En Tijuana la noche se pegaba a los cristales como una segunda piel. En el departamento que una vez compartió Alejandro con María —ese piso alto con vista a la ciudad que olía aún a tabaco caro y gasolina— solo quedaban rastros de lo que fue. Alejandro estaba recostado en el sofá, el torso vendado, el dolor entumecía su mandíbula. Una costilla rota le recordaba cada respiración; la herida en el pecho le había rajado la carne pero, por fortuna para él, no había comprometido un órgano vital. Sus músculos estaban tensos, su mano apoyada sobre la venda, los ojos duros, ausentes. Gamaliel Barrón lo observaba con el ceño fruncido desde la mesa. El hermano mayor —siempre el frío, la calculadora cabeza del clan— abría estados de cuenta, deslizaba números, buscaba fallas. Frente a él, las cifras d

