Alejandro no podía pensar con claridad. Caminaba de un lado a otro dentro del auto estacionado frente al departamento, mientras el sol de media mañana le golpeaba el parabrisas con una furia que parecía burlarse de su desesperación. El teléfono vibraba sin cesar. Era Gamaliel. Otra vez. —¿Dónde carajos te has metido, Alejandro? —escuchó al otro lado con un rugido que rozaba la amenaza—. ¡Te dije que regresaras hace dos días! Estamos perdiendo dinero. —Ya voy a regresar —respondió Alejandro con voz seca, sin convencimiento—. Sólo... me falta cerrar algo. —Más te vale —gruñó Gamaliel, y colgó. Alejandro lanzó el teléfono al asiento del copiloto. “No puedo volver con las manos vacías”, se dijo, respirando con dificultad. “No después de haber tenido a ese bebé en mis brazos… ese niño es m

