Capítulo 1: "Soledad Martínez".

2323 Words
Soledad Martínez, durante todas las noches, miraba las cámaras que Damián había colocado en el exterior de la vivienda. Veía cómo Juan Cruz e Isabel se escapaban casi todas las medianoches, y cómo ambos solían regresar con sus respectivas parejas. Se sentía increíblemente afligida, y lloraba todos los días: se había casado con un criminal. Fingía no saberlo para que no agrediera a sus hijos, y no se animaba a pedirle el divorcio por el mismo motivo. No tenía conocimientos de todos los delitos que había cometido su esposo, pero sabía que había asesinado gente: y eso le bastaba para sentir terror hacia él. Lamentaba haber aceptado ser su esposa. Al principio de su relación, él era una persona amable y bondadosa: le daba toda la atención que Benjamín jamás le había brindado. Era un caballero: se ofrecía a pagar la cuenta cuando salían juntos, la pasaba a buscar puntualmente y era un amante excelente. Estaba mucho mejor dotado que su ex esposo. Se dejó envolver en su tela de araña como si hubiese sido una jovencita ingenua, y ahora no podía escapar de allí. Estaba condenada. Lo que más la frustraba era que estaba perdiendo el vínculo con Isabel y Juan. Los Medina ya no la respetaban, la ignoraban y le contestaban malhumoradamente. Creían que le importaba más Damián que ellos ¡Estaban tan equivocados! Pero ¿Cómo podía explicarles la razón por la cual continuaba con él, sin ponerlos en peligro? Su esposo siempre le recriminaba la falta de límites que tenían sus hijos, y habían discutido en más de una ocasión porque él no quería que ella le diera la contraseña de la puerta principal y mucho menos, que les permitiera escapar de la vivienda. Sin embargo ¿Qué podía hacer? Si intentaba detener el libertinaje de Juan Cruz y de Isabel, ellos la odiarían aún más. A su vez, sabía que su hija estaba investigando a su esposo, y temía que hubiera descubierto secretos que pudieran ponerla en peligro. Aprovechó que la casa estaba vacía esa noche, porque Juan Cruz recién se había escapado por la ventana, y lloró ruidosamente. Se sentía increíblemente sola, frustrada e impotente ¿Cómo podía ayudar a sus hijos y recuperar el vínculo que alguna vez había tenido con ellos, sin que Isabel y Juan corrieran riesgos? Samuel tenía catorce años. Estaba en una de sus misiones: debía ir con Ezequiel y Salomé hasta la vivienda de un gran deudor de Culturam. Ambos caminaron en silencio hasta la mansión de aquel sujeto. Ninguno disfrutaba de asesinar, pero no tenían alternativa: si no hacían lo que Heredia y Aguilar les decían, corrían peligro. A la joven Hiedra la amenazaban con lastimar a su hermana menor, y a Samuel y a Ezequiel con recibir trescientos azotes, choques eléctricos y con encadenarlos a un muro, sin recibir comida durante días. Nadie quería sufrir, por eso obedecían. Violaron la seguridad de la casa con muchísima facilidad, e ingresaron. El individuo no estaba solo como habían pensado: sus dos hijos pequeños se hallaban allí. Un niño de aproximadamente tres años y otro de cinco. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Salomé. Ella y Samuel no querían lastimar a los infantes. —Los encerraremos en el baño, y continuaremos con nuestra tarea —replicó Acevedo. De los tres, él era el que estaba mejor preparado psicológicamente para asesinar. Heredia se había encargado de ello durante más de una década. El hombre rogó por su vida y por la de sus dos hijos. —No nos lastimen, por favor… Díganle a Heredia y a Aguilar que pronto les pagaré… Los pequeños varoncitos lloraban a los gritos, y les pedían a los jóvenes que no les hicieran daño. Samuel se sentía increíblemente culpable ¡Dejarían sin papá a esas dos criaturitas! Los tomó de los brazos y los llevó a la fuerza hasta el sanitario, en donde los encerró. Los sollozos de los infantes le ponían la piel de gallina: oía cómo golpeaban la puerta y rogaban por la vida de su progenitor. —Mi esposa llegará pronto, por favor, tengan piedad y váyanse… prometo cumplir con lo pactado. —Ahora que no están tus hijos aquí, terminaremos con esto rápido —comentó Ezequiel, y se arrojó encima del hombre. Le propinó un par de puñetazos en el rostro que lo atontaron, y luego le tapó la boca