María comenzó a llorar sin poder contenerlo. Las lágrimas le surcaban las mejillas en un río que traía de todo: miedo, rabia, una pena antigua que aún no terminaba de nombrar. Sus manos buscaban en el aire algo que la sostuviera —el borde de la mesa, la manga de su blusa— y, aun así, la sensación de que iba a desvanecerse la recorrió de lado a lado. Un dolor punzante le martillaba la sien, el corazón le latía con violencia y por un momento pensó que el mundo se le cerraba. Pero al ver a Ángel acunado entre los brazos de Alejandro, una fuerza mínima la obligó a ponerse en pie. Tenía que ser fuerte por el bebé; por él debía sostenerse. Se sobó las sienes con la punta de los dedos intentando ordenar las ideas, tragándose sollozos como si fueran piedras. Miró a Alejandro con la boca temblando

