El viaje hacia la Ciudad de México se dio más rápido de lo que Ramiro hubiera esperado. Alejandro había llegado puntual, acompañado del contador, y juntos se reunieron en el punto exacto donde los hermanos Barrón habían ordenado. El despacho improvisado en un edificio elegante parecía sacado de otro mundo. Las plumas corrieron sobre el papel, los contratos de los primeros inmuebles se firmaron sin trabas y los inversionistas, encantados con la fachada, celebraron como si fueran viejos amigos de toda la vida. Ramiro, en silencio, observaba con un nudo en el estómago. Era testigo de cómo Gamaliel y Alejandro mentían con una facilidad escalofriante, como si la palabra “honor” no existiera en su vocabulario. Terminando la reunión, cerca de las cuatro y media de la tarde, los Barrón se acerca

