Desde aquella tarde aterradora, Naomi no había podido conciliar el sueño con la misma calma. La mansión parecía haber cobrado vida propia, con sus sombras persistentes y susurros ocultos. Sin embargo, entre todo lo confuso y extraño, había algo que se había vuelto rutina: sus encuentros con Zoé. Más de una mañana compartieron el café, sentadas frente a frente en la habitación que parecía haber sido dispuesta especialmente para Zoé. Era un espacio amplio, elegante, pero al mismo tiempo sofocante. La puerta permanecía cerrada con llave desde fuera, y siempre, a la misma hora, alguien entraba con frutas frescas o líquidos en frascos que Naomi no se atrevía a probar. Zoé parecía acostumbrada a ese encierro, como si no esperara más del día que un poco de compañía. Las conversaciones entre ell

