Darius, estaba rigido viendo al frente, su perfil era perfecto, nariz perfecta, ojos perfectos, piel perfecta, incluso el olor que envolvía todo el auto.
Elara intentaba no quedarse sin respiración por tercera vez desde que lo vio. Pero es que no podía dejar de mirarlo.
Cada vez que lo hacía, algo en su interior daba un tirón incómodo, casi doloroso.
Un magnetismo silencioso. Una atracción que no había pedido. Una sentencia lenta que no venía con advertencia.
La mandíbula de Darius se tensó.
—Deja de mirarme —ordenó sin mover la vista.
Elara se sobresaltó.
—Yo… no dije nada.
—No es necesario hablar para ser ruidosa.
Oh, Oh. Así era hablar con él.
—Perdón —musitó, y miró sus manos sobre la falda de su vestido blanco, se preguntó a dónde la llevaría.
Intentó ver a la ventana, pero en algún momento alzó la mirada hacía él de nuevo.
Porque, honestamente, ¿cómo se supone que uno no mira a alguien así?
Alguien diseñado para destruirte sin mover un dedo.
Finalmente, el auto se detuvo.
Las puertas del palacio vampírico se alzaron ante ella como una catedral moderna.
No era antiguo ni clásico. Era gótico y actual.
Cristales negros, estructuras angulares, luces blancas frías como quirófano real, vitrales abstractos que parecían venas de sangre congelada. Elegancia dura. Belleza peligrosa.
Darius abrió la puerta, la tomó del brazo otra vez y la llevó adentro como quien depositaba un paquete frágil que no pidió.
Se detuvo frente al salón principal.
Era un espacio vacío arquitectónico majestuoso con columnas infinitas, un candelabro suspendido y escaleras que parecían subir a las estrellas.
Todo olía a piedra húmeda, rosas negras y poder.
Él la soltó. Por fin la soltó. Elara hasta se sintió aliviada cuando el ardor en su piel disminuyó.
—Aquí vivirás ahora —Su voz resonó ligeramente en el espacio vacío. —Puedes hacer lo que quieras. Comer lo que encuentres. Caminar por donde quieras. —Hizo una pausa mínima, peligrosa. —Mientras no te metas en mi camino.
Elara respiró hondo.
—Entiendo. —murmuró apenas, empezaba a entender su situación y no era muy diferente a la que tenía con su padre.
Darius la miró de frente por primera vez desde el altar.
Y algo apenas un destello cruzó sus ojos. No era compasión y tampoco simpatía. Era otra cosa. Algo que duró menos de un segundo pero abrió una g****a en su armadura perfecta.
—El matrimonio es solo un contrato —expresó —. No me interesas. No te necesito. No te quiero cerca. Solo aparecerás cuando el Consejo, los reinos o la alianza lo exijan. Nada más.
Elara asintió de nuevo.
—Entiendo.
—Además —añadió—, no salgas del palacio. No soy el único vampiro que odia a los lobos. Y tú… —la recorrió con una mirada sin filtro— eres un blanco fácil.
Sus palabras dolieron. Pero no la rompieron.
Porque Elara sabía de cautiverio más de lo que él imaginaba.
—Puedo cuidarme —dijo ella con una firmeza nueva.
Darius ladeó el rostro apenas, como si la frase le hubiera resultado… curiosa.
Pero no comentó. Giró sobre sus talones.
—Lamentablemente, debo mantenerte con vida —expresó con voz fría y determinada—. Así que no me lo compliques.
Y se marchó.
Elara no se movió hasta que sus pasos desaparecieron como eco tragado por la inmensidad del palacio. Entonces soltó el aire.
Miró a su alrededor las sombras, las alturas, el mármol frío.
No era amor. No era hogar. No era libertad.
Pero había más espacio.
Y después de vivir años encerrada en un cuarto diminuto, lo único que Elara pudo pensar fue.
Al menos aquí puedo caminar sin chocar con las paredes. pensó y soltó un pequeño suspiro antes de ir a averiguar dónde iba a dormir.