Capitulo 3

467 Words
-¡Magdalena, es hora de comer! -resuena la voz de mamá desde el extremo superior de las escaleras, con esa energía inconfundible que mezcla autoridad y cariño. -¿Y qué hay para comer? -le respondo, imitando su volumen con una ironía suave, como si el eco de nuestras voces tejiera una pequeña comedia entre pisos. -¡Comida! ¡Baja de inmediato o se lo daré al gato, que ya ha llegado antes que tú! -remata ella, y en sus palabras se mezcla el apremio de la cocina con esa amenaza juguetona que, en nuestra casa, siempre tiene algo de verdad. Me levanto con apuro. El hambre aún no golpea fuerte, pero la idea de que Bartolomé o mi padre se adelanten es razón suficiente para moverme. Bajo las escaleras casi en tres zancadas, con el cabello aún revuelto y la blusa azul mal ajustada como testigo de la urgencia. Al llegar a la planta baja, le planto un beso rápido en la mejilla a mamá -es mi pequeño ritual, como quien entrega su sello de presencia- y sigo hasta la cocina. La escena que me recibe parece sacada de una obra teatral improvisada. Mi padre está inclinado sobre la mesa, frunciendo el ceño con seriedad desbordada. Bartolomé, por su parte, ha logrado montar una especie de trinchera felina sobre el mantel, aferrándose con sus patas delanteras y desafiando toda lógica humana. -¡Te he dicho que abajo! -exclama mi padre, empujando al gato como quien lidia con un adversario rebelde. Bartolomé se resiste, sus uñas se aferran al mantel como si de ello dependiera su dignidad felina. -¡Por Dios, entiende que no puedes estar sobre la mesa, Hael! -añade mi padre, mezclando irritación con ese tono que en él suele derivar en comicidad involuntaria. -¡Miau! -responde el gato, como si tuviera la última palabra. Mamá aparece justo en ese instante, atraída por el estruendo. No pregunta. No indaga. Da un aplauso fuerte, certero, muy cerca del oído de Bartolomé, quien sale disparado como un cometa asustado hacia el pasillo. Mi padre se sobresalta también, dejando caer el tenedor sobre el plato. Sin pausa ni explicación, mamá se gira y me empuja suavemente -como quien guía una pieza sobre el tablero- hasta colocarme frente a papá. Es una coreografía doméstica que ella domina con maestría. Mi padre me mira con aire burlón. Su sonrisa no necesita palabras para declararse. Yo, con expresión descontenta pero sin ánimo de conflicto, le dedico un saludo escueto. Su risa se intensifica. Como si mi simple presencia fuera combustible para su humor. -Ay, señor, ¿qué es lo que tanto le divierte? -le digo entre pucheros, frunciendo la nariz con teatralidad, como si la cena tuviera que pasar primero por la escena de una comedia.
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