con su mano, para que no gritara—. ¿Samuel? El joven Aguilar no quería asesinar a ese sujeto. Cada vez que le quitaba la vida a una persona utilizando su sangre, sentía que una parte de su alma moría con su víctima. Salomé pudo adivinar lo que su compañero estaba pensando, entonces se apresuró a sacar una navaja de su bolsillo, y cortarle la palma de la mano. Lo empujó para que se adelantara hasta donde estaban Ezequiel y el enemigo de los Fraudes. Él dejó caer unas gotas de su fluido rojo oscuro sobre la piel del hombre. Éste sufrió varias convulsiones, hasta que su cuerpo se paralizó. Había muerto. Samuel se despertó sobresaltado. Había soñado con uno de los homicidios que había cometido hacía cuatro años. Su consciencia lo culpaba todos los días por ello ¡Sabía cuánto dolía que de niño te quitaran a uno de tus padres! Se sentó en la cama, y se secó el sudor de la frente. Isabel tenía el sueño liviano, por lo cual se despabiló rápidamente. —¿Qué ocurre? —preguntó. —Tuve una pesadilla. Eso captó su interés. Se desperezó, y se acostó sobre el hombro del joven Aguilar. —Contame. Samuel aún se sentía abrumado. Respiró profundamente, antes de empezar a narrar su historia: —En realidad, soñé con un recuerdo que me perturba hace años… Un asesinato que hemos cometido Salomé, Ezequiel y yo. Le quitamos la vida a un sujeto cuando sus hijitos pequeños estaban en casa. Me siento increíblemente culpable por ello, no puedo soportar este sentimiento… —se le hizo un nudo en la garganta. Él sabía lo horrible que era perder a un ser amado de forma temprana y violenta ¡Y le había hecho lo mismo a unas pobres criaturitas! —¿Por qué lo hicieron? —Isabel le tomó la mano, tratando de reconfortarlo. —Porque Heredia y mi padre nos obligaron… —sintió una punzada de dolor al decirlo en voz alta. —Siempre ellos dos ¿Verdad? —lo interrumpió—, ¿Cuándo empezarás a crear un plan para terminar con ellos? Las palabras de Isabel lo dejaron tan impactado como si ella le hubiera dado una bofetada. —Cuando descubra cómo fue la muerte de mi madre… —balbuceó, al cabo de unos instantes. —Samuel —Isabel lo miró a los ojos—, quizás tardes años en encontrar la evidencia ¿Perderás todo ese tiempo? Ellos se deshicieron de Benítez y éste casi termina conmigo antes… —la joven Medina se estremeció al mencionar a Sergio—. ¿No te parece que deberíamos ir pensando en alguna solución? El joven Aguilar, si bien aún se sentía abrumado, no podía dejar de analizar las ideas de su prima. —Por eso los Fraudes siempre murmuran que vos sos tan peligrosa como yo —suspiró Samuel—, sos inteligente, osada y siempre me inspirás a moverme… Es cierto que no puedo continuar así… ¿Cuánto tiempo tardarán en querer obligarme a llevar a cabo alguna misión inhumana? Muchas veces evito dormir para no tener este tipo de pesadillas… Me siento muy miserable… —Con más razón —replicó Isabel—, es hora de que actúes, Sam —luego pegó sus labios a su oído—. No sé si hay sensores en mi cuarto, por eso te lo digo en voz baja… Tu papá y Heredia tienen muchos enemigos, deberías aliarte con ellos. Tenés conocimientos de informática, podés hackear alguno de los sistemas de Culturam o las viviendas de los individuos que creés que los odian… —Sos brillante —Samuel no podía creer lo práctica que era su prima para pensar en soluciones—. ¿Y luego de eso, qué debería hacer? Isabel volvió a murmurar: —No deberías asesinar a tu papá ni a Heredia: Daniela no hubiera querido eso. Creo que sería mejor que expongas al mundo sus crímenes… Ellos dos son tus grandes problemas, el resto de Culturam si bien no sé si son buenas personas o no, te respetan y te temen. Te dejarán vivir una vez que todo esto termine. El joven Aguilar pensó que las ideas de Isabel eran tan buenas como peligrosas, por lo cual susurró: —Te quiero al margen de esto ¿De acuerdo? —No andaré sola, pero tampoco podés impedirme que investigue usando un ordenador ¿Verdad? —Siempre y cuando estés conmigo para que pueda protegerte… Isabel se acostó sobre su pecho. —No temas por mí: si hubieran querido hacerme daño, ya lo habrían hecho. Deben necesitarme para algo, estoy segura. Vos me habías dicho que habían analizado un poco de mi sangre… —No quiero ni pensarlo, Isa. Es cierto que si