Ese día, después de la visita de Alejandro, María logró calmarse un poco más. Había pasado gran parte de la mañana temblando, con los nervios crispados y la mente llena de escenas fragmentadas, pero al mirar a su bebé, todo cambiaba. Cada vez que veía a Ángel dormir, con sus manitas cerradas y el pecho subiendo y bajando con suavidad, sentía que debía contenerse. No podía transmitirle su inestabilidad, no a él. Enrique había ido a trabajar temprano, no sin antes asegurarse de que ella comiera algo y de dejarle sus palabras tranquilizadoras. “Te llamaré al mediodía, ¿sí?”, le había dicho antes de salir. Y lo cumplió: a cada rato revisaba su teléfono, pendiente de cualquier mensaje de ella. Cuando finalmente regresó, tal como lo había prometido, lo hizo con una serenidad que contrastaba co

