María caminaba por la cocina con el bebé en brazos como si cada paso le pesara un poco más. La incertidumbre le hormigueaba la nuca: aquel hombre —segura estaba— era uno de los gemelos. Alejandro Barrón. La certeza le quemaba la garganta y la cabeza le daba vueltas. ¿Qué hacía en la puerta de su casa? ¿Por qué se plantó allí sin decir nada, como quien valora el paisaje antes de entrar? Ramiro le había advertido: ese hombre era peligroso. Le había dicho que podía hacerle mucho daño a ella y a su hijo si se enteraba de que estaban vivos. Y sin embargo, cuando lo había tenido frente a frente, Alejandro no le había parecido la figura de maldad que le habían pintado en las historias de pueblo. Había algo contenido en él —una tensión, un fuego frío— pero no parecía un verdugo en la puerta. Pare