no te han molestado es por alguna razón, pero no sé si quiero saberla… —Descansemos un rato más, Sam. Mañana pensaremos en algún plan… —murmuró la joven Medina, cerrando los ojos y rodeando a su primo con ambos brazos. Él le dio un beso en la frente, y trató de descansar… Aunque estaba seguro de que no lo lograría: no sólo había recordado vívidamente un momento de su vida que deseaba olvidar, sino que Isabel le había dado ideas para que pudiera deshacerse de su padre. De sólo imaginar los problemas que su intento de independencia desencadenaría, se estremeció. Isabel volvió a su vivienda luego de haber cuidado a Micaela. Se sentía muy cansada y preocupada: su hermano no estaba en su casa cuando ella se había ido a trabajar, y tampoco le había respondido el mensaje: ni siquiera lo había leído. La joven Medina le mandó un audio de voz a su mejor amiga: —¿Has visto a Juan Cruz? A lo cual, Umma le respondió: —No ¿Estará con Salomé? —Probablemente —replicó Isabel, para no preocupar a su querida vecina. Soledad había preparado el almuerzo, y estaba sentada en la mesa del comedor. Sólo había tres platos sobre la mesa. —Damián me avisó que no comería con nosotros ¿Sabés dónde está tu hermano? Ha escapado a medianoche y aún no ha regresado. Isabel se sentó con su madre en la mesa. Estaba empezando a sentirse alterada ¿Dónde estaba Juan Cruz y por qué no respondía los mensajes? —¿Ha salido solo? —Sí —replicó Soledad Martínez—, llamé a tu padre hace un rato y me dijo que Juan no está con él ¿Podrás preguntarle a su novia si lo ha visto? —Lo haré de inmediato —Isabel se puso de pie. Su mamá le hizo una seña con la mano. —Antes de irte, comé, Isabel. Has perdido peso este verano —era evidente que Soledad estaba intentando socializar con ella. La joven Medina suspiró, y volvió a sentarse. La señora Martínez había preparado un guiso de lentejas. Se sirvió el plato lleno, y empezó a comer en silencio. —Como ya te dije, estuve hablando con tu padre —comentó la esposa de Damián—, me dijo que el juez de menores aprobó la solicitud para que ustedes vayan a vivir con él… —se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¿Por qué no me lo han contado? Isabel sintió un nudo en la garganta. A pesar de que guardaba un profundo resentimiento hacia su madre por su forma de actuar con respecto a Damián, sentía pena por ella. La señora Martínez no tenía a nadie en el mundo excepto a sus hijos y a la escoria de su marido. —Nunca tuve oportunidad —replicó la joven Medina, revolviendo la comida en su plato. No quería mirar a su madre a los ojos ¡Se echaría a llorar! —Lamento todo lo que ha ocurrido entre ustedes y Damián… tampoco tuve oportunidad de decírselo —Soledad se esforzaba para ocultar las lágrimas—. También quería pedirte que detengas esa investigación que estás llevando a cabo por las noches… —Mamá… —¿Cómo sabía eso? ¿Acaso su madre tenía más conocimientos de lo que ella imaginaba? —Sólo eso —replicó, tajante. Luego, cambió de tema—: ¿Quién es ese chico con el que te ves por las noches? Damián habló mal de él, pero quiero escuchar tu opinión. También quiero saber de la novia de Juan, aunque a ella sí la he conocido personalmente. —¿Qué te dijo Bustamante sobre Samuel? —Sólo que anda metido en cosas raras ¿Es eso cierto? —No —mintió, no podía explicarle a Soledad que él era su primo hermano, que lo quería como a una pareja y que, además, su sangre era letal—, es un buen chico. Me está ayudando a investigar… Y la novia de Juan es una persona extraña y antipática, pero no puedo juzgarla. Ha tenido una vida difícil, perdió a sus padres cuando era una niña. —Hacía mucho que no hablábamos de madre a hija —comentó Soledad con melancolía. Isabel, sintiéndose increíblemente angustiada, trató de terminar su plato de comida. Al cabo de un rato, comentó: —Papá no tendrá problemas en que vengas a visitarnos cuando quieras. Lamento haber decidido mudarme sin decirte, pero la convivencia con Damián es insoportable. —Entiendo, quizás sea lo mejor. No quiero que Juan Cruz y él terminen golpeándose severamente. —Hablando de Juan Cruz, tengo que ir a buscarlo… —Andá. Espero que no ande drogándose por ahí otra vez —suspiró Soledad.
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