—. Vengo aquí esperando respuestas, y ahora no sé ni lo que quiero.
—No eres una idiota —respondió, y por primera vez, su voz sonó un poco más cálida—. Eres humana.
Esas palabras, tan simples como eran, me hicieron sentir un poco más ligera. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que alguien entendía. No me estaba juzgando. No me estaba diciendo qué hacer. Solo estaba... escuchando.
Y entonces, sin pensarlo mucho, lo pregunté.
—¿Y tú? ¿Tienes todas las respuestas?
No sé por qué lo hice. Tal vez fue la manera en que había hablado. Tal vez porque, por un momento, olvidé que él era un cura y no alguien a quien podía tratar como cualquier otra persona.
Hubo un largo silencio, más largo que los anteriores, y por un segundo pensé que lo había ofendido.
—No —respondió finalmente, con una honestidad que no esperaba—. No las tengo.
Esa respuesta, dicha con tanta sencillez, me golpeó de una manera extraña. No porque no fuera cierto, sino porque me di cuenta de que él, al igual que yo, también estaba buscando algo.
El silencio entre nosotros se volvió denso, casi tangible. Mi respiración se aceleró un poco, como si el aire en la cabina fuera insuficiente. Me sorprendió lo honesto que había sido. No me había esperado esa respuesta. No de un cura.
—Eso es... inesperado —dije, tratando de calmar el repentino nerviosismo que se había apoderado de mí.
—¿El qué? —preguntó, y había una ligera curva en su tono, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo.
—Que tú, de todas las personas, no tengas todas las respuestas —me atreví a decir, notando la ironía en la situación. Yo, una chica con la vida hecha pedazos, buscando algún tipo de dirección de un hombre que, aparentemente, tampoco la tenía del todo clara.
—Soy humano, igual que tú —respondió él, su voz bajando un poco más, casi como si estuviera admitiendo algo más profundo.
Y de alguna manera, esa admisión lo hizo más real. Más... cercano. Como si, en lugar de ser una figura inalcanzable y perfecta, fuera alguien con sus propias batallas, igual que yo. Me mordí el labio, notando el calor que empezaba a instalarse en mi estómago.
—¿Te molesta ser humano? —pregunté en un tono más suave, casi coqueteando con la pregunta, sin saber si quería la respuesta o solo la reacción que provocaba.
Él se quedó en silencio unos segundos, como si estuviera considerando lo que yo acababa de decir. Mi corazón empezó a latir un poco más rápido. Había algo en ese silencio que se sentía cargado de tensión, una tensión que no había estado ahí antes.
—A veces sí —respondió finalmente, y su voz tenía un peso que no había tenido antes—. A veces desearía tener todas las respuestas, para no sentirme... perdido.
La palabra "perdido" quedó flotando entre nosotros, y por un momento, sentí que ese pequeño espacio entre la rejilla que nos separaba se había reducido a nada. Lo imaginé al otro lado, con su camisa negra, sus ojos probablemente fijos en el suelo, reflexionando sobre lo que acababa de decir.
Mi garganta se apretó. No esperaba sentirme conectada a él de esa manera. No con un cura. Era ridículo, pero ahí estaba, sintiendo que nuestras soledades se estaban tocando, y algo dentro de mí quería... más. Más de esa honestidad. Más de esa conexión.
—Es raro, ¿no? —dije en voz baja, casi susurrando—. Que estemos aquí, separados por una pared, hablando como si fuéramos los únicos dos en el mundo que entienden lo que es estar perdidos.
—Raro, pero necesario —contestó él, su voz más baja ahora, casi como si compartiera mi confusión.
Me incliné un poco hacia la rejilla, sin darme cuenta, mis dedos rozando la madera de la cabina.
—¿Por qué...? —empecé a preguntar, pero me interrumpí. No sabía qué estaba tratando de decir. O tal vez sí lo sabía, pero no me atrevía a admitirlo.
Él no dijo nada, pero podía sentir que estaba esperando, que me estaba dando espacio para continuar, para decir lo que fuera que estaba luchando por salir de mi pecho.
—¿Por qué elegiste este camino si te sientes perdido también? —Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas, directas, crudas. Y me sorprendí a mí misma, sintiendo cómo esa pregunta se mezclaba con la extraña atracción que empezaba a sentir hacia él.
El silencio que siguió fue intenso, y casi podía imaginarlo al otro lado, luchando con las mismas preguntas que yo. Mi corazón latía en mi pecho como si estuviera a punto de salir corriendo. Había algo peligrosamente íntimo en esta conversación, en esa conexión que no debía estar ahí.
—Porque pensé que ayudar a los demás me ayudaría a encontrarme a mí mismo —dijo finalmente, su voz áspera, como si estuviera revelando un secreto que no había compartido con nadie más.
La confesión me golpeó con fuerza. Había algo increíblemente humano en él en ese momento, y esa humanidad, esa vulnerabilidad, me acercó aún más. De repente, no lo veía solo como un cura, lo veía como un hombre, uno que cargaba con sus propias sombras.
—¿Y te ha ayudado? —pregunté, apenas en un susurro.
Otro silencio. Esta vez más largo. Más tenso.
—No lo sé —admitió—. Aún estoy buscando.
El aire entre nosotros parecía cargado de electricidad, de algo que ninguno de los dos sabía cómo manejar. Quería verlo. Quería ver la expresión en su rostro, las emociones que estaba tratando de controlar. Pero esa barrera física entre nosotros lo hacía imposible, lo hacía más frustrante.
—¿Puedo verte? —pregunté de repente, sin pensar.
Mi corazón se detuvo. No sé por qué lo dije. Tal vez porque me sentía tan conectada a él en ese momento, tan vulnerable como él. O tal vez porque había algo en su voz, algo que me hacía querer romper esa distancia.
Hubo un ruido suave, el sonido de alguien moviéndose, y por un segundo pensé que iba a abrir la puerta. Que, de alguna manera, iba a cruzar esa línea entre nosotros.
Pero entonces, un golpe fuerte interrumpió el momento. Alguien llamaba a la puerta de su lado del confesionario.
—Padre, ¿puedo...? —una voz masculina sonó desde fuera, cortando el momento entre nosotros.
Él respiró hondo y, por un instante, se quedó en silencio, como si tampoco quisiera que ese momento terminara.
—Lo siento —dijo finalmente, su voz volviendo a su tono habitual, más distante, más... profesional—. Tengo que atender esto.
Asentí, aunque él no podía verme, y sentí una punzada de decepción en el pecho.
—Está bien —susurré.
—Eres bienvenida a volver cuando lo necesites —agregó, y esta vez su tono fue más cálido, más personal, como si quisiera asegurarse de que entendiera que, aunque la conversación había sido interrumpida, no se había acabado.
Me quedé allí, escuchando el crujido de la puerta al otro lado mientras él salía. Luego, el silencio volvió a llenarlo todo. Mis pensamientos aún estaban dispersos, mi corazón latiendo con fuerza.
Cuando finalmente reuní el coraje para salir del cubículo, lo hice con una sonrisa en los labios, como si hubiera descubierto algo en esa conversación. Abrí la puerta, esperando verlo, tal vez decir algo más, pero cuando miré a mi alrededor, él ya se había ido.